Las llanuras del tránsito (107 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–No te lastimaré. Te lo prometo. Jamás volveré a hacerte daño –aseguró–. Y no permitiré que nadie te lastime..., tampoco esta mujer.

Él la miró, aprensivo, pero deseoso de creerla. Necesitaba desesperadamente creerla.

–S’Armuna, asegúrate de que entiende lo que voy a decirle –pidió Ayla. Después se inclinó hasta clavar su mirada en los ojos asustados de Doban.

–Escucha, Doban, te daré una bebida. No tiene muy buen sabor, pero de todos modos deseo que la bebas. Al poco rato empezarás a sentir mucho sueño. Cuando te pase, debes acostarte aquí mismo. Mientras duermes, trataré de arreglar tu pierna, de ponerla en la posición que tenía antes. No lo notarás, porque estarás durmiendo. Cuando despiertes, sentirás un poco de dolor, pero también es posible que la pierna haya mejorado. Si te duele demasiado, dímelo, o díselo a S’Armuna o a Epadoa, alguien te acompañará todo el tiempo, y ellas te traerán algo de beber que te aliviará. ¿Entiendes?

–¿Zelandon vendrá aquí a verme?

–Sí, le traeré ahora mismo, si lo deseas.

–¿Y S’Amodun?

–Sí, los dos, si así lo deseas.

–¿Y no permitirás que ella me lastime? –Doban miraba a Epadoa.

–Lo prometo. No le permitiré que te haga daño. No permitiré que nadie te haga daño.

Doban miró a S’Armuna y después a Ayla.

–Dame la bebida –dijo.

El proceso no fue diferente del trabajo que había hecho Ayla con el brazo roto de Roshario. La bebida relajó los músculos del paciente y le adormeció. Fue necesario un gran esfuerzo físico para enderezar la pierna, pero cuando ésta recuperó la posición correcta, todos lo advirtieron. Ayla comprendió que la pierna había sufrido daño y que nunca volvería a su estado inicial; pero el cuerpo de Doban parecía ahora casi normal.

Epadoa retornó a la vivienda grande, pues la mayoría de los hombres y los muchachos se habían distribuido en las moradas de sus parientes, y permaneció casi constantemente al lado de Doban. Ayla percibió los comienzos vacilantes de la confianza que comenzaba a establecerse entre ellos. Tenía la certeza de que eso era precisamente lo que S’Amodun había previsto.

Realizaron la misma operación con Odevan, pero Ayla temió que el proceso de curación en este caso sería más difícil, y que en el futuro la pierna de Odevan tendería a salirse de su sitio y a dislocarse con facilidad.

Ante Ayla, S’Armuna se sentía impresionada y un tanto temerosa, preguntándose en su fuero interno si los rumores acerca de la joven no encerrarían una parte de verdad. Parecía una mujer común y corriente, hablaba, dormía y compartía los placeres con el hombre alto y rubio, como cualquier otra mujer, pero su conocimiento sobre la vida vegetal y las propiedades médicas de cada planta era extraordinario. Todos lo comentaban. Merced a su cooperación con Ayla, se acrecentó el prestigio de S’Armuna, y aunque la hechicera aprendió a dominar el sentimiento de temor frente al lobo, era imposible verle al lado de Ayla y no creer que la joven controlaba el espíritu del animal. Cuando él no la seguía, sus ojos no la perdían de vista. Sucedía lo mismo con el hombre, aunque lógicamente su actitud no despertaba tanta curiosidad.

La mujer mayor no prestaba demasiada atención a los caballos, porque éstos estaban pastando la mayor parte del tiempo. Ayla decía que se sentía contenta de permitir que descansaran. En cualquier caso, S’Armuna había visto a Ayla y Jondalar montándolos. El hombre cabalgaba con bastante destreza en el corcel castaño, pero ver a la joven a lomos de la yegua inducía a pensar que formaban una unidad perfecta.

No obstante, La Que Servía a la Madre observaba una actitud escéptica. Había sido adiestrada por los zelandonii y sabía que, a menudo, eran alentadas tales ideas. Había aprendido y utilizado con frecuencia los trucos para desorientar a la gente, la manera de inducir a hombres y mujeres a creer lo que ellos deseaban creer. No concebía esos métodos como una forma de engaño –nadie estaba más convencida que la propia S’Armuna de la validez de su vocación–, pero utilizaba los medios que tenía al alcance de la mano para allanar el camino y persuadir a otros de que la siguieran. A menudo era factible ayudar a la gente valiéndose de tales recursos, sobre todo cuando se trataba de individuos cuyos problemas y enfermedades carecían de causa discernible, excepto, tal vez, las maldiciones de seres perversos y poderosos.

Aunque S’Armuna no estaba dispuesta a aceptar todos los rumores, tampoco los refutaba. Los habitantes del campamento deseaban creer que todo lo que Ayla y Jondalar decían equivalía a un pronunciamiento de la Madre, y S’Armuna utilizaba esta convicción para fomentar algunos cambios necesarios. Por ejemplo, cuando Ayla habló de un consejo mamutoi de Hermanas y del Consejo de Hermanos, S’Armuna organizó el campamento y logró que se designaran consejos análogos. Cuando Jondalar mencionó la posibilidad de buscar a alguien de otro campamento, con el fin de que continuara la instrucción en el oficio de trabajar el pedernal, es decir, las enseñanzas que él había comenzado a impartir, S’Armuna impulsó el plan de enviar una delegación a otros campamentos s’armunai con el propósito de renovar los lazos de afecto y amistad con parientes y amigos, restableciendo así las relaciones.

Una noche en que hacía mucho frío y el cielo estaba tan claro que las estrellas brillaban en lo alto, un grupo de personas se reunió frente a la entrada de la amplia morada de la ex jefa, lugar que se estaba convirtiendo en un centro de actividades comunitarias después de haber servido como un centro hospitalario en el que se atendía y rehabilitaba a los heridos y tullidos. Hablaban de las misteriosas luces que parpadeaban en el cielo, y S’Armuna respondía a las preguntas o sugería interpretaciones. Tenía que pasar tanto tiempo allí –curando con medicinas y ceremonias, o bien reuniéndose con la gente para trazar planes y analizar problemas– que había comenzado a trasladar algunas de sus cosas, y a menudo dejaba solos en su pequeña morada a Ayla y a Jondalar. La organización comenzó a parecerse a la de otros campamentos y cavernas conocidos por Ayla y Jondalar con la residencia de La Que Servía a la Madre transformada en punto de reunión de la gente.

Después de que los dos visitantes se apartaron de los que contemplaban las estrellas, alejándose seguidos por Lobo, alguien preguntó a S’Armuna acerca del lobo que nunca se separaba de Ayla. La Que Servía a la Madre señaló uno de los puntos luminosos en el cielo.

–Ésa es la estrella del Lobo –fue todo lo que dijo.

Los días pasaron deprisa. Cuando los hombres y los muchachos comenzaron a recobrarse y ya no la necesitaron como curandera, Ayla decidió acompañar a los que buscaban los escasos alimentos invernales. Jondalar estaba atareado enseñando su oficio y el modo de fabricar los lanzavenablos y emplearlos para cazar con ellos. El campamento comenzó a acumular una diversidad de alimentos que podían ser conservados y almacenados fácilmente cuando la temperatura era muy baja; sobre todo, se hacía acopio de carne. Al principio habían tropezado con algunas dificultades para acostumbrarse a la nueva organización, y varios hombres se habían instalado en viviendas que las mujeres consideraban suyas. Pero poco a poco comenzaban a allanarse los obstáculos.

S’Armuna consideró que era el momento oportuno para cocer las figuras en el horno, e incluso había hablado con sus dos visitantes de la posibilidad de organizar una nueva Ceremonia del Fuego. Estaban en el lugar en el que había sido instalado el horno de cerámica, utilizando parte del combustible recogido durante el verano y el otoño para alimentar el fuego, tanto con fines médicos como para el uso cotidiano. S’Armuna explicó que sería necesario obtener más combustible, y eso significaría mucho trabajo.

–Jondalar, ¿puedes fabricar algunas herramientas para cortar árboles? –preguntó.

–Estoy dispuesto a fabricar hachas, mazos y cuñas, lo que quieras; pero lo malo es que los árboles verdes no arden bien.

–También quemaré hueso de mamut; claro que para eso primero necesitamos encender un fuego muy vivo, y tiene que arder mucho tiempo. Hace falta gran cantidad de combustible para realizar la Ceremonia del Fuego.

Cuando salieron del pequeño refugio, Ayla volvió los ojos hacia el lugar que ocupaba el cercado. Aunque la gente había estado utilizando fragmentos del material, no lo habían demolido. Ayla había mencionado en cierta ocasión que las estacas podían usarse para construir un espacio cerrado, una especie de corral que serviría para encerrar a los animales. A raíz de este comentario, los habitantes del campamento tendían a evitar la utilización de la madera; y ahora que todos se habían acostumbrado a su presencia, casi no la veían.

–No necesitáis talar árboles –dijo Ayla de repente–. Jondalar puede fabricar herramientas para cortar la madera que os permitirán aprovechar las tablas del cercado.

Miraron la empalizada con ojos distintos; S’Armuna incluso vio más allá. Empezó a concebir los planes para su nueva ceremonia.

–¡Eso es perfecto! –exclamó–. ¡Destruiremos este lugar y comenzaremos una ceremonia nueva y beneficiosa! Podrá participar todo el mundo, y todos se alegrarán de ver que el cercado desaparece. Será un comienzo nuevo para nosotros y también vosotros lo presenciaréis.

–No estoy muy seguro de eso –dijo Jondalar–. ¿Cuánto tiempo durará?

–No podemos darnos excesiva prisa. Esto es demasiado importante para nosotros.

–Es lo que pensaba. Tenemos que marcharnos pronto.

–Pero la época más fría del año no tardará en llegar –objetó S’Armuna.

–Y poco después se iniciará el deshielo de primavera.

–S’Armuna, tú atravesaste el glaciar. Te consta que podemos cruzarlo únicamente en invierno. Prometí a algunos losadunai visitarles en su caverna en el camino de regreso y que pasaríamos unos días con ellos. Aunque no nos detengamos allí mucho tiempo, sería un lugar apropiado para descansar y prepararnos para cruzar.

–Entonces –S’Armuna hizo un gesto de asentimiento–, aprovecharé la Ceremonia del Fuego para anunciar vuestra partida. Muchos de nosotros concebimos la esperanza de que permaneceríais aquí, y todos lamentaremos vuestra ausencia.

–Confiaba en la posibilidad de presenciar una Ceremonia del Fuego –dijo Ayla–, y de conocer al bebé de Cavoa, pero Jondalar tiene razón. Es hora de que partamos.

Jondalar decidió fabricar enseguida las herramientas para S’Armuna. Había descubierto en las inmediaciones del campamento una provisión de buen pedernal, y con la ayuda de dos de los habitantes fue a buscar la cantidad suficiente para hacer hachas y otros instrumentos destinados a cortar la madera. Ayla se dirigió a la pequeña morada para recoger las pertenencias de los dos y ver si les hacía falta algo más. Acababa de distribuirlo todo en el suelo, cuando oyó un ruido en la entrada. Levantó la mirada y vio a Cavoa.

–Ayla, ¿te molesto? –preguntó ésta.

–No, pasa.

La joven, con su avanzado embarazo, entró en la vivienda y se acercó al borde de una plataforma para dormir situada enfrente de Ayla.

–S’Armuna me ha dicho que os marcháis.

–Sí, dentro de un día o dos.

–Pensé que os quedaríais para asistir a la Ceremonia del Fuego.

–Yo lo deseaba, pero Jondalar ansía partir cuanto antes. Dice que debemos cruzar un glaciar antes de la primavera.

–He hecho una cosa para ti, algo que pensaba darte después de la ceremonia –dijo Cavoa, sacando un envoltorio de cuero que guardaba entre sus ropas–. Todavía deseo dártelo, pero si se moja se estropeará.

Entregó el envoltorio a Ayla, quien, al abrirlo, descubrió en su interior una cabecita de leona, exquisitamente modelada en arcilla.

–¡Cavoa! Es hermosa. Más que hermosa. Es la esencia de una leona de las cavernas. Ignoraba que fueses tan hábil.

La joven sonrió.

–¿Te gusta?

–Conocí un hombre, un mamutoi, que hacía obras en marfil, un excelente artista. Me enseñó a mirar las cosas talladas y pintadas, a apreciar su valor y sé que esto le hubiera gustado mucho –aseguró Ayla.

–He tallado figuras en madera, marfil y asta. Lo he hecho desde que tuve uso de razón. Por eso S’Armuna me pidió que trabajara con ella. S’Armuna ha sido maravillosa conmigo. Trató de ayudarnos... También fue buena con Omel. Permitió que Omel mantuviera el secreto y nunca le exigió nada, a diferencia de lo que habrían hecho algunos. Muchas personas sentían una enorme curiosidad.

Cavoa bajó los ojos y pareció luchar por contener las lágrimas.

–Creo que echas de menos a tus amigos –dijo dulcemente Ayla–. Seguramente fue difícil para Omel mantener un secreto así.

–Omel tenía que hacerlo.

–¿A causa de Brugar? Según S’Armuna parece ser que Brugar profirió terribles amenazas.

–No, no a causa de Brugar ni de Attaroa. No me gustaba Brugar, y recuerdo que él atribuía a Attaroa la culpa del defecto físico de Omel..., aunque en esa época yo era pequeña; pero creo que temía a Omel más de lo que Omel le temía a él, y Attaroa conocía la razón.

Ayla adivinó lo que inquietaba a Cavoa.

–Y tú también la conocías, ¿verdad?

La joven frunció el ceño.

–Sí –murmuró; después miró a Ayla–. Confiaba en que estarías aquí cuando llegase el momento. Quiero que todo salga bien con mi hijo, no como...

No era necesario añadir más. Cavoa temía que su hijo naciera con alguna anormalidad, y decirlo claramente la asustaba aún más.

–Bien; todavía no me he ido, ¿y quién sabe? Creo que puedes tener ese hijo de un momento a otro –afirmó Ayla–. Quizá estemos aún aquí.

–Así lo espero. ¡Ya has hecho tanto por nosotros! Ojalá hubieseis llegado antes de que Omel y los otros...

Ayla vio lágrimas en los ojos de la joven.

–Sé que echas de menos a tus amigos, pero pronto darás a luz tu propio hijo, el hijo de tu cuerpo. Creo que eso te ayudará. ¿Has pensado en algún nombre?

–Durante mucho tiempo no me preocupé de eso. Sabía que no tenía mucho sentido pensar en el nombre de un varón, y no sabía si me permitirían elegir el nombre de una niña. Pero ahora, si es varón, no sé si ponerle el nombre de mi hermano o... de otro hombre que conocí. Pero si es una niña, quiero que lleve el nombre de S’Armuna. Ella me ayudó a... verme con él...

Un sollozo de angustia interrumpió sus palabras.

Ayla abrazó a la joven. El dolor tenía que manifestarse y era bueno que ella lo expresara. El campamento aún estaba saturado de un sufrimiento del que tenía que liberarse. Ayla confiaba en que la ceremonia planeada por S’Armuna contribuiría a mejorar la situación. Cuando al fin cesaron sus lágrimas, Cavoa se apartó un poco y se limpió los ojos con el dorso de la mano. Ayla miró en torno suyo para buscar algo que darle a la joven y enjugar sus lágrimas. Abrió entonces un paquete que llevaba consigo desde hacía varios años y entregó a la joven la envoltura de cuero suave. Pero cuando Cavoa vio lo que había dentro, sus ojos se abrieron como platos, en un gesto de incredulidad. Era un munai, la figurilla de una mujer tallada en marfil; pero ese munai tenía cara, ¡y la cara era la de Ayla!

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