Las llanuras del tránsito (112 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Probablemente ha perdido los dientes. Una vez que sucede eso, nadie puede hacer nada, excepto lo que están haciendo. Permanecen a su lado, lo acompañan.

–Quizá ninguno de nosotros podría pedir más.

A pesar de su cuerpo relativamente compacto, cada mamut adulto consumía diariamente grandes cantidades de alimento, sobre todo hierbas altas de tallo leñoso y a veces arbolillos. Con una dieta tan fibrosa, los dientes eran esenciales. Su importancia era tal que el plazo de vida de un mamut estaba condicionado por sus dientes.

Un mamut lanudo tenía varios juegos de grandes molares a lo largo de su vida, es decir, unos setenta años, por lo general seis a cada lado, arriba y abajo. Cada diente pesaba alrededor de cuatro kilogramos y estaba adaptado especialmente para la masticación de los pastos duros. La superficie estaba formada por numerosos rebordes sumamente duros, finos y paralelos –placas de dentina cubiertas con esmalte–, y poseían coronas más altas y más rebordes que los dientes de otra especie cualquiera, anterior o ulterior. Los mamuts eran ante todo comedores de pasto. Los jirones de corteza que arrancaban de los árboles, sobre todo en invierno, las hierbas de primavera y las hojas, las ramas y los arbolillos ocasionales, eran sólo un complemento de su dieta principal consistente en pastos duros y fibrosos.

Los molares más tempranos y pequeños se formaban cerca de la parte delantera de cada mandíbula, y el resto crecía detrás y avanzaba en una progresión regular durante toda la vida del animal, y sólo un diente o dos se usaban en cada ocasión. A pesar de su fortaleza, la importante superficie de masticación se desgastaba a medida que se desplazaba hacia delante y las raíces se desintegraban. Finalmente, los últimos fragmentos de cada molar, delgados e inútiles, se caían, y los nuevos sustituían a los antiguos.

Los últimos molares comenzaban a ser utilizados alrededor de los cincuenta años, y cuando casi habían desaparecido, los viejos animales de pelo grisáceo ya no podían continuar masticando el pasto duro. Aún podían consumir hojas y plantas más blandas, vegetales de primavera que en otras estaciones no estaban a su alcance. Desesperados, los veteranos mal alimentados a menudo abandonaban el rebaño en busca de pastos más verdes, pero lo único que encontraban era la muerte. El rebaño sabía cuándo estaba próximo el fin, y era algo corriente ver a los animales compartiendo los últimos días de los viejos.

Los otros mamuts demostraban con respecto a los moribundos una actitud tan protectora como la que observaban en relación con los recién nacidos y se reunían a su alrededor, tratando de ayudar a levantarse al caído. Cuando todo había concluido, sepultaban el cadáver bajo pilas de tierra, hierba, hojas o nieve. Era bien sabido que los mamuts incluso sepultaban a otros animales muertos, y también a los seres humanos.

Ayla, Jondalar y sus compañeros cuadrúpedos comprobaron que el camino se elevaba cada vez más y se hacía más difícil a medida que dejaban atrás las tierras bajas y a los mamuts. Estaban aproximándose a un barranco. Una estribación del antiguo macizo septentrional se había extendido muy al sur, y estaba dividido por el río. Subieron cada vez más, mientras las aguas del río irrumpían por el estrecho desfiladero, demasiado veloces para congelarse, pero arrastrando los témpanos de hielo provenientes de los tramos más tranquilos, situados hacia el oeste. Era extraño ver cómo se movía el agua a pesar de la enorme cantidad de hielo. Frente a los elevados contrafuertes que se extendían hacia el sur, había mesetas, colinas coronadas por altas plataformas, en las cuales crecían espesos bosques de coníferas, con las ramas salpicadas de nieve. El fino ramaje de los árboles de hoja caduca, así como los matorrales, aparecían pintados de blanco por una capa de lluvia helada, lo cual acentuaba tanto las ramas grandes como las pequeñas, y éstas atraían a Ayla con su belleza invernal.

La altura continuó aumentando, y las tierras bajas entre los riscos nunca descendían tanto como las precedentes. El aire era frío, terso y claro, e incluso cuando había nubes, no nevaba. La precipitación disminuyó a medida que avanzaba el invierno. La única humedad en el aire era el aliento tibio expulsado por los seres humanos y los animales.

El río de hielo se empequeñecía cada vez que atravesaban el valle de un afluente helado. En el extremo occidental de la tierra baja había otro barranco. Ascendieron al risco rocoso, y cuando llegaron al punto más alto, miraron al frente y se detuvieron, sobrecogidos por el espectáculo. A cierta distancia, el río se había dividido otra vez. Los viajeros no sabían si era la última vez que se separaría en los ramales y canales que habían caracterizado su avance a través de las llanuras desnudas por las que atravesaba durante gran parte de su recorrido. El barranco que se abría poco antes de las tierras bajas se curvaba bruscamente en el momento en que los diferentes canales se agrupaban, y allí se formaba un curioso torbellino por cuyas profundidades desfilaban el hielo y los restos flotantes, antes de caer en una depresión, un poco más lejos, donde rápidamente volvían a congelarse las aguas.

Se detuvieron en el lugar más elevado para mirar hacia abajo y vieron un pequeño tronco que describía interminables círculos y se hundía cada vez más en cada giro.

–No desearía caer allí –dijo Ayla, estremeciéndose ante la idea.

–Tampoco yo –respondió Jondalar.

La mirada de Ayla se sintió atraída por otro lugar distante.

–Jondalar, ¿de dónde vienen esas nubes de vapor? –preguntó–. Está helado y las montañas están cubiertas de nieve.

–Son fuentes de agua caliente, aguas que reciben el aliento cálido de la propia Doni. Algunas personas temen acercarse a esos lugares, pero la gente a la que yo quiero visitar habita cerca de uno de esos pozos profundos de agua caliente, o al menos eso me dijeron. Los pozos de agua caliente son sagrados para ellos, aunque algunos huelen muy mal. Se dice que usan el agua para curar enfermedades.

–¿Cuánto tiempo pasará antes de que lleguemos a casa de esas personas que tú conoces, las que usan el agua para curar enfermedades? –preguntó Ayla. Todo lo que podía enriquecer su caudal de conocimientos médicos siempre avivaba el interés de Ayla. Por otra parte, la comida empezaba a escasear y ellos no querían perder tiempo buscándola, pero lo cierto es que se habían acostado hambrientos un par de días.

La pendiente del terreno se acentuó perceptiblemente después de la última cuenca llana. Estaban encerrados por montañas a derecha y a izquierda. Hacia el sur, el manto de hielo tenía cada vez mayor elevación a medida que avanzaban en dirección al oeste. En lontananza, hacia el sur, y un poco hacia el oeste, dos picos se elevaban a gran altura sobre las restantes y accidentadas cumbres montañosas, uno más alto que el otro, como un matrimonio vigilando a sus niños.

Donde las tierras altas se nivelaban, en las inmediaciones de un tramo del río caracterizado por las aguas poco profundas, Jondalar viró hacia el sur, alejándose del río, para acercarse a una nube de vapor que se elevaba en la lejanía. Subieron a un risco bajo y desde la cumbre contemplaron un prado cubierto de nieve a orillas de un estanque de agua humeante, cerca de una caverna.

Varias personas les habían visto llegar y les miraban consternados, incapaces de moverse. Sin embargo, un hombre blandió una lanza con aire amenazador.

Capítulo 35

–Creo que será mejor que desmontemos y nos acerquemos a pie –dijo Jondalar, al ver que varios hombres que portaban lanzas y algunas mujeres se acercaban cautelosamente–. A estas alturas deberíamos recordar que la gente siente temor y sospecha cuando nos ve cabalgando. Probablemente hubiéramos debido ocultarnos y llegar caminando, para después ir a buscarles, cuando ya hubiéramos tenido tiempo de explicar que viajamos con animales.

Ambos desmontaron y a Jondalar se le vino un súbito y acerbo recuerdo de su «hermanito», Thonolan, mostrando su sonrisa amplia y cordial y acercándose confiadamente a una caverna o un campamento de desconocidos. En una especie de imitación, el hombre alto y rubio sonrió ampliamente, hizo un gesto cordial y retiró la capucha de su chaquetón, de modo que le viesen más fácilmente; después se acercó con las dos manos extendidas, para mostrar que se acercaba francamente y no tenía nada que ocultar.

–Estoy buscando a Laduni de los losadunai. Soy Jondalar de los zelandonii –dijo–. Mi hermano y yo fuimos hacia el este en un viaje, hace pocos años, y Laduni nos pidió que, al regreso, nos detuviéramos y os visitáramos.

–Yo soy Laduni –contestó un hombre, que habló en un zelandoni con leve acento. Se acercó a ellos, manteniendo la lanza preparada y mirando con atención para asegurarse de que el extraño era quien decía ser–. ¿Jondalar? ¿De los zelandonii? Sí, pareces el hombre a quien conocí.

Jondalar percibió el tono cauteloso.

–¡Lo parezco porque lo soy! Me alegro de verte, Laduni –dijo, con expresión cálida–. No estaba seguro de haberme acercado al lugar apropiado. He recorrido todo el camino que nos separa del fin del Río de la Gran Madre, y hasta he ido más lejos, pero ahora, más cerca de mi hogar, he tenido dificultades para encontrar tu caverna, pero el vapor de tus pozos de agua caliente me ha servido de referencia. He traído conmigo a una persona y deseo que la conozcas.

El hombre mayor miró a Jondalar, tratando de descubrir algún indicio de que fuese otra persona distinta de la que parecía: un hombre que había llegado del modo más extraño. Parecía un poco mayor, lo que era razonable, y se asemejaba a Dalanar. Había visto de nuevo al anciano tallador de pedernal unos pocos años antes, cuando él se había acercado en una misión comercial, y, según sospechaba Laduni, para comprobar si el hijo de su hogar y su hermano habían pasado por allí. «Dalanar se alegrará mucho de verle», pensó Laduni. Se acercó a Jondalar, sosteniendo la lanza con más naturalidad, pero siempre en una posición que le permitiera usarla prestamente. Volvió los ojos hacia los dos caballos extrañamente dóciles, y vio por primera vez que quien estaba cerca de los animales era una mujer.

–Esos dos caballos no se parecen a los que tenemos por aquí. ¿En el este son más dóciles? Seguramente es mucho más fácil cazarlos –dijo Laduni.

De pronto, el hombre se puso en guardia, movió la lanza como disponiéndose a arrojarla y apuntó a Ayla.

–¡No te muevas! –dijo.

Sucedió todo con tal rapidez, que Jondalar no tuvo tiempo de reaccionar.

–¡Laduni! ¿Qué estás haciendo?

–Un lobo os ha seguido. Y parece que no teme dejarse ver por todos.

–¡No! –gritó Ayla, interponiéndose entre el lobo y el hombre de la lanza.

–Este lobo viaja con nosotros. ¡No lo mates! –pidió Jondalar, corriendo a interponerse entre Laduni y Ayla.

Ella se arrodilló y abrazó al lobo, sosteniéndolo firmemente, en parte para protegerlo y en parte para proteger al hombre de la lanza. Lobo tenía el pelo erizado, había contraído los belfos, mostraba los colmillos y un rezongo salvaje brotaba de su garganta.

Laduni estaba desconcertado. Había actuado para proteger a los visitantes, pero éstos se comportaban como si la intención de Laduni hubiese sido herirlos. Dirigió a Jondalar una mirada interrogadora.

–Por favor, deja esa lanza, Laduni –insistió Jondalar–. El lobo es nuestro compañero, lo mismo que lo son los caballos. Nos salvó la vida. Te prometo que no hará ningún mal a nadie mientras nadie le amenace o amenace a la mujer. Sé que esto debe parecerte extraño, pero, si me das una oportunidad, te lo explicaré.

Laduni bajó lentamente la lanza y miró cautelosamente al corpulento lobo. Una vez eliminada la amenaza, Ayla calmó al animal; después se irguió y caminó hacia Jondalar y Laduni, ordenando a Lobo que se mantuviese cerca de ella.

–Por favor, disculpa a Lobo si se le erizó el pelo –dijo Ayla–. En realidad, simpatiza con la gente cuando la conoce, pero hemos tenido una experiencia desagradable con algunas personas, al este de aquí. Ahora se muestra más nervioso con los desconocidos y adopta una actitud más protectora.

Laduni advirtió que ella hablaba bastante bien el zelandoni, pero su extraño acento mostraba inmediatamente que era extranjera. También percibió... otra cosa..., no estaba seguro de qué. No era nada que él pudiera definir específicamente. Había visto antes muchas mujeres rubias, de ojos azules, pero el dibujo de sus pómulos, la forma de sus rasgos o su rostro, algo confería a esa joven un aspecto extraño. Fuera lo que fuese, no menoscababa en lo más mínimo el hecho de que era una mujer maravillosamente bella. En todo caso, agregaba un elemento misterioso.

Laduni miró a Jondalar y sonrió. Al recordar la última visita, no le sorprendió que el alto y apuesto zelandonii regresara de un largo viaje con una belleza exótica; pero nadie hubiera podido prever que también traería recuerdos vivos de sus aventuras, como caballos y un lobo. Ansiaba ardientemente escuchar los relatos que ellos le ofrecerían.

Jondalar había advertido la mirada de aprecio en los ojos de Laduni cuando vio a Ayla, y cuando el hombre sonrió, también Jondalar comenzó a tranquilizarse.

–Ésta es la persona que deseaba presentarte –dijo Jondalar–. Laduni, cazador de los losadunai, ésta es Ayla, del Campamento del León de los mamutoi, elegida por el León de la Caverna, protegida por el Oso de las Cavernas e hija del Hogar del Mamut.

Ayla había alzado las dos manos y mostrado las palmas, en un saludo que expresaba franqueza y amistad, cuando Jondalar comenzó la presentación formal.

–Te saludo, Laduni, Maestro Cazador de los losadunai –dijo Ayla.

Laduni se preguntó cómo era posible que Ayla supiese que él era el principal cazador de su pueblo. Jondalar no lo había dicho. Quizá se lo había explicado antes, pero ella había sido astuta al mencionarlo. Además, era natural que la mujer comprendiese ese tipo de cosas. Con tantos títulos y afiliaciones, debía ser una mujer de elevada jerarquía en su pueblo. Laduni pensó: «Yo podría haber adivinado que la mujer que él trajese tendría esa condición, pues tanto la madre de Jondalar como el hombre de su hogar han conocido las responsabilidades de la jefatura. El hijo tiene que ser fiel a la sangre de la madre y al espíritu del hombre».

Laduni aceptó las dos manos de Ayla.

–En nombre de Yuma, la Gran Madre Tierra, eres bienvenida, Ayla del Campamento del León de los mamutoi, elegida del León, protegida por el Gran Oso e hija del Hogar del Mamut –dijo Laduni.

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