Las llanuras del tránsito (32 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Pero el sol estival estaba alto, y la temperatura había aumentado; Ayla, tan pronto como descansó, cesó de temblar. Se puso de pie, buscando a Corredor, segura de que si ellos habían conseguido cruzar, el corcel también lo lograría. Silbó, imitando primero la llamada a Whinney, pues Corredor generalmente se aproximaba siempre que Ayla llamaba a su madre. Después emitió el silbido que empleaba Jondalar, y de pronto sintió el aguijón de la inquietud por el hombre. ¿Habría conseguido cruzar el río en aquel bote pequeño y endeble? Y si así fuera, ¿dónde estaba? Silbó de nuevo, con la esperanza de que el hombre la oyese y respondiera, pero, de todas formas, se sintió aliviada cuando el corcel pardo oscuro apareció galopando, con el cabestro puesto, y un corto pedazo de cuerda colgando de aquél.

–¡Corredor! –gritó Ayla–. Lo conseguiste. Sabía que lo lograrías.

Whinney le dio la bienvenida, y Lobo le saludó con entusiastas ladridos de cachorro, que finalmente se convirtieron en un aullido a todo pulmón. Corredor contestó con sonoros relinchos, y Ayla tuvo la certeza de que encerraban una respuesta de alivio por haber encontrado a sus amigos de siempre. Cuando llegó a su lado, Corredor tocó con su hocico el de Lobo y permaneció cerca de su madre, la cabeza sobre el cuello de la hembra, reconfortado después del terrible cruce del río.

Ayla se acercó a ellos y abrazó a Corredor, dándole palmadas y acariciándole antes de quitarle el cabestro. Corredor estaba tan acostumbrado al artefacto que no parecía molestarle, y tampoco le impedía pastar, pero Ayla consideró que la cuerda que colgaba del cabestro podía causar problemas, y sabía que a ella no le habría agradado usar constantemente algo por el estilo. Después, retiró el cabestro de Whinney y sujetó los dos arneses con el cordel que usaba para atar su propia túnica. Pensó en quitarse las prendas húmedas, pero creyó necesario darse prisa, y, por otra parte, estaban secándose sobre su cuerpo.

–Bien; hemos encontrado a Corredor. Ahora ha llegado el momento de buscar a Jondalar –dijo en voz alta. El lobo la miraba expectante y ella dirigió al animal sus comentarios–. ¡Lobo, busquemos a Jondalar! –Montó a Whinney e inició la marcha río abajo.

Después de muchos giros, revueltas y saltos, el pequeño bote redondo, recubierto de cuero, con la ayuda de Jondalar, seguía serenamente la corriente, esta vez con las tres pértigas detrás. Después, con el único remo y un considerable esfuerzo, Jondalar comenzó a impulsar la pequeña embarcación para atravesar el ancho río. Descubrió que las tres pértigas que flotaban detrás tendían a estabilizar el bote, impidiéndole que rotase y facilitando el control.

Mientras trataba de acercarse a la orilla que se deslizaba al costado del bote, lamentaba no haber saltado al río detrás de Ayla. Pero todo había sucedido con tanta rapidez... Antes de que él hubiera podido darse cuenta, ella estaba fuera del bote y la corriente veloz alejaba a Jondalar. Era inútil saltar al río cuando ya ella había desaparecido de su vista. Jondalar no podía volver a su lado nadando contra la corriente, porque en ese caso perderían el bote y cuanto éste contenía.

Trató de consolarse pensando que ella era una nadadora experta y resistente, mas su inquietud le indujo a redoblar los esfuerzos para cruzar el río. Cuando, al fin, llegó a la orilla opuesta, a bastante distancia del punto de partida, y sintió que el fondo del bote rozaba la playa pedregosa que avanzaba desde el interior de un recodo, lanzó un suspiro entrecortado. Después saltó al agua y arrastró a la orilla la pequeña embarcación con su pesada carga, y allí se desplomó, vencido por el agotamiento. Sin embargo, instantes después se incorporó y comenzó a remontar el curso del río en busca de Ayla.

Permaneció cerca del agua, y cuando llegó a un pequeño afluente que engrosaba el caudal del río, lo vadeó con toda facilidad. Pero al cabo de un rato, cuando llegó a otro río de proporciones más que respetables, vaciló. No era posible vadearlo, y si intentaba cruzarlo a nado tan cerca del curso principal de agua, la corriente le arrastraría. Tenía, por tanto, que remontar el curso del río menos caudaloso, hasta encontrar un lugar más apropiado para cruzarlo.

Ayla montó a Whinney y llegó al mismo río no mucho después; y también avanzó un trecho corriente arriba. Pero una decisión acerca de cruzarlo a caballo exigía otros planteamientos. No avanzó tanto, ni mucho menos, como Jondalar, antes de ordenar a su caballo que entrase en el agua.

Corredor y Lobo las siguieron, y después de nadar una corta distancia en medio del afluente, se encontraron en el lado opuesto. Ayla comenzó a descender hacia el río principal, pero, cuando volvió la cabeza, vio que Lobo avanzaba en dirección contraria.

–Vamos, Lobo; por aquí –llamó. Emitió un silbido impaciente, y después ordenó a Whinney que continuase. El lobo vaciló, trotó hacia ella y volvió a retroceder hasta que al fin la siguió. Cuando Ayla llegó al río principal, comenzó a descender su curso y obligó a la yegua a galopar.

El corazón de Ayla latió aceleradamente cuando le pareció ver un objeto redondo en una playa rocosa.

–¡Jondalar! ¡Jondalar! –gritó, y se acercó a toda velocidad. Descendió de un salto antes de que el caballo se hubiese detenido, y corrió hacia el bote. Examinó el interior y después recorrió la playa con la mirada. Parecía que todo estaba allí, incluso las tres pértigas, es decir, todo excepto Jondalar.

–Aquí está el bote, pero no veo a Jondalar –dijo en voz alta. Como si hubiera sido una respuesta, oyó el gruñido de Lobo–. ¿Por qué no puedo encontrar a Jondalar? ¿Dónde está? ¿El bote ha flotado solo hasta aquí? ¿Conseguiría cruzar?

De pronto, comprendió. Pensó que quizá estaría buscándola, aunque, si ella se había dirigido río abajo y él había marchado río arriba, ¿cómo era posible que no se hubieran visto?

–¡El río! –casi gritó. Otro gruñido de Lobo. De pronto, Ayla recordó la vacilación del lobo después de cruzar el afluente más importante–. ¡Lobo! –gritó.

El corpulento cuadrúpedo corrió hacia ella y brincó, apoyándole las patas delanteras en los hombros. Ella le aferró con las dos manos el espeso pelaje del cuello; miró el hocico largo y los ojos inteligentes, y en su memoria surgió la imagen del niño pequeño y débil que le recordaba tanto a su hijo. Cierta vez Rydag había ordenado a Lobo que la buscase, y él había atravesado grandes extensiones para encontrarla. Ayla sabía que Lobo podía hallar a Jondalar; solamente era necesario que comprendiese lo que ella deseaba.

–¡Lobo, busca a Jondalar! –dijo. El animal apoyó entonces las patas delanteras en el suelo y comenzó a olfatear alrededor del bote, hasta que finalmente tomó el camino por donde todos habían venido, es decir, remontando el curso del río.

Jondalar había entrado en el agua, que ahora le llegaba a la cintura y avanzaba con mucho cuidado a través del río más pequeño, cuando, de pronto, le pareció oír los lejanos trinos de un ave; era una especie de llamada, un sonido conocido que parecía denotar impaciencia. Se detuvo y cerró los ojos, tratando de situarlo, y después meneó la cabeza; ni siquiera estaba seguro de haberlo escuchado, así que continuó avanzando. Cuando llegó a la orilla opuesta y comenzó a caminar hacia el río principal, no podía dejar de pensar en el asunto. Finalmente, su preocupación por encontrar a Ayla dominó su mente, si bien el recuerdo del sonido le asaltaba de vez en cuando.

Había caminado bastante con las ropas húmedas, y estaba seguro de que Ayla también estaría mojada; pensó que quizá hubiera debido llevar la tienda, o por lo menos algo que les sirviese como refugio. Estaba haciéndose tarde y quién sabe lo que podría haberle sucedido a Ayla. Incluso podía estar herida. La idea le indujo a explorar más a fondo con la mirada el agua, la orilla y la vegetación próxima.

De pronto, oyó de nuevo la llamada del ave, esta vez más estridente y cercana, seguida por una especie de yip, yip, yip, y un momento después, el aullido profundo de un lobo y el sonido de los cascos del caballo. Se volvió y sus labios dibujaron una ancha sonrisa de bienvenida cuando vio al lobo que se acercaba seguido de cerca por Corredor; y lo que era mejor: allí estaba Ayla a lomos de Whinney.

Lobo se abalanzó sobre el hombre, apoyó las enormes patas delanteras sobre el pecho de Jondalar y trató de lamerle el mentón. El hombre alto le aferró el pelaje del cuello, como había visto hacer a Ayla, y después abrazó a la bestia cuadrúpeda. Finalmente, apartó a Lobo en el momento mismo en que Ayla llegaba a caballo, descendía de un salto y corría hacia él.

–¡Jondalar! ¡Jondalar! –dijo Ayla, mientras él la recibía en sus brazos.

–¡Ayla! ¡Oh, Ayla! –murmuró, apretándola contra su pecho.

El lobo pegó un brinco y lamió a los dos en la cara, y ninguno pensó en apartarlo.

El ancho río que habían cruzado Ayla y Jondalar, con los caballos y el lobo, desembocaba en el espejo interior de aguas salobres que los mamutoi llamaban Mar de Beran, exactamente al norte del enorme delta del Río de la Gran Madre. A medida que los viajeros se aproximaban a las numerosas desembocaduras en que terminaba el curso de agua, cuyo caudal había recorrido toda la amplitud del continente en una extensión de unos tres mil kilómetros, el declive del terreno se niveló.

Los grandiosos pastizales de esta región llana del sur sorprendieron a Ayla y Jondalar. Una abundante y nueva vegetación, anormal en un período tan tardío de la estación, recubría todo el paisaje abierto. La violenta tormenta, con su descarga de lluvias torrenciales, excepcional si se tenía en cuenta el momento en que se había producido y la gran extensión que había cubierto, era la causa de tanto verdor desacostumbrado que provocaba un renacimiento primaveral a las estepas; abundaban no sólo las hierbas, sino también las flores de infinidad de colores: lirios enanos de color púrpura y amarillo; peonías de muchos pétalos rojo oscuro, lirios de manchas rosadas, y arvejillas cuyos tonos abarcaban desde el amarillo y el anaranjado al rojo y el púrpura.

Una algarabía de estridentes silbidos y graznidos hizo que Ayla fijara su atención en las vociferantes aves negras y rosadas que planeaban y se zambullían, se separaban y reunían en grandes bandadas, produciendo una confusión de incesante actividad. La densa concentración de estorninos ruidosos, gregarios, de pelaje rosado, que se habían reunido cerca, provocaban el nerviosismo de la joven. Aunque se criaban en colonias, se alimentaban en bandadas y dormían juntos por la noche, ella no recordaba haber visto jamás tantos pájaros en un mismo lugar.

Vio que los cernícalos y otras aves también se congregaban. El ruido era cada vez más intenso, y se oía como fondo un zumbido estridente de ignotas posibilidades.

Entonces, Ayla divisó una ancha nube oscura, lo que resultaba extraño, pues, excepto aquella nube, el cielo estaba claro. Parecía que se acercaba, flotando en el viento. De pronto, la gran bandada de estorninos se agitó todavía más.

–Jondalar –dijo Ayla al hombre, que ya se había levantado–, mira esa nube tan extraña.

El hombre miró y se quedó inmóvil, con Ayla pegada a él. Mientras ambos miraban, la nube se agrandó visiblemente, o quizá se acercó más.

–No creo que sea una nube de lluvia –comentó Jondalar.

–Yo tampoco lo creo, pero entonces, ¿qué es? –dijo Ayla. Experimentaba el extraño deseo de buscar algún refugio–. ¿Crees que deberíamos montar la tienda y esperar a que pase eso?

–Prefiero continuar la marcha. Tal vez podamos alejarnos si nos damos prisa –concluyó Jondalar.

Apremiaron a los caballos para que avanzasen con más rapidez a través del campo verde, pero tanto las aves como la extraña nube fueron más veloces. El ruido estridente cobró mayor intensidad y se impuso incluso a los estrepitosos estorninos. De pronto, Ayla sintió que algo le tocaba el brazo.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó, pero incluso antes de que terminase de pronunciar estas palabras, recibió otro golpe, y después otro. Algo cayó sobre Whinney y después saltó lejos, pero llegaron más. Cuando ella miró a Jondalar, que cabalgaba delante, vio más cosas que volaban y saltaban. Una aterrizó exactamente frente a ellos, y un instante antes de que se alejase, Ayla la atrapó con la mano.

La alzó para examinarla más de cerca. Era un insecto, de una longitud aproximada a la del dedo medio, con el cuerpo grueso y las patas traseras largas. Parecía un saltamontes grande, pero no tenía el color verde oscuro que se fundía fácilmente con el paisaje, como los que ella había visto saltando en la hierba seca. El insecto llamaba la atención por sus rayas de intenso color negro, amarillo y anaranjado.

La lluvia era la causa de la diferencia. Durante la temporada normalmente seca, eran saltamontes, criaturas tímidas y solitarias, que soportaban a otros miembros de su especie sólo el tiempo necesario para aparearse; pero después de la intensa lluvia sobrevenía un cambio notable. Crecían hierbas nuevas y tiernas, y las hembras aprovechaban la abundancia de alimento para poner muchos más huevos, y era también mucho mayor el número de larvas que sobrevivían. A medida que aumentaba la población de saltamontes, sobrevenían cambios sorprendentes. Los saltamontes jóvenes lucían nuevos y llamativos colores, y comenzaban a buscar cada cual la compañía de los restantes. Ya no eran saltamontes; se habían convertido en langostas.

Poco después, nutridos grupos de langostas de vivos colores se unían a otros grupos, y cuando agotaban la provisión local de alimentos, los saltamontes remontaban el vuelo en grandes masas. Un enjambre de cinco mil millones no era cosa desusada, cubría fácilmente unos cien kilómetros cuadrados y devoraba ochenta mil toneladas de vegetación en una sola noche.

Cuando la vanguardia de la nube de langostas comenzó a descender para alimentarse con el nuevo pasto verde, Ayla y Jondalar se vieron cubiertos por los insectos que les envolvían, les golpeaban y rebotaban contra ellos y los caballos. No fue difícil inducir a Whinney y Corredor para que se lanzaran al galope; en realidad, habría sido casi imposible contenerlos. Mientras corrían a toda velocidad, apremiados por el diluvio de langostas, Ayla trató de encontrar a Lobo, pero el aire estaba ocupado por los insectos que volaban, saltaban y brincaban. Emitió el silbido más estridente que estaba a su alcance, con la esperanza de que él la oyera a pesar del ensordecedor zumbido.

Casi chocó contra un estornino de plumaje rosado cuando el ave se zambulló en el aire y atrapó una langosta exactamente frente a la cara de la joven. Entonces comprendió por qué las aves se habían reunido en cantidad tan elevada. Les atraía el inmenso suministro de alimentos, con sus colores vivos muy visibles. Pero los grandes contrastes que atraían a los pájaros también permitían a las langostas verse unas a otras cuando necesitaban volar en busca de nuevos territorios en los cuales alimentarse; incluso las grandes bandadas de pájaros contribuían poco a reducir los enjambres de langostas mientras la vegetación fuera tan abundante que pudiese alimentar a las nuevas generaciones. Sólo cuando cesaban las lluvias y los pastizales retornaban a su condición normal de agostamiento, que podía alimentar sólo a un reducido número, las langostas volverían a ser saltamontes inocuos y perfectamente camuflados.

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