Las llanuras del tránsito (30 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Durante los próximos días, mientras la carne se secaba, ambos estuvieron muy atareados. Completaron el bote redondo y lo revistieron con la gelatina que Jondalar preparó hirviendo los cascos, los huesos y los pedazos de pellejo. Mientras el revestimiento se secaba, Ayla confeccionó canastos para la carne que dejarían como regalo a los habitantes del campamento, para cocinar y reemplazar los que ella había perdido, y para recolectar; y parte de todo eso se proponía dejarlo allí. Recogió todos los días plantas y hierbas medicinales y secó algunas para llevarlas consigo.

Jondalar la acompañó un día, buscando algo que le permitiese fabricar remos para el bote. Poco después de salir, tuvo una agradable sorpresa al descubrir el cráneo de un ciervo que había muerto antes de que la gran cornamenta chata se desprendiese; ahora tenía dos cuernos del mismo tamaño. Aunque era temprano, permaneció con Ayla el resto de la mañana. Jondalar estaba aprendiendo a identificar ciertos alimentos, y mientras lo hacía, empezaba a comprender que en realidad Ayla sabía mucho. El conocimiento que la joven tenía de las plantas y su memoria de las distintas aplicaciones era increíble. Cuando regresaron al campamento, Jondalar recortó las puntas de las anchas cornamentas, uniéndolas acto seguido a estacas sólidas y más bien cortas, de modo que se convirtieron en remos perfectamente útiles.

Al día siguiente decidió utilizar el artefacto para moldear la madera que había preparado para doblar la empleada en el armazón del bote; ahora lo empleó para enderezar los vástagos de las lanzas nuevas. Dar forma y alisar esos vástagos le llevó casi la totalidad de los dos o tres días siguientes, y eso a pesar de las herramientas especiales de que disponía, las cuales transportaba en un rollo de cuero atado con dos cuerdas. Pero mientras trabajaba, cada vez que pasaba por el lateral de la morada, donde la había arrojado, Jondalar miraba el asta rota de la lanza que había traído del valle y sentía una oleada de irritación. Le avergonzaba no haber podido rescatar aquel mango recto, sino tan sólo fabricar con él una lanza corta y desequilibrada. Cada una de las lanzas en las que estaba trabajando con tanta intensidad podía quebrarse con la misma facilidad.

Cuando llegó a la conclusión de que las lanzas surcarían bien el aire, empleó otro instrumento, una estrecha hoja de afilado pedernal con una punta parecida a un cincel, unida a un mango de cuerno de ciervo, para practicar una muesca profunda en los extremos más gruesos de los vástagos. Después, con los nódulos de pedernal preparados previamente que llevaba consigo, Jondalar talló nuevas hojas y las unió a los vástagos de las lanzas con la espesa gelatina preparada para revestir el bote y con tendones frescos. El resistente tendón se encogió al secarse y así formó una atadura fuerte y sólida. Jondalar terminó fijando varios pares de plumas largas, halladas cerca del río, y que provenían de las numerosas águilas de cola blanca, los halcones y los milanos negros que vivían en la región alimentándose de la abundante población de ardillas y otros pequeños roedores.

Habían preparado un blanco: una gruesa colchoneta rellena de hierba, destrozada e inutilizada por el tejón. Cubierto con parches de piel del uro, absorbía la fuerza de una lanza sin perjuicio para el arma. Jondalar y Ayla practicaban todos los días. Ayla lo hacía para conservar su precisión, pero Jondalar estaba experimentando con diferentes longitudes de los vástagos y los tamaños de las puntas, con el fin de comprobar cuál era más eficaz con el lanzador.

Una vez terminadas y secas las nuevas lanzas, las llevaron adonde estaba la diana para probarlas con el lanzador y elegir las que cada uno prefería. Aunque ambos eran muy aficionados a aquel tipo de arma de caza, algunos de los lanzamientos erraban mucho el blanco y pasaban por un lateral del objetivo acolchado; generalmente aterrizaban sin causar el menor daño. Pero cuando Jondalar arrojó una lanza recién terminada con un poderoso impulso, y no sólo erró el blanco, sino que alcanzó un ancho hueso de mamut utilizado como asiento al aire libre, se estremeció. Oyó un crujido cuando la lanza se curvó y rebotó. El vástago de madera se había astillado en un punto débil, más o menos a treinta centímetros de la punta.

Cuando se acercó para examinar el arma, vio que la quebradiza punta de pedernal también se había roto en un borde; se había desprendido un trozo dejando una muesca en el resto; no valía la pena recogerla. Jondalar estaba furioso consigo mismo, porque había estropeado una lanza que le había costado tanto tiempo y esfuerzo, antes de usarla para algo provechoso. En un súbito impulso de cólera, apoyó la lanza sobre su rodilla, la partió en dos y después arrojó lejos los restos.

Cuando volvió la mirada, vio que Ayla le observaba y se apartó rojo de vergüenza por su estallido de furia. Luego dio unos pasos, se inclinó y recogió los pedazos rotos, deseoso de eliminarlos discretamente. Cuando volvió a mirar, Ayla se preparaba para arrojar otra lanza como si no hubiese visto nada. Jondalar se acercó a la morada y dejó caer la lanza rota cerca del vástago que se había quebrado durante la cacería; después de contemplar los pedazos, se dijo que era un estúpido. Era ridículo enojarse tanto por la pérdida de una lanza.

No obstante, no pudo por menos de pensar que fabricarla suponía mucho trabajo y clavó los ojos en el largo vástago con el extremo roto, así como en la sección de la otra lanza con la punta de pedernal rota aún adherida. Desde luego era una lástima que no fuera posible unir esos pedazos para formar por lo menos una lanza.

Mientras los miraba, comenzó a preguntarse si tal vez no sería posible hacer algo; recogió de nuevo ambos fragmentos, examinando con cuidado los extremos rotos. Los unió, y durante un instante, los extremos astillados se mantuvieron unidos, aunque después volvieron a separarse. Al examinar la totalidad del largo eje, observó la muesca que él había tallado al final del mango para insertarla en la depresión del lanzador, y a continuación miró de nuevo el extremo roto.

Pensó que si tallaba una muesca más profunda en aquel extremo y afilaba el extremo de aquel pedazo con el pedernal roto hasta adelgazarlo, y los unía, tal vez podrían mantenerse juntos. Muy excitado, entró en la morada y cogió su envoltorio de cuero. Una vez en el exterior, se sentó en el suelo y lo desenrolló, desplazando la diversidad de herramientas de pedernal cuidadosamente fabricadas, y eligió la que servía como cincel. La depositó a su lado, examinó el vástago roto, desenfundó el cuchillo de pedernal y comenzó a cortar las astillas y suavizar el extremo.

Ayla había cesado de practicar con su lanzador y lo depositó con sus lanzas en el contenedor que había adaptado para cargarlo al hombro, tal como hacía Jondalar. Regresaba a la vivienda, con algunas plantas que había arrancado, cuando Jondalar se acercó a ella con una gran sonrisa.

–¡Mira, Ayla! –exclamó, sosteniendo en alto la lanza. El fragmento con la punta rota todavía adherido estaba unido al extremo superior del largo vástago–. Lo he arreglado. ¡Ahora veremos si funciona!

Ella le acompañó hasta el blanco y le observó mientras colocaba la lanza en el lanzador; retrocedía y apuntaba, para después arrojar la lanza con fuerte impulso. El largo proyectil dio en el blanco y rebotó. Pero cuando Jondalar fue a ver lo que había pasado, descubrió que la punta rota unida al pequeño vástago ahusado estaba empotrada firmemente en el blanco. Con el impacto, el largo vástago se había soltado y rebotado, pero cuando Jondalar fue a inspeccionarlo, comprobó que no había sufrido ningún daño. La lanza compuesta de dos elementos había funcionado.

–¡Ayla! ¿Comprendes lo que eso significa? –Jondalar casi gritaba de tan excitado como se sentía.

–No estoy muy segura –dijo ella.

–Mira, la punta dio en el blanco, y después se ha separado del vástago sin romperse. Eso significa que la próxima vez sólo necesitaré una punta nueva y la añadiré a un vástago corto como éste. No necesito fabricar un vástago largo completamente nuevo. Puedo preparar dos puntas como ésta, en realidad varias, y sólo necesitaré unos pocos vástagos largos. Podemos llevar un número mucho mayor de vástagos cortos con puntas que de lanzas largas, y si perdemos algún vástago, no será tan difícil reemplazarlo. Mira, prueba –dijo, mientras aflojaba la punta rota clavada en el blanco.

Ayla miró a Jondalar.

–No soy muy buena fabricando el vástago de una lanza larga, y mis puntas no son tan hermosas como las tuyas –aseguró Ayla mirándole–; pero creo que incluso yo podría elaborar una de éstas.

Estaba tan entusiasmada como Jondalar.

La víspera del día en que se proponían partir pasaron revista a todo lo que habían hecho para reparar los estragos causados por el tejón; colocaron la piel del animal de un modo que, a su entender, demostraría claramente cuál había sido la causa del desastre, y alinearon sus regalos. Colgaron el canasto que contenía la carne de un bastidor de huesos de mamut para dificultar que fuese robada por otro animal merodeador. Ayla agrupó otros canastos y colgó también varios manojos de hierbas medicinales secas y plantas alimenticias, sobre todo de las que eran utilizadas habitualmente por los mamutoi. Jondalar dejó al propietario de la morada una lanza especialmente bien trabajada.

También pusieron el cráneo parcialmente seco del uro hembra, con sus enormes cuernos, encima de un poste que estaba frente a la vivienda, con el fin de que tampoco en este caso los depredadores pudiesen apoderarse del trofeo. Los cuernos y otras partes óseas del cráneo eran igualmente útiles, lo que, además, era una forma de explicar la clase de carne que habían dejado en el canasto.

El joven lobo y los caballos parecían percibir un cambio inminente. Lobo brincaba de aquí para allí, desbordante de entusiasmo y energía. Los caballos estaban inquietos; Corredor hacía honor a su nombre, e iniciaba carreras cortas y veloces, mientras Whinney se mantenía cerca del campamento, sin perder de vista a Ayla, y relinchaba cuando ésta la miraba.

Antes de acostarse, lo guardaron todo excepto las pieles de dormir y los elementos esenciales para el desayuno, incluida la tienda seca, aunque era más difícil plegarla y meterla en el canasto. Los cueros habían sido ahumados antes de convertir las pieles en una tienda, por lo que incluso después de una buena mojadura se mantendrían bastante flexibles; pero el refugio portátil todavía estaba un tanto rígido y sólo recobraría la flexibilidad con el uso.

La última noche, en la comodidad de la morada que los acogía, Ayla observaba la luz parpadeante del fuego moribundo que jugueteaba sobre las paredes del sólido refugio y sentía que sus emociones se agitaban en su mente con un movimiento análogo de luces y sombras. Ansiaba reanudar la marcha, pero lamentaba dejar un lugar que, en el breve tiempo que habían estado allí, había llegado a ser como un hogar, aunque aparte de ellos no hubiera otras personas. Durante los últimos días se había sorprendido ella misma elevando los ojos hacia la cima de la pendiente, con la esperanza de que el regreso de la gente que vivía en el campamento se produjera antes de que ella y Jondalar tuvieran que irse.

Aunque aún deseaba que llegaran de improviso, había renunciado a que se cumpliera su esperanza, confiada en la posibilidad de llegar al Río de la Gran Madre y tal vez de cruzarse con alguien a lo largo de su curso. Amaba a Jondalar, pero sentía la ausencia de otras personas, de las mujeres y los niños, y de los ancianos, de las risas y las charlas, de los momentos compartidos con otros seres de su especie. Pero no deseaba pensar mucho más allá del día siguiente, o del próximo campamento con gente. No deseaba pensar en el pueblo de Jondalar, o en lo mucho que aún tendrían que viajar antes de llegar al hogar del hombre, y tampoco deseaba pensar en cómo tendrían que cruzar aquel río ancho y rápido, contando tan sólo con un pequeño bote redondo.

Jondalar también estaba despierto, inquieto a causa del viaje. Ansiaba volver a ponerse en camino, aunque en realidad estaba convencido de que su estancia en aquel lugar había sido muy provechosa. La tienda se había secado; se habían reabastecido de carne y reemplazado los elementos necesarios, perdidos o dañados; además, le entusiasmaban las posibilidades de la lanza de dos piezas. Se alegraba de tener el bote redondo, pero incluso así le preocupaba cómo cruzar el río. Era un curso muy grande, ancho y rápido. Probablemente no estaban muy lejos del mar, y no era probable que el curso de agua se estrechase. Muchas cosas podían suceder. Se alegraría de alcanzar la orilla opuesta.

Capítulo 10

Ayla despertó con frecuencia durante la noche y tenía los ojos abiertos cuando las primeras luces del alba se filtraron por el respiradero y enviaron sus débiles rayos a los recovecos sombríos, para dispersar las sombras y destacar las formas ocultas hasta entonces por la oscuridad. Cuando la noche oscura se convirtió en una penumbrosa media luz, ella estaba completamente despierta y ya no pudo volverse a dormir.

Se apartó en silencio de la tibieza de Jondalar y salió al aire libre. El frío nocturno le mordió la piel desnuda, y con su frígida sugerencia de las macizas capas de hielo del norte, le puso la carne de gallina. Mirando a través del brumoso valle fluvial, vio las formaciones imprecisas de la extensión todavía oscura del lado opuesto, recortadas contra el cielo resplandeciente. Sintió entonces el deseo de encontrarse ya allí.

Un pelaje áspero y tibio le rozó la pierna. Distraídamente, Ayla le dio unas palmaditas en la cabeza y rascó la pelambre del lobo que había aparecido junto a ella. El animal olió el aire, y al descubrir algo que le interesaba, descendió a la carrera la pendiente. Ayla buscó con la mirada a los caballos y vio el pelaje amarillento de la yegua que pastaba en uno de los retazos alfombrados que había en las inmediaciones del agua. El caballo de color pardo oscuro no era visible, pero ella tenía la plena seguridad de que estaba cerca.

Temblando de frío, caminó por la hierba húmeda en dirección al arroyuelo, y se dio cuenta de que el sol salía por el este. Contempló el cielo al oeste, con sus matices que iban del gris luminoso al azul pastel, con una diseminación de nubes rosadas que reflejaban el resplandor del sol matutino oculto detrás de la cresta de la vertiente.

Ayla se sintió tentada de remontar la ladera y ver el sol naciente, pero la detuvo una línea de brillo deslumbrante que provenía de la dirección opuesta. Aunque las pendientes cortadas por barrancos allende el río todavía estaban envueltas en una penumbra grisácea, hacia el oeste, las montañas, bañadas en la luz clara del sol del nuevo día, se destacaban con vívido relieve, grabadas con tan perfecto detalle que daba la impresión de que podía extender la mano y tocarlas. Coronando la cadena meridional de escasa altura, una tiara resplandeciente chispeaba en las cumbres heladas. Ayla observó maravillada el dibujo que cambiaba lentamente, absorta en la magnificencia de lo que podía denominarse el reverso del amanecer.

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