Las llanuras del tránsito (28 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Ayla desplazó el peso de su cuerpo y Whinney cambió en el acto de dirección. La yegua estaba acostumbrada a los cambios rápidos. Ayla había cazado antes a caballo, aunque generalmente había perseguido animales pequeños a los que derribaba con su honda. Jondalar tenía mayores dificultades. La rienda no transmitía las órdenes con tanta rapidez como la variación del peso del cuerpo, y el hombre y su joven corcel tenían mucha menor experiencia en cacerías conjuntas; pero tras alguna vacilación inicial, ya estaban persiguiendo también al uro de manchas blancas.

La hembra enfilaba veloz hacia el bosquecillo y los espesos matorrales que crecían al frente. Si llegaba allí, sería difícil seguirla, y era muy posible que escapase. Ayla montada en Whinney, y detrás, Jondalar y Corredor estaban acortando la distancia, pero todos los animales herbívoros dependían de la velocidad para escapar de los depredadores, y los bovinos salvajes solían ser casi tan veloces como los caballos cuando se veían acosados.

Jondalar animó a Corredor y el caballo respondió con un supremo esfuerzo. Tratando de estabilizar su lanza para dirigirla contra el animal que huía, Jondalar alcanzó a Ayla, y después se adelantó, pero la yegua, obediente a una señal sutil de la mujer, mantuvo el mismo ritmo. Ayla tenía también preparada su lanza, pero incluso al galope ella cabalgaba con una gracia desenvuelta y natural que era el resultado de la práctica y de su entrenamiento inicial de los caballos, que había sido espontáneo. Ayla sentía que muchas de las señales que transmitía al caballo eran más una prolongación de su pensamiento que una orden propiamente dicha. Le bastaba pensar cómo y dónde deseaba que fuese la yegua, y Whinney obedecía. Se comprendían tan íntimamente, que Ayla apenas advertía que los sutiles movimientos de su cuerpo habían acompañado al pensamiento, que transmitía una señal al animal sensible e inteligente.

Cuando Ayla estaba preparando su lanza, de pronto Lobo apareció corriendo al costado de la hembra que huía. El uro prestó atención al depredador más conocido y se desvió hacia un lado, aminorando la carrera. Lobo saltó sobre el enorme uro, y la gran hembra manchada se volvió para rechazar con sus largos y afilados cuernos al cuadrúpedo depredador. El lobo cayó, volvió a incorporarse y, tratando de encontrar un lugar vulnerable, se aferró al hocico blando y espeso con los dientes afilados de sus fuertes mandíbulas. La enorme hembra mugió, alzó la cabeza, levantó del suelo a Lobo y lo sacudió, en un esfuerzo por librarse de la causa de su sufrimiento. Bailoteando como un saco de piel, el aguerrido y joven animal se mantuvo aferrado.

Jondalar había advertido enseguida el cambio de velocidad y estaba preparado para aprovecharlo. Corrió al galope hacia los animales, y así, desde cerca, arrojó con tremenda fuerza su lanza. La afilada punta de hueso penetró en el costado del uro y se deslizó entre las costillas para alcanzar órganos internos vitales. Ayla estaba detrás de Jondalar y su lanza encontró el blanco un momento después, entrando en un ángulo que estaba detrás de las costillas, en el lado opuesto, y penetró profundamente. Lobo continuó aferrado al hocico de la hembra hasta que ésta cayó al suelo. Con el peso del corpulento lobo arrastrándola, se desplomó de costado, quebrando la lanza de Jondalar.

–Pero nos ayudó –dijo Ayla–. Detuvo a la hembra antes de que llegase a los árboles.

El hombre y la mujer se esforzaron por mover al enorme uro, con el propósito de dejar al descubierto el costado; hacían lo posible por evitar la sangre espesa que se había acumulado bajo el corte profundo que Jondalar había practicado en el cuello del animal.

–Si no hubiese empezado a perseguirla en ese momento, nuestra hembra probablemente no habría echado a correr hasta que hubiéramos estado casi encima de ella. Habría sido una presa fácil –se quejó Jondalar. Recogió el asta de su lanza rota y luego la arrojó de nuevo, pensando que habría podido conservarla si Lobo no hubiese derribado a la hembra sobre el arma. Se necesitaba mucho trabajo para obtener una buena lanza.

–No puedes estar seguro de eso. Nuestra hembra nos esquivó con mucha rapidez, y además era buena corredora.

–Todos esos uros apenas nos miraron, hasta que apareció Lobo. Traté de decirte que le llamases, pero no quería gritar y asustarlos.

–No sabía lo que deseabas. ¿Por qué no me lo dijiste con los signos del clan? Estuve preguntándote, pero no me prestaste atención –dijo Ayla.

«¿Los signos del clan?», pensó Jondalar. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que ella estuviera usando la lengua del clan. Podía ser un modo eficaz de emitir señales. Después, meneó la cabeza.

–Dudo que eso hubiera servido de mucho –dijo–. Lobo probablemente no se habría detenido aunque intentaras llamarle.

–Tal vez no; pero creo que Lobo podría aprender a ayudarnos. Ya me ayuda a espantar animales pequeños. Bebé aprendió a cazar conmigo. Y era un buen compañero de cacería. Si un león de las cavernas puede aprender a cazar con la gente, Lobo también podría –sentenció Ayla, adoptando una actitud protectora respecto al animal. Después de todo, habían abatido al uro y Lobo había colaborado.

Jondalar pensó que la opinión de Ayla acerca de las habilidades que un lobo podía asimilar no se ajustaba a la realidad, pero no tenía sentido discutir con ella. Trataba al animal como si fuera un niño, como en efecto lo era, y la discusión sólo conseguiría que lo defendiese aún más.

–Bien; será mejor que destripemos a esta hembra antes de que empiece a hincharse. Y habrá que desollarla aquí mismo y descuartizarla para poder llevar la carne al campamento –dijo Jondalar, y entonces advirtió que había otro problema–. ¿Qué vamos a hacer con el lobo?

–¿Qué sucede con Lobo? –preguntó Ayla.

–Si despedazamos al uro y llevamos una parte al campamento, él podrá comerse la carne que dejamos aquí –manifestó el hombre, cada vez más irritado–, y cuando regresemos para buscar más carne, él podrá hacer lo mismo con la que dejemos en el campamento. Uno de nosotros tendrá que permanecer aquí para vigilar, y el otro tendrá que estar allí. En ese caso, ¿cómo trasladamos la carne? Tendremos que armar aquí la tienda para secar la carne, en lugar de utilizar la morada del campamento, ¡y todo por culpa de Lobo!

Estaba exasperado por los problemas que, según él, provocaba el lobo y no pensaba con claridad.

Su actitud irritó a Ayla. Quizá Lobo se echara sobre la carne si ella no estaba, pero no se acercaría mientras Ayla le acompañase. Se ocuparía de que Lobo permaneciese con ella. No era un problema tan grave. ¿Por qué Jondalar se encarnizaba con Lobo? Se disponía a replicarle, pero cambió de idea y silbó para llamar a Whinney. Con un movimiento ágil, montó y después se volvió hacia Jondalar.

–No te preocupes. Yo llevaré el uro hasta el campamento –dijo mientras se alejaba y ordenaba a Lobo que la acompañase.

Fue hasta la vivienda, descendió de un salto y entró deprisa. De momento salió con un hacha de piedra de mango corto, que Jondalar le había fabricado. Volvió a montar y exhortó a Whinney a que se dirigiera hacia el bosque de hayas.

Jondalar la vio llegar y acercarse al bosque después de desmontar, y se preguntó qué pensaría hacer. El había comenzado a cortar el vientre para retirar los intestinos y el estómago de la hembra, pero, mientras trabajaba, era presa de sentimientos contradictorios. Pensaba que su inquietud con respecto al joven lobo era lógica, pero lamentaba haber hablado del asunto con Ayla. Sabía lo que ella sentía por el animal. Las quejas de Jondalar no cambiarían nada, y él tenía que reconocer que las enseñanzas de Ayla habían logrado mucho más de lo que él hubiera creído posible.

Cuando oyó que ella estaba cortando madera, de pronto comprendió lo que se proponía hacer, y se encaminó hacia el bosque. Vio a Ayla ocupada en asestar fieros hachazos a una alta y erguida haya que crecía en el centro del bosquecillo. La joven descargaba su cólera a medida que trabajaba.

Se decía que Lobo no era tan malo como creía Jondalar. Era posible que hubiera asustado a los uros, pero después les ayudó. Hizo una pausa momentánea, para cobrar aliento, y frunció el ceño. Si no hubieran atrapado al uro, ¿significaría eso que no eran bienvenidos? ¿Que el espíritu de la Madre no deseaba que permaneciesen en el campamento? Si Lobo hubiese echado a perder la caza, ahora ella no estaría pensando en el modo de trasladar los restos, sino alejándose de allí. Pero si estaban destinados a permanecer en aquel sitio, él no podría haber estropeado la caza, ¿verdad? Volvió a su tarea de golpear el árbol con el hacha. La cosa era excesivamente complicada. Habían capturado a la hembra manchada, incluso con la interferencia –y la ayudade Lobo, de modo que era justo usar la vivienda. Quizá, pensó, después de todo les había guiado hacia aquel lugar.

De pronto apareció Jondalar, quien trató de quitarle el hacha.

–¿Por qué no buscas otro árbol y me permites que termine yo con éste? –inquirió.

Aunque ya no estaba tan irritada, Ayla rechazó la ayuda que él le ofrecía.

–Ya te he dicho que llevaría este animal al campamento. Puedo hacerlo sin tu ayuda.

–Sé que puedes, del mismo modo que me llevaste a tu caverna en el valle. Pero si trabajamos los dos, conseguiremos con mayor rapidez tus estacas nuevas –dijo Jondalar, y después agregó–: Y sí, debo reconocer que tienes razón. Lobo nos ayudó.

Ella se detuvo en mitad de un hachazo y le miró. El entrecejo fruncido de Jondalar revelaba su sincera preocupación y sus expresivos ojos azules reflejaban una mezcla de sentimientos. Aunque ella no entendía las prevenciones de Jondalar acerca de Lobo, el intenso amor que él sentía por Ayla también se manifestaba en sus ojos. Ella se sintió atraída por esos ojos, por el magnetismo masculino de su proximidad, por la fascinación que él mismo no advertía del todo o cuya intensidad desconocía, y sintió que su resistencia se iba desvaneciendo.

–Bueno; tú también tienes razón –dijo Ayla, sintiéndose un tanto contrita–. Él asustó a los animales antes de que estuviéramos preparados, y habría echado a perder la cacería.

La tensión desapareció del rostro de Jondalar y sonrió aliviado.

–De modo que ambos tenemos razón –dijo. Ayla le sonrió; un instante después se abrazaban y la boca de Jondalar encontró la de Ayla. Se mantuvieron unidos, aliviados porque la discusión había terminado y deseosos de acortar con la proximidad física la distancia que los separaba.

Cuando dejaron de expresar su sentimiento de ferviente alivio, pero todavía abrazados, Ayla dijo:

–Sí, creo que Lobo podría ayudarnos a cazar. Solamente tenemos que enseñarle.

–No lo sé; quizá. De todas formas, puesto que viaja con nosotros, creo que deberías enseñarle todo lo que pueda aprender. A lo mejor consigues enseñarle a que no interfiera cuando estemos cazando –dijo Jondalar.

–Tú también deberías ayudar; de ese modo prestará atención a los dos.

–Dudo que me preste atención –repuso Jondalar, aunque al ver que ella se preparaba a discrepar, agregó–: Pero si lo deseas, lo intentaré. –Tomó el hacha de piedra de las manos de Ayla y decidió exponer una idea que ella misma había formulado–. Dijiste algo del uso de los signos del clan cuando no queramos gritar. Eso podría ser útil.

Ayla sonreía mientras se alejaba en busca de otro árbol de la forma y el tamaño apropiados.

Jondalar examinó el árbol en el que ella había estado trabajando para comprobar cuántos golpes más necesitaba para cortarlo. Era difícil talar un árbol duro con un hacha de piedra. El quebradizo pedernal de la cabeza del hacha era bastante grueso, pero para impedir que se quebrase fácilmente con el golpe, había que manejarla con tiento y los hachazos no podían ser muy profundos. El árbol, pues, parecía mordisqueado más que astillado. Ayla escuchó el ruido rítmico de la piedra que cortaba la madera, sin dejar por ello de examinar con atención los árboles del bosquecillo. Cuando descubrió uno apropiado, marcó la corteza y buscó después un tercero.

Una vez cortados los árboles necesarios, los transportaron hasta el claro y utilizaron cuchillos y el hacha para despojarlos de las ramas, alineándolos luego en el suelo. Ayla calculó el tamaño y marcó los troncos; después los cortaron todos de modo que tuviesen la misma longitud. Mientras Jondalar retiraba los órganos internos del uro, ella regresó a la vivienda en busca de cuerdas y un artefacto que había confeccionado con tiras de cuero y correas anudadas y entretejidas. Cogió también una de las esteras rotas, y a continuación llamó a Whinney y le ajustó el arnés especial.

Utilizó dos de las largas estacas –la tercera era necesaria únicamente en el trípode que usaban para mantener el alimento fuera del alcance de los depredadores que siempre merodeaban– para unir los extremos más estrechos al arnés que había aplicado a la yegua, y los pasó sobre la cruz. Los extremos más pesados arrastraban por el suelo, uno a cada lado de la yegua. Aseguraron con varias cuerdas la estera de hierba sobre las pértigas bien separadas de las angarillas, cerca del suelo, y añadieron más cuerdas para atar y sujetar al uro lo mejor posible.

Al contemplar las proporciones de la enorme hembra, Ayla comenzó a preguntarse si no sería un peso excesivo para el fuerte caballo de la estepa. El hombre y la mujer se esforzaron para depositar el uro sobre las angarillas. La estera representaba tan sólo un soporte mínimo; por eso ataron al animal directamente a las pértigas, de modo que no arrastrara por el suelo. Después de los esfuerzos realizados, Ayla se sintió incluso más preocupada que antes por la posibilidad de que la carga fuese excesiva para Whinney, y casi cambió de idea. Jondalar ya había retirado el estómago, los intestinos y otros órganos; tal vez debieran desollarlo allí mismo y cortarlo en trozos que pudieran manipularse mejor. Ayla no sentía ya la necesidad de demostrar a Jondalar que podía llevar sola la presa al campamento, pero como el animal ya estaba colocado sobre las angarillas, decidió que Whinney lo intentase.

Si Ayla se sorprendió cuando el caballo comenzó a tirar de la pesada carga sobre el suelo irregular, el asombro de Jondalar fue todavía mayor. El uro era más grande y más pesado que Whinney, y exigía esfuerzo, pero como sólo arrastraba de dos puntos y la mayor parte del peso sostenido por las pértigas descansaba en el suelo, la carga era manejable. La pendiente fue más difícil, pero el robusto caballo de las estepas superó la prueba. Sobre el suelo desigual de una superficie natural, las angarillas eran con mucho el medio más eficaz para transportar cargas.

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