Las llanuras del tránsito (59 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–¡Ya estás aquí! Comenzábamos a preocuparnos –exclamó Tholie cuando vio a Ayla que descendía por el sendero–. Jondalar dijo que si no regresabas pronto, enviaría a Lobo a buscarte.

–Ayla, ¿por qué has tardado tanto? –dijo Jondalar, antes de que ella pudiese contestar–. Tholie nos dijo que retornarías enseguida.

Sin quererlo, había hablado en zelandoni, lo cual demostraba hasta dónde llegaba su inquietud.

–El sendero continuaba avanzando y decidí seguirlo un poco más. Después, encontré algunas plantas que necesitaba –explicó Ayla, mientras mostraba el material que había recolectado–. Esta región se parece mucho al lugar en que yo crecí. Desde que partí no había visto arbustos como éstos.

–¿Qué tienen de importante esas plantas para que tuvieses que recogerlas ahora? ¿Para qué es eso? –preguntó Jondalar, señalando el hilo dorado.

Ayla ya le conocía bastante bien y sabía que el tono irritado era consecuencia de su inquietud, pero la pregunta la sorprendió.

–Esto es... para las mordeduras... y las picaduras –dijo sonrojada y avergonzada. Sonaba como una mentira; aunque la respuesta era perfectamente sincera, no era completa.

Ayla había sido criada como una mujer del clan, y las mujeres del clan no podían negarse a responder a una pregunta directa, sobre todo cuando la formulaba un hombre; pero Iza había insistido muy enérgicamente en que nunca debía decir a nadie, y sobre todo a un hombre, cuál era el verdadero poder de los minúsculos hilos de oro. La propia Iza no habría podido resistirse al impulso de contestar francamente a la pregunta de Jondalar, pero jamás se había visto obligada a hacerlo. A ningún hombre del clan se le había ocurrido la posibilidad de interrogar a una hechicera acerca de sus plantas o sus prácticas. Iza había querido decir que Ayla nunca debía suministrar la información por propia iniciativa.

Era aceptable abstenerse de mencionar ciertas cosas, pero Ayla sabía que esa concesión se toleraba en mérito a la cortesía y para garantizar cierto grado de intimidad, y ahora ella había sobrepasado el límite. Estaba reteniendo información y lo hacía intencionadamente. Debía administrar la medicina, si creía que era conveniente, pero Iza le había dicho que podía ser peligrosa si la gente, y sobre todo los hombres, se enteraban de que ella conocía el modo de derrotar al más poderoso de los espíritus e impedir el embarazo. Era un saber secreto reservado únicamente a las hechiceras.

De pronto, Ayla tuvo una inspiración. Si ese brebaje podía impedir que Ella bendijese a una mujer, ¿cabía concebir que la medicina mágica de Iza fuera más fuerte que la Madre? ¿Cómo podía ser? Pero si ella había creado inicialmente todas las plantas, ¡tenía que haberlo hecho con un propósito! Seguramente su intención era que se la usara para ayudar a las mujeres cuando podía ser peligroso o difícil que se quedaran embarazadas. Pero, entonces, ¿por qué no era mayor la cantidad de mujeres que conocían el asunto? Tal vez lo conocían. Puesto que la planta crecía tan cerca, quizá esas mujeres sharamudoi estaban familiarizadas con su uso. Ayla podía preguntar, pero ¿hablarían? Y si no sabían, ¿cómo podía preguntar sin aclararles ese punto? Pero si la Madre destinaba la planta a las mujeres, ¿no era justo decírselo? En la mente de Ayla se acumulaban las preguntas, pero carecía de respuestas.

–¿Por qué necesitabas precisamente ahora recoger plantas para las mordeduras y las picaduras? –preguntó Jondalar, con una expresión inquieta en los ojos.

–No quise preocuparte –dijo Ayla, y después sonrió–; lo que pasa es que esta región se parece tanto a mi hogar, que deseaba explorarla.

De pronto, él también tuvo que sonreír.

–Y encontraste moras para el desayuno, ¿eh? Ahora sé lo que te llevó tanto tiempo. Jamás conocí a nadie a quien le gustasen tanto las moras.

Había advertido el desconcierto de Ayla, pero se sintió complacido cuando creyó que había descubierto por qué ella parecía tan renuente a explicar el motivo de la pequeña excursión.

–Bueno, sí, he cogido algunas. Tal vez podamos regresar después y recoger para todos. Ahora están maduras y son sabrosas. Y también hay otras cosas que deseo buscar.

–Ayla, tengo la sensación de que hallaremos todas las moras que podamos desear si estás cerca –dijo Jondalar, besándole la boca manchada de púrpura.

Él se sentía aliviado porque la había encontrado sana y salva y tan complacido consigo mismo al pensar que había descubierto la debilidad de la joven por las moras maduras, que ella se limitó a sonreír y permitió que él pensara lo que quisiera. En efecto, le gustaban las moras, pero la verdadera debilidad de Ayla estaba en Jondalar, y la joven sintió de pronto un amor tan abrumador y cálido hacia él que sólo deseaba estar a solas con él. Quería abrazarle y besarle, y complacerle, y sentir que él la complacía como siempre solía hacerlo. Los ojos de Ayla descubrieron sus sentimientos, y los de Jondalar, maravillosos y excepcionalmente azules, compensaron con creces esa pasión. Ella sintió una extraña resonancia interior y tuvo que apartarse para recuperar la serenidad.

–¿Cómo está Roshario? –dijo–. ¿Ya se ha despertado?

–Sí, y dice que tiene apetito. Carolio vino del muelle y está preparándonos algo, pero creímos que debíamos esperar hasta que volvieses, antes de que ella comiera.

–Iré a ver cómo está; después me gustaría tomar un baño –dijo Ayla.

Cuando se acercaba a la morada, Dolando apartó la cortina para salir y Lobo vino corriendo. Saltó sobre Ayla, le apoyó las patas en los hombros y le lamió el mentón.

–¡Lobo, abajo! Tengo las manos ocupadas –ordenó Ayla.

–Parece alegrarse de verte –dijo Dolando. Vaciló y después agregó–: Yo también, Ayla. Roshario te necesita.

Era hasta cierto punto un reconocimiento o por lo menos la admisión de que él no deseaba mantenerla apartada de su compañera, pese a todos los arrebatos de la víspera. Ayla ya había comprendido que ésa era la actitud de Dolando cuando le permitió entrar en su vivienda aun cuando no lo había expresado con palabras.

–¿Necesitas algo? ¿Puedo traerte algo? –preguntó el hombre. Vio que las manos de Ayla estaban ocupadas.

–Me gustaría secar estas plantas; necesitaría un bastidor –dijo ella–. Puedo fabricar uno, pero para eso necesito un poco de madera y cuerdas o tendones para atarlo.

–Yo puedo conseguir algo mejor. Shamud solía secar plantas para sus medicinas y creo que sé dónde están sus bastidores. ¿Quieres usar uno?

–Dolando, creo que sería perfecto –dijo Ayla. Él asintió y se fue, mientras la joven entraba. Sonrió cuando vio a Roshario sentada en su cama. Depositó en el suelo las plantas y se acercó a la mujer.

–No sabía que Lobo había regresado –dijo Ayla–. Espero que no te haya molestado.

–No. Estoy segura de que me cuidaba. Cuando miró la primera vez, sabe esquivar la cortina, regresó directamente aquí. Una vez que le hube acariciado, se instaló en ese rincón, siempre mirando hacia aquí. Como ves, ésta es ahora su vivienda –dijo Roshario.

–¿Has dormido bien? –preguntó Ayla a la mujer, mientras le arreglaba la cama y deslizaba almohadas y pieles tras la espalda, con el fin de que estuviese más cómoda.

–Mejor que nunca desde el día del accidente. Sobre todo después de que Dolando y yo mantuvimos una larga conversación –dijo. Miró a la mujer alta y rubia, la extranjera que Jondalar había traído consigo, que había conmocionado la vida de todos y desencadenado tantos cambios en tan poco tiempo–. Ayla, no pensó realmente lo que te dijo; lo que pasa es que está obsesionado. Ha vivido durante años lamentando la muerte de Doraldo; en realidad, nunca ha podido olvidarlo. Hasta anoche no conoció todas las circunstancias del caso. Ahora está tratando de superar años de odio y violencia frente a los que, según él estaba convencido, eran animales perversos, y hacia todo lo que se relacionaba con ellos, incluida tú misma.

–¿Y tú, Roshario? Era tu hijo –dijo Ayla.

–Yo también los odiaba, pero después murió la madre de Jetamio y nosotros la recogimos. No puedo decir que viniese a ocupar el lugar de Doraldo, pero estaba tan enferma y necesitaba tanta atención que yo no tuve tiempo para pensar mucho en la muerte de mi hijo. Poco a poco llegué a sentir que era mi propia hija y pude dejar en paz el recuerdo de Doraldo. Dolando también llegó a amar a Jetamio, pero los varones son especiales para los hombres, y sobre todo los varones nacidos de su propio hogar. No pudo superar la pérdida de Doraldo, precisamente en el momento en que el muchacho había alcanzado la virilidad y tenía una vida por delante. –Las lágrimas relucían en los ojos de Roshario–. Ahora, también Jetamio se fue. Casi me resistí a aceptar a Darvo, por temor a que él también muriese joven.

–Nunca es fácil perder a un hijo –dijo Ayla–, o a una hija.

Roshario creyó ver una expresión de dolor que cruzaba por la cara de la joven cuando se incorporó y se acercó al fuego para comenzar los preparativos. Cuando Ayla regresó, traía sus medicinas en los cuencos de madera. La mujer nunca había visto nada parecido. La mayor parte de las herramientas, los utensilios y los recipientes de su pueblo estaban decorados con tallas o pinturas, o con ambas cosas, sobre todo los de Shamud. Los cuencos de Ayla habían sido finamente fabricados, eran lisos y presentaban formas armoniosas, aunque carecían de ornato. No tenían ningún tipo de decoración, excepto el grano de la propia madera.

–¿Ahora sufres mucho? –preguntó Ayla, mientras ayudaba a Roshario a recostarse.

–Un poco, pero nada semejante a lo que he pasado hasta ahora –dijo la mujer, mientras la joven curadora comenzaba a retirar las vendas.

–Creo que la inflamación ha disminuido –indicó Ayla, después de examinar el brazo–. Te pondré de nuevo las tablillas y un cabestrillo, por si deseas levantarte un rato. Esta noche te pondré otra cataplasma. Cuando ya no haya inflamación, envolveré todo con corteza de haya; tendrás que conservarla hasta que suelde el hueso; por lo menos una luna y la mitad de otra –explicó Ayla, mientras, con movimientos diestros, retiraba el húmedo cuero de gamuza y observaba el hematoma que se había extendido y que era consecuencia de sus manipulaciones de la víspera.

–¿Corteza de haya? –preguntó Roshario.

–Cuando se la empapa en agua caliente, se ablanda y es fácil darle la forma que uno desea. Se torna rígida y dura al secarse y mantendrá inmóvil tu brazo hasta que el hueso se cure, incluso si te levantas y te mueves.

–¿Quieres decir que podré levantarme y hacer algo, en lugar de permanecer acostada? –preguntó Roshario, con una sonrisa complacida.

–Tendrás que emplear un solo brazo, pero nada impide que te sostengas sobre las dos piernas. El dolor era lo que te mantenía postrada.

Roshario asintió.

–Eso es cierto –dijo.

–Deseo que hagas una prueba antes de que te vende otra vez. Si puedes, quiero que muevas los dedos; quizá te duela un poco.

Ayla hizo lo posible para ocultar su preocupación. Si había una lesión interna que ahora impedía que Roshario moviese los dedos, podría ser un indicio de que recuperaría a lo sumo un uso limitado del brazo. Ambas observaban atentamente la mano, y las dos sonrieron aliviadas cuando ella movió hacia arriba el dedo medio y después los demás dedos.

–¡Excelente! –dijo Ayla–. Ahora, ¿puedes cerrar los dedos?

–¡Sí, y los siento! –dijo Roshario, mientras flexionaba los dedos.

–¿Te duele mucho si cierras el puño? –Ayla observaba mientras Roshario cerraba lentamente la mano.

–Duele, pero puedo hacerlo.

–Eso está muy bien. ¿Hasta dónde puedes mover la mano? ¿Puedes curvarla hacia la muñeca?

Roshario hizo una mueca a causa del esfuerzo y respiró entre dientes, pero dobló la mano hacia delante.

–Es suficiente –concluyó Ayla.

Ambas se volvieron para mirar cuando oyeron a Lobo que anunciaba la aparición de Jondalar con un ladrido que se asemejaba a una tos ronca, y sonrieron cuando él entró.

–He venido a ofrecerme para hacer algo. ¿Quieres que ayude a salir a Roshario? –preguntó Jondalar. Había mirado el brazo desnudo de Roshario; después apartó deprisa los ojos. El brazo hinchado y descolorido no le causó buena impresión.

–Ahora nada, pero en los próximos días necesitaré unas tiras anchas de corteza de haya fresca. Si ves un haya de buen tamaño, recuérdalo, y luego me enseñarás dónde está. Usaré la corteza para mantener rígido el brazo mientras se suelda –replicó Ayla, mientras envolvía la fractura con las tablillas.

–Ayla, no me has dicho para qué querías que moviera los dedos –dijo Roshario–. ¿Qué significa eso?

Ayla sonrió.

–Significa que, con suerte, es probable que recuperes completamente el uso de tu brazo, o estés muy cerca de lograrlo.

–Eso es una buena noticia –dijo Dolando. Había escuchado la contestación de Ayla cuando entró en la vivienda sosteniendo un extremo de un bastidor. Darvalo sostenía el otro extremo–. ¿Éste servirá?

–Sí, y gracias por traerlo aquí. Algunas plantas se secan lejos de la luz.

–Carolio dice que nuestro desayuno está listo –dijo el joven–. Desea saber si quieres comer fuera, porque el tiempo es muy hermoso.

–Bien, lo prefiero –contestó Roshario, y después se volvió hacia Ayla–, si tú estás de acuerdo.

–Te pondré el brazo en un cabestrillo, y después podrás salir, si Dolando te sostiene un poco –dijo Ayla. La sonrisa del jefe shamudoi fue especialmente amplia–. Y si nadie se opone, me gustaría nadar un poco antes de comer.

–¿Estás seguro de que esto es un bote? –preguntó Markeno, mientras ayudaba a Jondalar a trasladar la estructura redonda revestida de cuero contra la pared, a lo largo de las pértigas–. ¿Cómo guías este tazón?

–El control no es tan fácil como en uno de tus botes, pero se usa principalmente para cruzar los ríos y los remos son bastante eficaces para impulsarlo sobre el agua. Por supuesto, con los caballos sencillamente lo atamos a una estaca, y dejamos que ellos lo arrastren –explicó Jondalar.

Ambos miraron a través del campo, hacia el lugar en el que Ayla estaba frotando a Whinney, mientras Corredor permaneciera cerca. Jondalar había cepillado antes el pelaje del caballo, y había visto que los lugares pelados, en los que el pelo se había caído cuando atravesaban las llanuras calientes, comenzaban a recuperarse. Ayla había tratado los ojos de los dos animales. Ahora que estaban en terreno más alto y más fresco, lejos de los irritantes cínifes, la mejoría era evidente.

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