Las llanuras del tránsito (65 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era muy propio de Tholie decir exactamente lo que pensaba. Era una de las cosas que le gustaban a Jondalar de ella. Uno nunca necesitaba adivinar lo que quería decir realmente.

–No te enojes conmigo. Si pudiera quedarme, nada me agradaría más que unirme contigo. No sabes cuán orgulloso me sentí cuando nos manifestaste tus preferencias, o cuán difícil es para mí marcharme precisamente ahora; pero hay algo que me impulsa. Para ser sincero, ni siquiera estoy seguro de lo que es, pero, Tholie, tengo que irme.

La miró con sus sorprendentes ojos azules colmados de sincera pena, de preocupación y consideración.

–Jondalar, no debes decirme cosas tan hermosas y mirarme así. Consigues que desee aún más que te quedes aquí. Basta, abrázame –dijo Tholie.

Él se inclinó y rodeó con los brazos el cuerpo de la joven; sintió que ella temblaba a causa del esfuerzo por controlar las lágrimas. Tholie se apartó y miró a la mujer alta y rubia que estaba al lado de Jondalar.

–¡Oh, Ayla! No quiero que os vayáis –dijo con un enorme sollozo, mientras se abrazaba a su amiga.

–Yo no quiero marcharme, ojalá pudiésemos quedarnos aquí. No sé muy bien por qué es así, pero Jondalar tiene que irse y yo debo acompañarle –dijo Ayla llorando tan intensamente como Tholie. De pronto, la joven madre se apartó, alzó en brazos a Shamio y se volvió corriendo a los refugios.

Lobo partió tras ella.

–¡Aquí, Lobo! –ordenó Ayla.

–¡Lobito! ¡Quiero a mi Lobito! –gritó la niña, extendiendo las manos hacia el carnívoro peludo de cuatro patas.

Lobo gimió y miró a Ayla.

–Quédate, Lobo –dijo ella–. Nos vamos.

Capítulo 20

Ayla y Jondalar, de pie en un claro que dominaba el amplio panorama de la montaña, experimentaban un sentimiento de vacío y soledad mientras miraban a Dolando, Markeno, Carlono y Darvalo que regresaban por el sendero. El resto del nutrido grupo que había partido con ellos había ido desertando en grupos de dos y tres a lo largo del camino. Cuando los últimos cuatro hombres llegaron a un recodo del sendero, se volvieron y saludaron con la mano.

Ayla correspondió al saludo con un movimiento que indicaba «volveré», el dorso de la mano hacia ellos, abrumada de pronto por la conciencia de que jamás volvería a ver a los sharamudoi. En el corto espacio de tiempo en que les había tratado, había llegado a amarlos. La habían recibido bien, le habían pedido que se quedase con ellos, y Ayla hubiera vivido feliz con aquella gente.

Esta separación le recordó su alejamiento de los mamutoi, al principio del verano. También ellos le habían dado la bienvenida y Ayla había sentido afecto hacia muchos miembros del grupo. Podría haber sido feliz viviendo con ellos, con la salvedad de que habría tenido que soportar la desgracia que había provocado a Ranec; además, al partir había sentido la excitación de volver al hogar con el hombre amado. No había corrientes subterráneas de infortunio en los sharamudoi, lo que dificultaba todavía más la separación, y aunque ella amaba a Jondalar y no dudaba de que deseaba acompañarle, allí había encontrado una actitud de aceptación y de amistad, y era difícil ver que todo terminaba de modo tan definitivo.

Ayla pensó: «Los viajes van siempre acompañados de despedidas». Hasta había tenido que despedirse definitivamente del hijo que había quedado con el clan..., aunque si hubiese permanecido en aquel valle, habría llegado el momento en que pudiera regresar con los ramudoi en un bote que remontara el Río de la Gran Madre hasta el delta. Quizá entonces habría podido hacer una incursión en la península, buscar la nueva caverna del clan de su hijo..., pero ya no tenía sentido continuar pensando en ello.

No habría más oportunidades de volver, no podía abrigar la esperanza de que se le ofrecieran más posibilidades. Su vida navegaba en una dirección, la vida de su hijo le conducía en otra. Iza le había dicho: «Busca tu propio pueblo, busca a tu propio compañero». Ayla había encontrado aceptación en su propia gente y también había hallado a un hombre a quien amaba y que la amaba. Pero, a cambio de lo que había ganado, había experimentado algunas pérdidas. Su hijo era una de ellas; tenía que aceptar ese hecho.

Jondalar también se sentía desolado al ver cómo los últimos cuatro hombres regresaban a su hogar. Eran todos unos amigos con quienes había vivido durante varios años y a los que conocía bien. Aunque la relación entre ellos no era la que podía establecerse a través de su madre y los correspondientes vínculos, sentía que eran como parientes de su propia sangre. A causa del compromiso de Jondalar, que le obligaba a retornar a sus raíces originales, aquellos hombres formaban una familia a la que jamás volvería a ver; eso le entristecía.

Cuando el último de los sharamudoi que les había acompañado desapareció de la vista, Lobo se sentó en el suelo, levantó la cabeza e inició una serie de gañidos que desembocaron en un aullido pleno y profundo, que turbó la tranquilidad de la soleada mañana. Los cuatro hombres aparecieron de nuevo en el sendero, más abajo, y agitaron la mano por última vez, respondiendo a la despedida de Lobo. De pronto, se oyó un aullido que provenía de otro lobo. Markeno giró la cabeza para ver de dónde procedía el segundo aullido, antes de comenzar el descenso del sendero. Después, Ayla y Jondalar se volvieron y contemplaron la montaña, con sus relucientes picos de hielo glacial de color verdeazulado.

Aunque no eran tan altas como las de la cadena que se extendía hacia el oeste, las montañas que ahora estaban atravesando se habían formado al mismo tiempo, en la más reciente de las épocas de surgimiento de aquellas elevaciones –reciente sólo por referencia a los poderosos y lentos movimientos de la gruesa corteza de piedra que flotaba sobre el núcleo fundido del antiguo planeta–. Elevado y plegado en una serie de riscos paralelos en el curso de la orogenia que había conformado el áspero relieve de todo el continente, el terreno irregular de esta expansión más oriental del extenso sistema de montañas estaba revestido de verdor.

Una extensión de árboles deciduos formaba una angosta faja entre las planicies que se extendían más abajo, todavía entibiadas por los vestigios del verano, y las alturas más frías. Principalmente robles y hayas con carpes y arces también prominentes; las hojas ya estaban convirtiéndose en un colorido tapiz de rojos y amarillos, que se acentuaban a causa del verdor permanente e intenso de los pinos en el reborde superior. Un manto de coníferas, que incluían no sólo abetos, sino tejos, abetos rojos, pinos y alerces de agujas de cirios, comenzaba a baja altura, trepaba hasta los recodos redondos de las prominencias inferiores y cubría las laderas empinadas de los riscos más altos, con sutiles variaciones de verde que contrastaban con el alerce amarilleante. Sobre la línea de los árboles había un collar de pastos alpinos con su verdor estival, que viraba al blanco a causa de la nieve al principio de la temporada. Coronando todo, aparecía el casco duro del hielo glacial de matices azules.

El color que había rozado las llanuras meridionales que se extendían más abajo con el toque efímero del estío breve y cálido, ya estaba desapareciendo y cedía su lugar a la acción general del frío. Aunque una corriente cálida había moderado sus peores efectos –el período entre los estadios dura varios miles de años–, el hielo glacial estaba reagrupándose para lanzar el último ataque contra la tierra, antes de que su retirada se convirtiese en desbandada miles de años más tarde. Pero incluso durante el intermedio más benigno antes de la ofensiva definitiva, el hielo glacial no sólo revestía los picos bajos y cubría los flancos de las altas montañas, sino que dominaba toda la extensión del continente.

En el accidentado paisaje boscoso, con el inconveniente suplementario de que tenían que arrastrar el bote redondo sobre la angarilla de estacas, Ayla y Jondalar caminaban más que cuando montaban los caballos. Remontaban pendientes muy acentuadas, atravesaban riscos, cruzaban zonas pedregosas y descendían las altas paredes de los barrancos secos que se formaban durante la crecida primaveral de la nieve y el hielo derretido, y durante las intensas lluvias otoñales de las montañas sureñas. Algunas zanjas profundas tenían agua en el fondo, y el líquido rezumaba a través del colchón de vegetación descompuesta y limo blando, que empapaba los pies tanto de los humanos como de los animales. Otras servían de cauce a arroyos claros, pero todas se llenarían muy pronto con la desbordante y tempestuosa descarga de los aguaceros del otoño.

En las elevaciones menores, en el bosque abierto de árboles de hojas anchas, los matorrales estorbaban su paso y les obligaban a dar rodeos o a buscar un camino para esquivar los arbustos y los brezales. Los tallos rígidos y los vástagos espinosos de las deliciosas zarzamoras constituían un obstáculo formidable que se enredaba tanto en los cabellos, las ropas y la piel como en los cueros y las pieles de vestir. El pelaje caliente y desordenado de los caballos de la estepa, adaptado a la vida en las llanuras abiertas y frías, se enredaba y enmarañaba fácilmente, e incluso Lobo recibió su parte de ramitas y hojas.

Se liberaron cuando, al fin, llegaron a la zona más elevada, de una vegetación de verdor permanente, cuya sombra, más o menos constante, mantenía en un mínimo el matorral bajo, aunque en las pendientes empinadas, donde el dosel no era tan denso, el sol penetraba con más intensidad de lo que habría sido el caso en terreno llano, lo que permitía la proliferación vegetal. No era mucho más fácil cabalgar en el bosque espeso de árboles altos, donde los caballos debían buscar su camino esquivando los obstáculos que presentaban los árboles, y sus jinetes debían agacharse cuando pasaban bajo las ramas bajas. Acamparon la primera noche en un pequeño claro sobre un promontorio rodeado por un colchón de hojas secas.

Se aproximaba el atardecer del segundo día cuando llegaron al límite de la arboleda. Finalmente, libres de los tediosos arbustos, y cuando ya habían dejado atrás los obstáculos de los árboles más altos, armaron la tienda junto a un arroyo de aguas rápidas y frías, frente a un amplio prado. Cuando liberaron a los caballos de los canastos, los animales estaban ansiosos por pastar. Aunque el forraje usual, más áspero y seco, de las elevaciones menores y más cálidas era aceptable, el pasto tierno y las hierbas alpinas del prado verde constituían un manjar bienvenido.

Un pequeño rebaño de ciervos compartía el prado; los machos estaban atareados frotándose las cornamentas en las ramas y los salientes, para librarlas del suave revestimiento de piel y de los vasos sanguíneos que los alimentaban, como preparación para la brama otoñal.

–Pronto llegará para esos animales la temporada de los placeres –comentó Jondalar, mientras armaban el hogar–. Están preparándose para los combates y las hembras.

–¿Combatir es un placer para los machos? –preguntó Ayla.

–Nunca me lo planteé de ese modo, pero puede ser el caso para algunos –reconoció Jondalar.

–¿Te gusta luchar contra otros hombres?

Jondalar frunció el entrecejo y consideró seriamente la pregunta.

–He participado en esas contiendas. A veces uno se ve arrastrado, por diferentes razones, lo que no significa que me guste, sobre todo si la cosa va en serio. Pero no tengo inconveniente alguno en sostener una lucha para competir.

–Los hombres del clan no pelean entre ellos. No les está permitido, pero sí organizan competiciones –dijo Ayla–. Las mujeres también, pero de otro tipo.

–¿En qué se distinguen?

Ayla se detuvo a pensar.

–Los hombres compiten por lo que hacen; las mujeres, por lo que estiman –dijo, y después sonrió–, incluso las niñas, aunque es una competencia muy sutil y casi todas creen ser las triunfadoras.

A cierta altura en la montaña, Jondalar divisó una familia de musmones y señaló hacia las ovejas salvajes de enormes cuernos enroscados cerca de la cabeza.

–Ésos son auténticos guerreros –dijo Jondalar–. Cuando corren uno contra otro y chocan sus cabezas, producen un estruendo que semeja el estallido de un trueno.

–Cuando los ciervos y los moruecos se enfrentan con sus cornamentas o sus cuernos, ¿crees que realmente están combatiendo? ¿O sólo compiten? –preguntó Ayla.

–No lo sé. Pueden lastimarse, pero no es frecuente que lleguen a eso. Generalmente, uno cede cuando otro demuestra que es más fuerte, y a veces se limitan a pavonearse y mugir, y no pelean. Quizá sea más competencia que verdadera lucha –sonrió a Ayla–. Mujer, formulas preguntas interesantes.

Una fresca brisa se convirtió en una ráfaga fría cuando el sol desapareció de la vista. En horas más tempranas del día, algunas rachas de nieve habían descendido y se habían fundido en ese espacio soleado y abierto, pero otras se habían acumulado en las grietas oscuras, lo que anunciaba la posibilidad de una noche fría y de futuras y más intensas nevadas.

Lobo desapareció poco después de que hubieran armado la tienda de cueros. Como no regresó al oscurecer, Ayla comenzó a inquietarse.

–¿Crees que debería llamarle con un silbido? –preguntó, mientras se preparaban para dormir.

–Ayla, no es la primera vez que sale a cazar solo. Estás acostumbrada a tenerle a tu alrededor, porque siempre le obligas a estar pegado a ti. Volverá –dijo Jondalar.

–Confío en que haya retornado por la mañana –dijo Ayla, levantándose para mirar alrededor, e intentando inútilmente penetrar en la oscuridad que se extendía más allá del fuego del campamento.

–Es un animal que conoce el camino. Ven y siéntate –concluyó Jondalar. Echó otro trozo de madera al fuego y observó las chispas que se elevaban hacia el cielo–. Mira esas estrellas. ¿Habías visto antes tantas?

Ayla elevó la mirada y un sentimiento de maravillada sorpresa se apoderó de ella.

–Sí, parece que hay muchas. Quizá porque aquí estamos más cerca y vemos un número mayor, especialmente las más pequeñas..., ¿o será que están más lejos? ¿Crees que hay más y más estrellas?

–No lo sé. Nunca pensé en ello. ¿Quién podría saberlo?

–¿Te parece que tu Zelandoni podría?

–Ella quizá lo sepa, pero no estoy seguro de que lo revele. Ciertas cosas sólo pueden saberlas Los Que Sirven a la Madre. Ayla, haces las preguntas más extrañas –dijo Jondalar, al tiempo que sentía un escalofrío. Aunque no estaba seguro de que aquella sensación proviniese del frío exterior, agregó–: Estoy enfriándome, y hemos de partir temprano. Dolando dijo que las lluvias pueden comenzar de un momento a otro, y eso quizá signifique que aquí nevará. Desearía haberme alejado de este lugar antes de que nieve.

Other books

House of the Rising Son by Sherrilyn Kenyon
The Bones of Old Carlisle by Kevin E Meredith
The Watcher in the Wall by Owen Laukkanen
The Invisible Line by Daniel J. Sharfstein
Fly by Midnight by Lauren Quick
The Cubicle Next Door by Siri L. Mitchell
Owned for Christmas by Willa Edwards
A Bird's Eye by Cary Fagan