Las palabras mágicas

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Authors: Alfredo Gómez Cerdá

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Las palabras mágicas
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Ramón es un niño con mucha imaginación que no para de inventarse historias, para delicia de sus amigos y sufrimiento de Margarita, su madre. Ella no quiere que su hijo sea tan fantasioso y todos los días le regaña. Ramón decide darle una lección. ¿Conseguirá que su madre le acepte tal y como es? Un divertido cuento que muestra la importancia de la comunicación entre madres e hijos.

Alfredo Gómez Cerdá

Las Palabras Mágicas

El Barco de Vapor - Serie Naranja - 20

ePUB v1.0

Staky
12.09.12

Alfredo Gómez Cerdá, 2005

Ilustraciones: Margarita Puncel

Diseño/retoque portada: Margarita Puncel

Editor original: Staky (v1.0)

ePub base v2.0

1. ¿A qué podemos jugar esta tarde?

LA CIUDAD donde Ramón vivía era, más o menos, como todas. Ya sabéis: mucha gente, muchos automóviles, muchas chimeneas, mucho ruido… Era una de esas ciudades que tienen mucho de todo y que, sin embargo, carecen de cosas tan elementales como unos poquitos árboles, una cigüeña anidando en lo alto de una torre, un río limpio… Sí, era una ciudad normal y corriente. De todas formas, da lo mismo cómo fuese su ciudad y, si me apuráis, ni siquiera es importante que se trate de una ciudad.

La casa donde Ramón vivía también era normal y corriente, como casi todas, tal vez como la tuya y la mía. Era una de esas casas grandotas, con muchísimos vecinos; y Ramón estaba encantado de tener tantos vecinos, sobre todo porque entre ellos estaban el Cipri y Rúper, sus dos mejores amigos.

Ramón era un niño alto y grande, muy crecido para su edad; de ojos grandes, a veces incisivos, a veces distantes; un largo flequillo castaño le llegaba hasta las cejas y… y… No se me ocurre nada más. ¡Ah, sí! Resulta que era malísimo, rematadamente malo. Bueno… no exactamente. ¿Cómo podría explicároslo? Lo que quiero decir es que Margarita, su madre, decía eso a todo el mundo:

—Tengo el peor hijo de todos los hijos —solía comentar con cualquiera—. Me va a matar a disgustos.

—Mujer, es sólo un muchacho —solía disculparle el interlocutor de turno.

—Es travieso, desobediente, mentiroso, respondón, holgazán… Es, es, es… Acabará con mi paciencia y con mis nervios. Es bruto, sucio, vago… y meón.

—¿Meón?

—Enuresis infantil, dice el doctor. ¡Pamplinas, digo yo! Lo que me faltaba. Sí, a pesar de lo grande que le ves. ¡Ramón, déjate la nariz! ¡Cochino!

Margarita era una de esas madres que hablan tanto, tanto, que a menudo se olvidan de escuchar.

Pero… ¿cómo era Ramón? Pues, la verdad, yo creo que era un niño como tú o como yo, o como el Cipri, o como Rúper, o como cualquiera de los muchos amigos del barrio y el colegio que por las tardes llenaban de polvo y estrépito el pequeño jardín de la plaza del Árbol Solitario. Era… alegre, juguetón, cariñoso, simpático, listejo sólo había sacado un insuficiente en la primera evaluación y devorador de cuentos y televisión. Sobre todo, era un niño con una imaginación… ¡Buf! ¡Qué imaginación! ¡Fabulosa! Su mente estaba siempre preparando algo verdaderamente extraordinario. Y eso, digo yo, no puede ser malo.

Fijaos si era grande su imaginación, que todos los amigos le buscaban siempre que querían divertirse de verdad. Y es que los juegos que inventaba Ramón eran fenomenales.

—¡Eh, Ramón! —le gritaba el Cipri—. ¿A qué podemos jugar esta tarde?

—Pues… pues… —arrugaba la nariz para pensar mejor—. ¿Qué os parece si jugamos a los piratas?

—¿Será divertido? —preguntaba el escéptico Rúper.

—Tiene que serlo. Acabo de leer un libro de piratas y me lo he pasado bomba.

—Pero ¿crees que en esta plaza podremos…?

—¡Por supuesto! Juntaremos dos bancos para hacer un galeón, y nos dividiremos en dos grupos.

—¿Para qué? —era la típica pregunta de Amparito la dientes.

—Los buenos y los malos.

—Pues yo quiero ser una princesa buena.

—¡Ya lo tengo! —Ramón, en unos segundos, había imaginado toda la historia—. ¡Escuchadme! Por un lado estarán los piratas, yo seré su jefe.

—¡Eso no vale!

—Para eso he inventado el juego, ¡no te digo!

—Bueno.

—Por otro lado habrá una princesa muy fea que vivirá en una isla en medio del océano.

—¿Y por qué tiene que ser fea? —se extrañaba Juana.

—¡Dejadme terminar! Era una princesa muy fea, muy fea, con un ojo a la virulé y una verruga en la punta de la nariz, con los dientes amarillos y torcidos…

—Como Amparito.

—¡Idiota, idiota! ¡Así serás tú!

—Cuando el rey, su padre, la vio por primera vez, se dio un gran susto y se cayó patas arriba por las escaleras de su palacio.

—¿Tan fea era?

—¡Horrible! Era paticoja, jorobada y con un brazo más largo que otro. Tan fea que asustaba a los perros y a los gatos, desbocaba a los caballos y espantaba a todos los príncipes —la imaginación de Ramón no se detenía.

—¿Y por qué tiene que vivir en una isla en medio del océano?

—Su padre la quiso casar con un príncipe que trajese parabienes y prosperidad a su reino y, para ello, escribió cartas a los reyes vecinos: «Querido colega —les decía—: tengo una hija casadera, Robustiana…»

—¿Y por qué se llamaba Robustiana?

—¡Porque sí!

—Es un nombre muy feo; podría llamarse Lindaflor, como la princesa de un cuento que me compraron el día de mi cumple.

—¿Cómo va a llamarse Lindaflor, con lo fea que era? El cura que la bautizó se negó a llamarla Lindaflor. ¡Y dejadme terminar! El rey escribía: «… me gustaría que alguno de tus hijos viniese a mi palacio y conociese a Robustiana».

Ese era Ramón. Cuando se sentía rodeado por todos los amigos, que escuchaban atentamente sus divertidas ocurrencias, se olvidaba de todo. Amparito la dientes se convertía ante sus ojos en la horrible Robustiana, la princesa más desdichada del mundo porque no encontraba novio que la llevase a un palacio con jardines encantados y surtidores de agua; y el Cipri era Petronilo, su padre, rey de Petronilandia, fiero guerrero en su juventud y sabio monarca en su madurez, cuya mayor desgracia era la fealdad de su única hija, a la que no había conseguido casar ni con el horrible Feo Chi Té, el príncipe chino más espantoso de toda la China, y a la que había desterrado, harto de tanto fracaso diplomático, a una isla solitaria en medio del océano; él mismo se convertía en un pirata en toda regla.

—Yo seré el rey de los piratas.

—¿Cómo te llamarás?

—No lo sé. Pero me faltará una pierna, que se tragó de un bocado un tiburón una vez que fui arrojado al mar por un pirata enemigo, envidioso de mis hazañas.

—Andarás a la pata coja.

—No; me ataré el palo de una escoba.

Y cuando camine, meteré mucho ruido: plaf, plaf, plaf… Me faltará un ojo, que me arrancó de cuajo un águila con sus garras.

—¡Qué asco!

—Llevaré un parche negro atado al cogote. También me faltará la mano izquierda.

—¿Se la comió el tiburón?

—No; me la cortaron de un tajo, con una espada, un día que abordamos a un velero holandés para saquearlo. Llevaré un muñón con un garfio de acero.

Y entonces su mente volaba libre como el viento, y se escapaba de la plaza, del barrio, de la ciudad… Y llegaba al océano. Y en su cerebro resonaba el fragor de las olas rompiendo contra el casco del navío, y sus ojos sólo veían el flamear de la bandera negra, con dos huesos cruzados debajo de una calavera, en lo alto del palo mayor. Y… y…, bueno, no sé cómo decirlo. Entonces…, siempre ocurría lo mismo, se le olvidaba que tenía ganas de hacer pipí y… y… Bueno, ya os lo imagináis: sus pantalones comenzaban a mojarse de repente y la mancha le llegaba casi hasta las rodillas.

—Seré el pirata más temido de todo el mar.

—¡Eres fenómeno, Ramón!

—Mi guarida estará en el fondo de una gruta, en una escarpada isla del Caribe. Allí guardaré mis tesoros, robados a los barcos más poderosos de Europa.

—Yo también quiero ser pirata, seré tu ayudante —Rúper era siempre el primero en entusiasmarse con las historias de Ramón.

—Te nombro capitán desde este momento. Te encargarás de otear constantemente la línea del horizonte con este catalejo.

—¿Con cuál?

—Con éste.

Para Ramón, los dedos doblados de sus manos se habían convertido ya en un auténtico catalejo.

El juego había quedado dispuesto. Al día siguiente empezarían la gran aventura de los piratas y la princesa Robustiana; pero hoy se había hecho tarde y había que regresar a casa antes de que se impacientasen los padres respectivos.

Subiendo las escaleras, sin darse cuenta, Ramón se había atado el pañuelo a la frente, tapándose un ojo, y cojeaba visiblemente, fingiendo una pierna de madera: plaf, plaf, plaf, plaf, plaf…

Cuando Margarita, su madre, abrió la puerta, estuvo a punto de desmayarse. Dio un grito que hizo que el niño, de golpe, cayese en el mundo de la realidad, de su realidad concreta de cada día, de la que tan fácilmente se alejaba.

—¡Me vas a matar de un susto! —gritaba Margarita al borde de la histeria—. ¡No puedo más! ¿Por qué te has puesto ese pañuelo en el ojo? ¿Por qué venías cojeando?

—Es que…, mamá, lo que ocurre… Yo era un pirata muy valiente y…

—¡Un pirata! ¡Lo que me faltaba por oír!

—Sí, un pirata cojo que…

—¡Déjame de piratas y quítate ese pañuelo de la cabeza inmediatamente!

Y Ramón bajaba la mirada, obedecía a su madre y entraba en casa en silencio. Todo se desvanecía en su cerebro y entonces no era capaz de articular una sola palabra más, a pesar del interrogatorio constante a que le sometía la impaciencia de Margarita.

—¿Cuándo vas a dejar de pensar en esas tonterías? Más vale que te preocupes de hacer pipí cuando debes, mira cómo traes los pantalones. ¿Cuándo dejarás de hacértelo encima? ¿Qué trabajó te cuesta…? ¿Por qué no pones un poco más de interés?

Pero Ramón no podía contestar, era como si de repente se hubiese quedado mudo, como si también un pirata enemigo le hubiese cortado la lengua y se la hubiese arrojado a los tiburones. De nada servían los zarandeos de Margarita.

—¡No prestas atención a nada! Por eso te han suspendido una evaluación, y no me explico cómo no te suspenden más, con lo distraído que eres. ¡Y todo te pasa por no comer!

Y ahora llegamos a otro de los grandes suplicios de Ramón: la comida. Pero dejaremos que siga hablando Margarita.

—No puedes mantenerte con lo poco que comes. Te quedarás enclenque y los niños se reirán de ti. Además, si te lo haces encima, es por no comer. ¡Te lo digo yo! No tienes fuerzas ni para aguantarte lo necesario, como hace todo el mundo. Pero esto no va a quedar así, mañana sin falta te llevaré al médico.

2. ¡A mí no me duele nada!

AL DÍA siguiente, por la tarde, después del colegio, cuando los niños del barrio se reunían en la plaza del Árbol Solitario, Ramón no estaba. Andaban un poco desconcertados, pues no sabían cómo continuar el juego de los piratas que habían iniciado la tarde anterior. Todo eran miradas al portal de Ramón, y a las ventanas de su piso, con la esperanza de descubrir el motivo de la ausencia.

Por fin, llegó; pero había algo raro en su aspecto: era su ropa, demasiado limpia; y su pelo, demasiado peinado; y sus zapatos, demasiado brillantes. Todos corrieron hacia él.

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