—Estábamos esperándote para jugar a los piratas —le dijo el Cipri.
—Hoy no puedo jugar.
—¿Por qué? ¿Qué te ocurre?
—Nada, que mi madre me quiere llevar al médico.
—¿Estás enfermo?
—A mí no me duele nada.
—¿Y por qué quiere llevarte al médico? —preguntó Amparito, que no entendía nada de nada.
—Ella dice que estoy en Babia, que las cosas me entran por un oído y me salen por el otro.
—¡Buf! Eso debe de ser muy grave.
—Pues a mí no me duele nada.
Margarita, también más arreglada que de costumbre, salía ya del portal. Ramón fue hacia ella, pero antes se volvió al grupo de amigos y les gritó:
—¡Ya sé cómo voy a llamarme!
—¿Cómo?
—¡Alí Pérez, el pirata!
—Suena raro.
—¡Seré un pirata viejo, cansado de luchar con todo el mundo!
Margarita le cogió de la mano y, de un tirón, le hizo echar a andar.
—¡Alí Pérez, qué tontería! —comentó entre dientes.
Caminaron un buen rato en silencio y, sólo cuando estaban cerca del ambulatorio, Ramón se atrevió a protestar levemente.
—¿Dónde vamos, mamá?
—¡Dónde vamos a ir! Parece mentira que lo preguntes: al médico.
—¡No quiero ir al médico! ¡No estoy malo!
—Cállate, respondón. Irás donde yo te diga. Esto no puede continuar así.
—¿El qué?
—Pues… esto… Acabarás conmigo, mi paciencia tiene un límite.
A pesar de que a Ramón no le dolía nada, aquella tarde fueron al médico y, claro, el doctor le examinó, le auscultó, le miró la garganta con una tablita y le hizo sacar la lengua diciendo «aaaaa».
—Tiene usted un hijo sano y fuerte —concluyó el doctor.
—Pues no lo entiendo, con lo malo que es. No se lo puede imaginar usted.
—Es normal en un niño de su edad.
—Además, no come nada. Nada de nada. Siempre está desganado, no entiendo cómo le puede encontrar sano y fuerte. ¡Si supiese las fatigas que tengo que pasar para que coma un poco!
El médico, en vano, trataba de demostrar a Margarita que su hijo estaba sano y que los problemas que le planteaba eran naturales y lógicos. Pero, al final, se la tuvo que quitar de encima recetándole unas vitaminas que por lo visto abrían el apetito.
Margarita no quedó satisfecha. Estaba segura de que a su hijo le pasaba algo y ella tenía que saberlo. Durante el camino de vuelta anduvo dándole vueltas a su cabeza y en seguida encontró una solución.
* * *
AL DÍA SIGUIENTE, por la tarde, tampoco llegaba Ramón a la plaza. Y los amigos estaban contrariados, pues el juego de los piratas tendría que aplazarse otra vez.
Cuando vieron salir a Ramón del portal de su casa, ya iba de la mano de su madre y, como el día anterior, muy arreglado y peinado.
—¡Qué fastidio! —comentó Rúper—. Otra vez que le lleva al médico.
—A lo mejor está malo de verdad.
—Pero él dice que no le duele nada.
Ramón los miró y no pudo evitar guiñar un ojo y caminar con una pierna tiesa, como imaginaba a Alí Pérez el pirata. Margarita dio un respingo y tiró con fuerza de su hijo.
—¡Deja de hacer el tonto! Vamos a llegar tarde.
—A mí no me duele nada.
—No vamos al médico, vamos al colegio.
—No habrá nadie, ya estará cerrado.
Sin embargo, había alguien esperándolos. Margarita había concertado una cita con don Anastasio, el psicólogo, para ver si él podía corregir los males de su hijo, que la inepcia del médico no había sabido remediar.
Don Anastasio también examinó a Ramón, aunque de otra manera. Le hizo tests y muchas preguntas.
—¿Qué tal, don Anastasio? —preguntaba la impaciente Margarita.
—Bien, bien —respondía el psicólogo—. Ahora voy a hacer que pinte un poco.
—¿Que pinte?
—Sí, que haga dibujos y los asocie entre sí. A ver, a ver…
Con interés observaba las reacciones del niño e iba anotando todas sus conclusiones en un bloc. Al final se dirigió a Margarita.
—Su hijo está perfectamente.
—¿Eh?
—Es un niño despierto y reflexivo. Su imaginación es grande y su inteligencia normal. Le noto sólo cierta inseguridad, tal vez algún conflicto familiar no resuelto a tiempo, falta de comprensión, en fin… Tendría que seguir durante algunas sesiones más.
Margarita salió hecha una furia del gabinete de don Anastasio. ¡Qué desfachatez! ¡Sugerirle a ella que no comprendía a su hijo! Aquella visita sirvió para confirmar su teoría de que los psicólogos no servían para nada.
* * *
A LA TARDE siguiente, en la plaza, los niños estaban sentados en corro frente al portal de Ramón.
—¿Vosotros creéis que hoy bajará a jugar? —preguntaba Juana.
—Yo creo que sí —decía el Cipri—. Sería demasiado que hoy también le llevase al médico.
—Eso creo yo —ratificó Amparito.
Pero sus esperanzas pronto se desvanecieron. Margarita otra vez volvía a la carga, con su hijo bien arreglado y bien peinado de la mano. El niño caminaba cabizbajo y, al pasar junto al corro de amigos, los miró de reojo. De repente, algo se encendió en su cerebro y comenzó a gritarles:
—¡Princesa Robustiana! ¡No te apures por tus desdichas! ¡Pronto iré a sacarte de esa isla! ¡Confía siempre en Alí Pérez el pirata!
Margarita tuvo que darle un pescozón para que se callase.
—¡Que te calles! ¡Que he dicho que te calles! ¡Qué vergüenza! ¡Todo el mundo nos está mirando!
—Son mis amigos.
—¡Que te calles!
—No quiero volver con don Anastasio.
—Hoy no vamos a ver a ese psicólogo.
Era el maestro quien los estaba esperando, el muy paciente don Víctor, a quien Margarita abrumó con los problemas de su hijo.
—No estudia nunca —le decía.
—Pues yo le tengo por un buen alumno —aseguraba don Víctor.
—Pero si le suspendió en una evaluación.
—Sí, en la primera; pero desde entonces se ha aplicado mucho y estoy seguro de que aprobará el curso sin dificultad.
—¿Usted cree?
—Naturalmente.
Margarita sintió de nuevo que era ella la incomprendida, no su hijo, y no dio su brazo a torcer. Pensaba antes que todos estaban equivocados y que, al fin y al cabo, ella era la madre de Ramón y le conocía mejor que nadie.
Las tres intentonas de enderezar a su hijo, como ella decía, sólo sirvieron para que se volviese más intransigente, más segura de sí misma, más autoritaria y más vociferante. Ramón tuvo que pagar las consecuencias. Las reprimendas a veces adquirían tonos dramáticos.
—¡Me matarás a disgustos! ¿No me crees? ¡Ya lo verás, desvergonzado! Estoy enfermando poco a poco. Y es que no paro contigo. Si por lo menos no te orinases…
—El médico dijo…
—¡Ya sé lo que dijo el médico! No hace falta que me lo repitas. Ese médico no sabe nada de ti. Yo soy quien te conoce. ¡Yo, yo y yo! Yo tengo que aguantarte y lavar tus pantalones, el pijama y las sábanas. ¡A tu edad! Ningún niño de tu edad se lo hace encima.
—Sí…
—¡No me contradigas! Y si se lo hacen, peor para ellos. ¿Por qué no me haces caso y sigues mis consejos? Lo que te digo es por tu bien. Pero tú… como si oyeses llover. Lo único que te preocupa es leer cuentos por la noche, en la cama, en vez de dormir. Por eso estás tan débil, por eso te pasa lo que te pasa.
AL CUARTO DÍA, Ramón bajó a refugiarse a la plaza del Árbol Solitario. Se sentó en un banco y permaneció en silencio, cabizbajo, hasta que le vieron el Cipri y los demás.
—¡Eh, Ramón! —le gritaron—. Estamos aquí. Creíamos que tampoco bajarías hoy.
Pero Ramón no los oyó. Continuaba pensativo, creyéndose el ser más culpable del mundo. Se martirizaba repitiéndose constantemente una terrible pregunta: «¿Por qué seré yo tan malo?»
—¿Qué te pasa? —le preguntó Juana, que ya se había acercado hasta él.
—¿Por qué seré yo tan malo? —pensó otra vez en voz alta, sin darse cuenta de que toda la panda estaba ya rodeándole.
—¿Eh? ¿Qué dices? —Juana no esperaba una respuesta semejante.
—Se ha quedado dormido —dijo Rúper—. Estará soñando.
—¡No estoy dormido! —reaccionó por fin, enfadado.
—¡Oye! —intervino el Cipri—. ¿De verdad piensas que eres tan malo?
—Pues… creo que sí.
—¿Y por qué motivo?
—Todo lo que hago le parece mal a mi madre, y todo lo que digo, y yo creo que hasta todo lo que pienso. Y es que… debo de ser malísimo.
Quedaron unos momentos en silencio y por la mente de cada uno pasó una imagen terrible de Margarita, con un dedo tieso, acusatorio, señalando a su hijo, sin dejar de amenazarle un solo instante.
—¿Y qué pasa con los piratas? —preguntó Amparito la dientes, al cabo de unos instantes y para romper el silencio que se había apoderado del grupo.
—¡Es verdad! —se entusiasmó Rúper—. Hoy podemos seguir jugando.
A Ramón le costó algo más de trabajo que el acostumbrado entusiasmarse con la idea del juego. Si normalmente se entusiasmaba en unos segundos, en esta ocasión tardó por lo menos minuto y medio.
—Lo primero es saber quién será cada uno.
—Yo soy tu capitán —le recordó Rúper, temeroso de que algún oportunista de última hora tratase de quitarle el puesto.
—Tú, Cipri, serás Petronilo.
El Cipri rezongó un poco, ya que intuía que detrás de ese nombre tan feo no encontraría las aventuras apasionantes que esperaba vivir.
—¡Yo no quiero ser Petronilo!
—Si empezamos así, me marcho. No se puede jugar con vosotros.
—Es que Petronilo es un nombre muy feo.
—¡Qué va! Petronilo era el rey.
—¡El rey! —exclamó el Cipri sorprendido.
—Pues claro, el rey de Petronilandia.
—¡Haberlo dicho antes! —el Cipri estaba encantado de ser el rey—. ¿Habéis oído? ¡Seré el rey!
—¿Y por qué el rey no se llama Fernando, o Alfonso, como todos los reyes? —preguntó la candida Amparito, que tenía la virtud de complicarlo todo a última hora.
—¿O Juan Carlos? —remató Juana.
—¡Porque sí! —estalló Ramón—. Y como sigáis protestando, no juego.
—No te enfades, hombre.
—Si es que sois unos pesados.
—Anda, continúa. Si Petronilo es un nombre muy bonito. Cuando era más pequeño, tenía una gata que se llamaba Petronila —dijo el Cipri para contentarle.
—Además, como era rey de Petronilandia —Juana también había dado marcha atrás—, pues le queda muy bien.
—De acuerdo, continuaré —una vez más, Ramón se había dejado convencer—: Amparito, tú serás la princesa.
—¿Qué princesa?
—Robustiana.
—¡Yo no quiero ser ésa! Dijiste que era tan fea que espantaba a todos los príncipes azules. Y que tenía una verruga en la nariz y un ojo a la virulé.
—Y los dientes grandes y retorcidos, como tú —Rúper se llevaba a matar con Amparito y aprovechaba cualquier ocasión para meterse con ella.
—¡Idiota, idiota, idiota!
—¡Ya no juego! —sentenció Ramón, molesto por tantos inconvenientes.
Sus palabras fueron como un mazazo. Todos se quedaron callados, mirándose, arrepintiéndose interiormente de haber protestado las decisiones de Ramón, que, al fin y al cabo, tenía derecho a decidir quién debería ser cada uno, que para algo ha de servir inventar juegos. ¿O no? La misma Amparito estaba ya dispuesta, y resignada, a asumir su papel de princesa, aunque ésta fuese la mismísima Robustiana, la «miss» universo de las princesas por la otra punta, con la única condición de que dejasen sus dientes tranquilos.
En esta ocasión, tardaron por lo menos cinco minutos en convencerle de nuevo. Ramón, aunque lo estaba deseando, se hizo de rogar: pero como en realidad era quien más deseaba jugar, acabó por olvidarse de su enfado y cedió a los deseos de la panda, que eran los suyos. Si se hizo de rogar durante cinco minutos, fue porque se encontraba muy importante así. ¿Quién no ha sido alguna vez un poquito vanidoso?
—¡Petronilo! —el Cipri ya había dejado de ser el Cipri.
—¿Qué?
—Ese montón de arena será tu palacio.
—¿Tan pequeño?
—Es suficiente. Allí cabréis los dos. Robustiana, ve con tu padre.
—Voy volando.
—El terreno de alrededor será tu reino.
—¿Y qué haré en mi reino?
—Reinar, ¿te parece poco?
—Pero si no tengo vasallos.
—Pues te los imaginas. Tus vasallos pueden ser doña Fina, la frutera, y Juan, el del estanco. Y toda la gente que pasa por la plaza.
—No van a querer jugar —protestó el Cipri en voz baja, mientras se dirigía a su montón de arena, digo, a su palacio.
—¡Los demás, venid conmigo! Seremos los piratas. Juntaremos dos bancos a esa farola.
—¡A la orden!
—Tú, quítate la camisa y átala en lo alto del palo mayor, será nuestra bandera.
—¿Qué palo mayor?
—¡La farola! ¿Cuál va a ser?
—Es que si se mancha, mi madre…
—¡Es una orden!
—Está bien.
El Cipri y Amparito se vieron de repente abandonados por todos.
—¡Eh! ¿Y nosotros qué hacemos? —gritaron.
Ramón se volvió en plena carrera:
—Destierra a tu hija a una isla en medio del océano. Esa boca de riego será la isla.
El Cipri entonces se volvió a Amparito, se aclaró la garganta, frunció el ceño, puso cara de rey y dijo:
—Robustiana, ¿qué acción horrible habré cometido para merecer una hija tan fea como tú?
—No es para tanto, papá Petronilo. Mírame de perfil, verás cómo mejoro.
—¿Mejorar, dices, con esa nariz que parece la mejor berenjena del huerto de palacio?
—Al fin y al cabo, mi cara no es más fea que tu nombre, Petronilo.
—¡Descarada! ¡Fuera de mi casa, digo, de mi palacio! Te destierro a una isla abandonada en medio del océano.
Ramón estaba entusiasmado. Mientras Robustiana partía con lágrimas en los ojos hacia su destierro, él libraba una feroz batalla contra Wifredo el Tarta ta ta mu do, el corsario teutón más bruto que se conocía. La batalla era tremenda, los dos barcos se habían embestido, los dos palos mayores se habían tronchado a causa de los cañonazos previos y las velas flotaban sin sujeción alguna sobre sus cabezas.
—¡Esa vía de agua! ¡Taponad esa vía de agua! —gritaba a sus hombres.
—No se puede, es demasiado grande.
—Entonces… ¡todos a la lucha! Nos quedaremos sin barco, pero demostraremos a Wifredo el Tarta ta ta mudo que no hay pirata en el mundo capaz de igualarse con Alí Pérez, que soy yo.