—¿Has pensado ya lo que le sucederá a la princesa Robustiana? —Amparito estaba algo intranquila por su suerte.
—Ya os lo dije. Alí Pérez, el pirata, se casará con ella.
—¡Qué estupendo! ¡Qué estupendo! —Amparito no podía creérselo—. Me casaré con Alí Pérez.
—¡Bah! —Rúper puso un gesto despectivo—. ¡Vaya boda! Un pirata cojo, manco, tuerto y viejo con una princesa horrorosa.
—¡Envidia que te da!
Los pasos de Margarita en el pasillo interrumpieron la animada charla. Al despedirlos, volvió a agradecerles el detalle de la visita y les dijo que podrían volver siempre que quisiesen, lo cual llenó de gozo a todos.
RAMÓN estaba resuelto. Seguiría una vez más el plan del Cipri, pero sólo una. «¡La última vez! repitió mentalmente varias veces. ¡La última vez! ¡La última vez!»
Aquella noche, a la hora de cenar, se sentó a la mesa decidido. Esperó a que le sirviesen y, en un abrir y cerrar de ojos, se comió todo. Se había quedado harto, pero golpeó con la cuchara sobre el plato, lo cual significaba que deseaba comer más.
Margarita quedó gratamente sorprendida: era la primera vez que su hijo le pedía más comida. Le volvió a llenar el plato hasta el borde y observó atónita cómo Ramón llevaba una y otra vez hasta su boca la cuchara repleta de comida. Cuando acabó el segundo plato, volvió a golpear con la cuchara y Margarita le sirvió un tercero, y luego un cuarto… hasta que se acabó toda la cena. Ramón se había comido su ración, la de su madre y la de su padre. Y no satisfecho, se levantó de la silla y a tientas anduvo hasta la cocina, abrió el frigorífico y comenzó a comerse todo lo que encontraba.
Margarita, sorprendida aún más, no le puso tasa; al contrario, pensó que aquél era un buen síntoma. A la mañana siguiente, hizo una compra gigantesca en el mercado con el fin de que su hijo pudiese comer a gusto. ¡Y ya lo creo que comió! No dejó ni rastro y, a pesar de que estaba completamente lleno, pidió más, y más, y más…
Por lo menos pasó una semana comiendo sin cesar, durante la cual engordó considerablemente: sus carrillos se hincharon y enrojecieron, su cara se redondeó como una hogaza y su vientre se dilató, formando michelines en las caderas. Sus brazos y piernas parecían rollos de carne.
Margarita comenzó a preocuparse, pero no se atrevió a quitarle la comida por si aquel apetito desenfrenado servía para que se fuese recuperando de sus males.
El Cipri y los demás subían puntualmente todas las tardes a ver a Ramón.
—Buenas tardes, doña Margarita —le decían.
—Pasad, pasad. Ramón está en su cuarto.
—¿Sigue comiendo tanto?
—Cada día más. Engorda sin cesar.
—Tenga cuidado, no vaya a hincharse tanto como un globo.
—¿Un globo?
—Una vez leí un cuento en el que un niño se inflaba como un globo y echaba a volar.
—¡Qué horror!
—Era sólo un cuento.
Todas las tardes, el Cipri y Margarita mantenían la misma conversación. En seguida comprenderéis por qué.
* * *
COMO RAMÓN estaba ya desesperado y aseguraba que no soportaría más tiempo continuar fingiéndose mudo, sordo y ciego, y teniéndose que comer por añadidura enormes cantidades de alimentos, tuvieron que adelantar el final.
—Sería mejor esperar unos días —comentaba el Cipri.
—¡No, no y no! —Ramón no concedería más treguas.
—Bueno, está bien, como quieras. Lo haremos mañana.
—¿Y por qué no hoy?
—Necesitaremos ayuda de Nicolás.
Nicolás era el mejor dibujante de la clase. Don Víctor decía que sus cuadernos estaban llenos de garabatos; ¡pero, qué va! Eran dibujos estupendos: caballos saltando, barcos de vela y de los otros, aviones haciendo piruetas, castillos medievales con guerreros acorazados, paisajes… Es que daba gusto verle dibujar. A los profesores les hacía caricaturas y se las pasaba a los compañeros por debajo del pupitre. Algún día había castigado don Víctor a la clase entera por culpa de las caricaturas de Nicolás; pero a nadie le importó quedarse hasta las seis haciendo problemas de matemáticas.
Así es que, al día siguiente, Nicolás acompañó al Cipri y los demás.
—Buenas tardes, doña Margarita.
—Pasad, niños, pasad.
—Y Ramón… ¿sigue comiendo tanto?
—Sí, cada día más.
—Habrá que tener cuidado, no vaya a ser que se convierta en globo y…
—¿En globo?
—Yo tengo un cuento en que ocurre así.
—¡Qué barbaridad!
—Un niño se convierte en globo y echa a volar.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!
Entraron en la habitación de Ramón, quien estaba a punto de perder la paciencia. Es que, como habréis visto, el plan del Cipri se las traía. Claro, que él mismo reconoció al final que se había «pasao un pelín», eso dijo.
—Creí que no llegaríais nunca —exclamó al verlos.
—Rápido, manos a la obra —dijo el Cipri—. No hay tiempo que perder.
Juana se quedó junto a la puerta, vigilando. Amparito abrió la ventana de par en par. Rúper sacó de un bolsillo de su pantalón un globo y comenzó a hincharlo, hasta que se quedó sin aire y se lo pasó al Cipri. Era un globo grandísimo, el más grande que habían encontrado en las tiendas de globos del barrio.
—Creo que es suficiente —dijo el Cipri, que también se había quedado sin aire.
Era un globo tremendo: Rúper le calculó un metro y pico de diámetro. Nicolás sacó su caja de acuarelas y comenzó a pintar sobre él. ¡Y cómo pintaba! En cinco minutos pintó la cara de Ramón, y luego su cuerpo, sus brazos, sus manos, sus piernas, sus pies… No faltaba detalle. Aunque le pintó una oreja más grande que la otra y la nariz un poco torcida, todos alabaron el retrato y coincidieron en el gran parecido que había logrado.
—Métete debajo de la cama —le dijo el Cipri a Ramón.
—Prefiero encerrarme en el armario, hay más sitio allí.
Y Ramón se escondió en el armario.
Rúper cogió el globo y lo echó por la ventana; el viento lo balanceaba de un lado para otro. El Cipri avisó a Margarita.
—¡Señora! ¡Doña Margarita!
—¿Qué ocurre?
—¡Por la ventana!
Margarita se acercó a la ventana y lanzó un grito.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —y alargaba los brazos hacia la calle, desesperada.
El viento fue aumentando y el globo se elevó mucho, remontó los más altos tejados de la ciudad y se perdió finalmente entre las nubes.
Todos los niños observaban a Margarita, quien, de repente, se quedó en silencio y se tapó los ojos con las manos abiertas. Así permaneció durante unos instantes.
Era una reacción un poco extraña, al menos ninguno de los niños la esperaba, ni siquiera el Cipri. ¿Qué había sucedido? Algo muy sencillo. Margarita, en ese instante preciso, había comprendido un montón de cosas a la vez, así, de golpe y porrazo. Pasa algunas veces, lo aseguro. Fue como si en su cerebro se encendiese una luz brillante. Entonces, y entre el desconcierto de los niños, se volvió hacia el armario y dijo:
—¡Qué torpes somos a veces los mayores, qué torpe he sido contigo! Nunca te he querido escuchar, pensé que eras demasiado pequeño. Perdóname, Ramón. Perdóname, hijo mío.
Eran las palabras mágicas.
Se abrieron las puertas del armario y Ramón salió. Estaba muy serio, las lágrimas a punto de saltarle de los ojos y la cabeza agachada. Se acercó a su madre y le dijo:
—Me he portado mal contigo, sé que te he hecho sufrir; pero no quería hacerlo. Perdóname, mamá.
Eran las palabras mágicas.
Lo que sucedió después cualquiera se lo puede imaginar. Fue un final feliz, sobre todo, porque desde aquel día los dos aprendieron a pronunciar las palabras mágicas.
¡Ah! Al día siguiente pudieron continuar el apasionante juego de los piratas.
* * *
—¿DE VERDAD vas a casarte con Robustiana? —Rúper no podía creérselo.
—Sí.
—Pero… ¿lo has pensado bien?
—Claro. Cuando Alí Pérez descubre el pergamino va en busca de Robustiana y…
—… cuando la encuentra, ¡vaya chasco!
De pronto, Ramón ya se había convertido en Alí Pérez el pirata. Podía verse cómo cojeaba, y cómo uno de sus brazos terminaba en un muñón, y cómo uno de sus ojos se había cerrado de forma extraña. Por supuesto, Amparito también había dejado de ser Amparito.
—¿Quién eres tú?
—Alí Pérez, el terror de los mares. ¿Y tú?
—Soy la pobre Robustiana.
—¿La princesa?
—Sí.
—¡Válgame el cielo! Jamás he visto una princesa tan fea.
—¡Pues anda que tú! Se ve que no te has visto últimamente en el espejo.
—Los piratas no utilizamos esas cosas.
—¡Qué adefesio!
—No será para tanto.
—¡Qué piltrafa!
—Más respeto, princesa. Ten en cuenta que llevo nueve días con sus noches nadando sin cesar.
—¡Qué birria!
—¡Basta de insultos! ¿Te quieres casar conmigo?
—Sí.
AIí Pérez y Robustiana se casaron, pero no creáis que llevaron una vida tranquila y reposada. ¡Qué va! Si yo os contase…