* * *
FUE UNA batalla tremenda. ¡Qué digo tremenda! Fue peor, mucho peor, por lo menos tremendísima. Los dos barcos se hundieron juntos, con sus palos mayores tronchados y sus velas entrelazadas, como una gran tela de araña. Sólo hubo un superviviente: Alí Pérez, el viejo lobo de mar, que, a pesar de que le faltaba una pierna, un brazo y un ojo, consiguió asirse a un madero que flotaba a la deriva. Estuvo nadando ni se sabe cuánto, pero por lo menos una semana y dos días. La humedad le llegaba hasta los huesos. De repente, una mañana, bajo la luz rojiza del amanecer, su único ojo divisó una isla.
—¡Tierra! —gritó, y comenzó a nadar hacia ella.
¡Y qué casualidad! Precisamente en aquella isla estaba… Pero…
—¡Es tardísimo! —gritó Amparito la dientes.
—¡Es verdad! —ratificó Rúper, tras una ojeada a su nuevo reloj digital, que hasta tenía luz incorporada para verlo por la noche.
—Mañana seguiremos, es un juego estupendo. ¿Qué viene después, Ramón?
—Pues, no lo sé bien. Como os dije, Alí Pérez era un pirata algo viejo y muy cansado de luchar…
—¿Y por qué se llamaba Alí Pérez? —preguntó Amparito—. ¡Qué nombre tan raro!
—Es que era mitad moro y mitad español.
Se separaron y corrieron hacia sus casas respectivas; todos iban con el temor de una más que probable reprimenda a causa del retraso. Bueno, todos, no. En la cabeza de Ramón aún resonaba el fragor de las espadas chocando, el plaf-plaf-plaf-plaf-plaf de su pata de palo sobre la cubierta de madera, incluso podía sentir sobre su cuerpo la humedad terrible del océano.
Cuando Margarita le abrió la puerta, se quedó mirándole de arriba a abajo. Fue una de esas miradas que a cualquiera le hacen sentir un escalofrío de pies a cabeza. Bueno, a cualquiera menos a Ramón. El seguía nadando a brazo partido, con la esperanza de alcanzar la isla.
—¿Has visto cómo traes los pantalones? —le dijo su madre—. ¡Están mojados otra vez!
—Claro, mamá, es que se hundieron los barcos y nos tuvimos que arrojar al agua.
—¿Qué tontería es ésa?
—Los demás, creo que se ahogaron; sólo yo pude agarrarme a un madero. Llevo nueve días y nueve noches nadando.
—¡Te has vuelto a orinar, cochino! —estalló Margarita—. ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Qué voy a hacer?
Ramón bajó poco a poco la mirada y descubrió el rodal en sus pantalones. A medida que regresaba a la realidad, su cuerpo se iba encogiendo y no deseaba más que convertirse en tortuga y esconder la cabeza, las manos y las piernas dentro del caparazón. En su cerebro se diluía como el humo el mismísimo Alí Pérez, y su barco, y la isla, y la princesa Robustiana…
—¿Qué voy a hacer contigo?
Y la pregunta terrible volvía a tomar cuerpo, forma y sentido: «¿Por qué seré yo tan malo?»
—¡Quítate esa ropa y ponte el pijama!
AQUELLA NOCHE soñó con las cataratas del Niágara. ¡Qué fastidio! No lo pudo evitar. Antes de acostarse se le había ocurrido ojear un libro de geografía y… ¡allí estaban las dichosas cataratas! ¡Qué cantidad de agua cayendo sin cesar! Los hombres que pasaban por un puente colgante de madera parecían hormiguitas. ¡Cuánto le gustaría ver esas cataratas! Pero verlas de verdad, no en fotografía. Aunque…, pensándolo bien, no estaba muy seguro. Podría soñar todos los días con ellas y… No, no, decididamente no quería visitar las cataratas del Niágara.
Por la mañana, trató de disculparse ante una Margarita más irritada que de costumbre.
—Es que… he soñado con las cataratas del Niágara y…
Por la tarde, y por primera vez en muchos días, Ramón no tenía ganas de jugar, ni siquiera a los piratas. Como los amigos ya conocían sus problemas y los comprendían, se sentían solidarios.
—Eso le puede pasar a cualquiera —le consolaban.
Se sentaron alrededor y le animaron como mejor sabían. Ninguno se atrevió a mencionar el juego de los piratas.
—Yo tengo un primo de quince años que se mea en la cama —comentó Juana—. El médico le ha dicho que tiene la columna vertebral partida en dos.
—¡Hala! ¡Cómo va a tener la columna vertebral partida! —Rúper no podía creérselo.
—Se lo dijo el médico, ¡listo!
—Si tuviese la columna vertebral partida, se moriría. Nunca se podría poner derecho.
Ramón sabía perfectamente a qué se refería Juana; sin embargo, no tenía ganas ni de aclararles sus dudas. A él también le habían hecho radiografías de la columna vertebral y análisis de todo tipo y, para su desgracia, estaba completamente sano. No existía causa física para que se orinase encima, y sin embargo…
El Cipri llevaba unos minutos sin hablar, lo cual era síntoma inequívoco de que alguna idea estaba rondando su cabeza. Es que se me había olvidado decirlo el Cipri era el de las grandes ideas. El siempre encontraba solución a todo. ¡Y qué soluciones! ¡Fenomenales! De repente, dio un grito que sobresaltó a todos:
—¡Ya está!
—¿Qué idea se te ha ocurrido? —Rúper, que le había estado observando, no dudó un instante que el Cipri había hallado la solución definitiva.
—¡Escuchadme!
Todos le rodearon con ansiedad para que les contase con detalle su extraordinaria idea. Yo no os diré de qué se trataba, porque fácilmente lo podréis deducir si continuáis leyendo. Sólo os advertiré una cosa: era una idea arriesgada y hasta un poco peligrosa.
—No sé, no sé… —Ramón no lo veía muy claro.
—¡Te digo que resultará! —insistió el Cipri.
Finalmente, animado por todo el grupo, Ramón aceptó llevar a cabo aquella idea tan magnífica.
* * *
POR LA NOCHE, cuando Margarita se disponía a colocar la mesa para cenar, Ramón se acercó a ella y se ofreció a ayudarle con los cubiertos.
—¡Qué mosca te habrá picado! —le dijo Margarita, no acostumbrada a la colaboración espontánea de su hijo.
—Ninguna. Quiero ayudarte a poner la mesa.
—¿Qué estarás tramando? —Margarita no confiaba en las buenas intenciones de su hijo—. Algo malo, seguro.
—No, mamá. He tomado la determinación de volverme bueno. A partir de ahora seré obediente, haré todo lo que me digas. Todo, todo, todo…
—Ya veremos.
—Te lo aseguro, mamá. Todo, todo, todo, todo, todo… —Ramón insistía tanto porque eso formaba parte del plan.
Margarita se limitó a mirarle de soslayo y a encogerse de hombros, sin duda pensando que la buena disposición de su hijo duraría poco, como ya había ocurrido en otras ocasiones, y no le dio mayor importancia.
Y resultó que, al cabo de unos minutos, salió por la televisión el mismísimo presidente del gobierno, que informaba al país sobre cosas muy importantes. Margarita, como buena ciudadana, corrió al televisor y escuchó atentamente; pero Ramón, que no entendía bien lo que un señor muy serio y con corbata quería decir, se dio media vuelta y se puso a cantar el himno de los piratas, una canción que se había inventado él solo.
Margarita, a la que el himno de los piratas impedía oír con claridad el discurso del presidente del gobierno, iba a reprender a su hijo; pero lo pensó dos veces, contó hasta cinco y se contuvo. Se levantó de la silla y subió un poco el volumen del televisor.
Ramón, que se veía ya encaramado en el puente de mando de su bajel, rodeado por todo su ejército pirata, dirigiendo con su reluciente garfio de acero un extraño y abigarrado orfeón, inconscientemente, también elevó el volumen de su voz.
Esta vez Margarita no lo pensó dos veces ni contó hasta cinco.
—¡Cállate! —le dijo.
Pero como estaba tan entusiasmado y como el volumen del televisor era ya más que considerable, Ramón no la oyó. Siguió arremetiendo con su himno de los piratas, y procuraba poner la voz lo más ronca posible, ya que se imaginaba que todos los piratas debían tener la voz muy cascada, a causa de las botellas de ron que bebían a todas horas:
Alí Pérez el pirata.
¡Chin-pon-pón!
Alí Pérez el terror
de los mares y los barcos,
de princesas y tesoros.
¡Chin-pon-pón!
Alí Pérez, que soy yo.
—¿Así es como vas a obedecer? —Margarita estaba hecha una furia—. ¡No te da vergüenza! Prometes cosas que no vas a cumplir.
—Pero es que… —balbuceó el niño.
—¡Silencio! ¡Cállate de una vez! ¡No quiero volver a oírte!
Y aquí es donde debía comenzar el plan del Cipri. Ramón, no obstante, lo pensó unos momentos; pero finalmente se decidió. Y entonces, se calló; pero se calló por completo, es decir, se calló definitivamente.
El disgusto de Margarita fue enorme. Imaginaos, pensó que su hijo se había quedado mudo. Lloró desconsolada largas horas y, en vano, Prudencio el padre de Ramón, del que todavía no he hablado porque tenía pluriempleo y nunca estaba en casa trató de consolarla, asegurándole que sería un mal pasajero.
A Ramón le conmovieron mucho las lágrimas de su madre; a punto estuvo de romper el plan del Cipri y contarle toda la verdad; pero no lo hizo. Y ni él mismo se explicaba el porqué. Tal vez su experiencia le decía que los planes del Cipri nunca fallaban, o al menos nunca habían fallado hasta la fecha.
Al día siguiente, y en vista de que Ramón seguía sin hablar, Margarita le puso la ropa de los domingos, le lavó las orejas y le peinó con colonia.
—Te llevaré inmediatamente al médico —le dijo.
Como Ramón tenía que fingirse mudo, no pudo protestar y se resignó con paciencia.
El doctor le examinó concienzudamente, notaba algo extraño e insistía una y otra vez en sus exploraciones.
—El niño está bien… —comentó.
—¿Cómo puede decir eso, doctor? —intervino Margarita.
—Quiero decir que no observo lesión alguna que le impida hablar. Más bien me inclino a pensar que existen otras causas, algo psicológico.
—¿Psicológico?
—Sí, tal vez su estado emocional…, algún conflicto…
Aquellas palabras sirvieron para que Margarita volviese a pensar que aquel médico no sabía nada. Abandonó el ambulatorio furiosa, hablando en voz alta por los pasillos, asegurando que se quejaría a quien tuviese que quejarse, que las cosas no iban a quedarse así, que tendrían que oírla a ella…
Por la tarde, llevó al niño al gabinete de don Anastasio, el psicólogo. El Cipri y los demás los vieron cruzar la calle desde la plaza. Cuchichearon algo en voz baja cuando Ramón los miró de reojo.
Don Anastasio, después de oír a Margarita, frunció el ceño:
—¡Lo que me temía! —dijo.
—¿Cómo?
—Sin duda se trata de un problema de afectividad.
Margarita, que intuía hacia donde quería llegar don Anastasio, no quiso oír más. Agarró a su hijo por un brazo y le sacó del gabinete sin contemplaciones.
Ramón estaba deseando volver a casa; pero, como se temía, no iban a regresar sin hacer una visita al muy paciente don Víctor. El maestro escuchó angustiado el relato de Margarita y lamentó sinceramente lo ocurrido:
—Mi consejo —dijo— es que el niño procure seguir haciendo una vida normal. Que no falte al colegio. Pondré todo mi empeño en él y, entre todos, estoy seguro de que podremos conseguir buenos resultados.
Como Margarita esperaba más cosas de las que don Víctor podía ofrecerle, también abandonó el colegio con muy malos modales. Desconsolada, y al borde de un ataque de histeria, regresó a su casa.
—¡Lo que me faltaba: un hijo mudo! ¡Me voy a volver loca! ¡A mí sí que nadie me comprende!
Prudencio, más resignado, trataba de calmarla durante los pocos momentos que pasaba en casa.
* * *
Y EL CASO fue que Ramón permaneció mudo ante todo el mundo, excepto ante el Cipri y los demás, naturalmente.
—¿Qué tal? —le preguntaban por la tarde en la plaza del Árbol Solitario.
—Parece que bien —respondía Ramón—. Hoy no me ha regañado ni una sola vez.
—¡Lo ves! —decía el Cipri, orgulloso—. Ya os dije que mi plan daría resultado.
—Bueno, bueno —cortó Rúper—. ¿Cuándo seguimos jugando a los piratas?
—No podemos —aseguró Ramón—. Alguien podría verme hablando y…
—Pues no hables.
—Es que es preciso que hable. Alí Pérez tiene que llegar a la isla donde ha sido desterrada la princesa Robustiana y tiene que declararse a ella.
—¡Pues qué fastidio!
—Yo también lo siento.
—¡Jo! pero es que este juego nunca vamos a poder terminarlo.
—Si queréis —los consoló Ramón— os puedo ir contando lo que pasará. Además, os puedo enseñar también el himno de los piratas, que me inventé el otro día.
—¿Y cómo es?
—Escuchad:
«Quince hombres van en el cofre del muerto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!
La bebida y el diablo se llevaron el resto.
¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!»
—¡No vale! —protestó Rúper airadamente.
—¿Por qué? —Amparito la dientes no había adivinado el fraude.
—Porque ésa es la canción de los piratas de «La isla del tesoro». Lo leí durante las vacaciones, es un libro lleno de aventuras.
Ramón bajó la cabeza. Le habían descubierto. Por lo visto no era el único lector de «La isla del tesoro». Pero si él, efectivamente, se había inventado un himno de piratas, ¿por qué a última hora lo había cambiado por la canción favorita del borracho Bill, el viejo pirata del baúl y la cicatriz en la mejilla, que un día tomó asiento en la posada del «Almirante Ben-bow»? ¿Por qué? Ramón era así, un poco inseguro de sí mismo. Aunque le gustaba su himno, pensó que la canción de «La isla del tesoro» tendría mayor aceptación.
—Eres un tramposo.
—Os aseguro que me he inventado de verdad un himno de los piratas. ¡Os lo aseguro!
—¿Y por qué no lo cantas?
—Ahora mismo. Ya veréis.
Procuró enronquecer la voz, haciendo esfuerzos con su garganta y emitiendo extraños gruñidos. Pero cuando iba a arrancarse, Juana dio la voz de alarma.
—¡Cuidado! ¡Que viene!
Margarita ya cruzaba la calle en busca de su hijo, y es que últimamente se preocupaba más de él, e incluso iba a buscarle todas las tardes hasta la plaza. Tuvo palabras dulces para los niños y, de la mano, se le llevó a casa.
En el grupo, aún quedaba la duda de si Ramón se habría inventado de verdad un himno de los piratas.
—Yo creo que es una mentira —aseguraba Ruper.
—Pues yo creo que es verdad —replicaba Amparito.