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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (28 page)

BOOK: Las puertas templarias
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Una nueva ojeada le hizo mirar hacia la ventana entreabierta. Por allí, justo por donde se colaban los murmullos de los rezos de la comunidad, era donde el caballero debía custodiar aquel libro profético del que tanto había oído hablar.

Se trataba de una pequeña cómoda llena de cajones, situada junto al escritorio. Tallada, sin duda, por las hábiles manos de fray Crisóstomo —el maestro ebanista—, el mueble destacaba del conjunto por la madera clara empleada en su confección.

Sigilosamente, se acercó hasta él, y cuando alargó la mano para abrir el más grande de sus compartimentos, algo chocó contra su garganta.

—Así que volvéis a estar muy cerca de mí.

La frase le petrificó. Por instinto, Rodrigo se echó las manos al cuello, notando que lo que le oprimía era la afilada hoja curva de un puñal. Un arma fría, limpia, que podía partirle la nuez de un tajo antes de respirar siquiera.

—No habléis —ordenó aquella misma voz con tono firme—. Sé qué habéis venido a buscar.

—...

—Y lo tendréis. ¡Vaya si lo tendréis!

La misma mano que sujetaba el puñal bajó bruscamente a la altura de los hombros y le arrojó violentamente contra la pared. Desconcertado, Rodrigo abrió los ojos de par en par tratando de ubicar el bulto de su agresor.

No tuvo que forzar mucho la vista. Un instante después un golpe seco, como si rasparan la pared, tronó frente a él prendiéndose en el acto una lámpara de aceite que llenó de su inconfundible olor la estancia. Allí, frente a él, sujetaba lámpara y puñal el propio Jean de Avallon.

—¿Y bien? —el caballero le miraba desde arriba, sin darle ocasión a moverse—. ¿Qué os ha decidido a asaltar mi alcoba? ¿Acaso el único ejemplar de
El Protocolo
que he escrito y que aún no está bajo llave?

Rodrigo asintió.

—¿Y adónde pensabais llevároslo?

—A Orléans.

—¿Aún le sois fiel a su obispo?

—Es quien me protegió.

—¿Y si yo os perdono la vida? —dijo el templario.

—Entonces, señor, mi fidelidad os la deberé a vos.

Jean tendió su mano a Rodrigo para ayudarle a levantarse. Aunque con el hombro ligeramente contusionado, el aragonés se incorporó con agilidad, mucha más que la que demostraba aquel desecho humano que tenía frente a sí.

—Oídme, pues —dijo—. Llevaréis este libro con vos fuera de Francia. Cruzaréis el Mediterráneo y emprenderéis la ruta de Alejandría hasta Tierra Santa. Y allí, donde descubráis un lugar como éste, regentado por hombres de Dios, pediréis ingresar como novicio y les entregaréis este libro en pago de vuestra manutención.

—¿Y por qué me mandáis a tan lejanas tierras?

—Porque son las tierras del origen. Donde todo empezó. De donde salieron las Tablas que hoy protegemos y donde, en el futuro, escucharán la señal que mi obra anuncia.

—¿Señal?

—La señal que marcará el día en el que las Puertas se abrirán para siempre.

Rodrigo vio que el caballero alzaba, la vista casi en trance, como si acertara a ver los resplandores de la Jerusalén Celestial del Apocalipsis descendiendo sobre Claraval.

—¿Nos permitirá eso ascender a los Cielos, mi señor?

—Y mucho más.

Rodrigo huyó esa madrugada con
El Protocolo
bajo el brazo y cumplió con la palabra dada. Al alba, cuando fray Andrés acudió a visitar a Jean como cada día, lo encontró tumbado sobre su cama, vestido con todas sus armas y con un gesto severo dibujado en el rostro. Debió de entregar su alma a Dios poco después de que el intruso abandonara su celda. Pero ése fue un detalle que nunca nadie conoció.

LAPSIT EXILLIS

Vencer los trémulos andamios de los operarios de limpieza de Amiens fue más difícil de lo que Monnerie se las prometía. La escalera principal ascendía en paralelo a la columna central que sostenía el pórtico, gravitando en medio de la nada. La Virgen, con gesto severo, recto, pareció clavar sus ojos vacíos sobre los del profesor, en cuanto éste llegó a su altura. Y el niño que sostenía en sus brazos también.

Una extraña sensación se apoderó de él. Era como si estuvieran a punto de profanar algo sagrado. Algo que no se colocó en su lugar para que lo tocaran las manos ateas de dos ingenieros del siglo XXI.

Pero Témoin no estaba dispuesto a echar marcha atrás. Con agilidad, se colocó junto a la estatua sedente de Moisés —un barbudo que sostenía una de las Tablas de la Ley y que estaba coronado por los cuernos de la sabiduría—, invitando a
meteor man
a hacer lo propio junto a Leví, ataviado con las ropas de los custodios del Arca.

—Aquí es —dijo Michel con el rostro iluminado—. ¿Verdad que es magnífica?

—Lo es. ¿Cómo piensas abrirla?

—Bueno. Es una caja maciza. La tapa se debió pegar, así que creo que tendremos que romperla.

—¿Y con qué?

—Con eso.

Témoin señaló dos mazas que los operarios habían dejado sobre el andamio, junto a las mangueras de agua a presión que utilizaban para arrancar la mugre de las imágenes.

—Michel —susurró el profesor antes de coger su martillo—. Hay algo que me desconcierta de todo esto.

—¿De qué se trata?

—Me confunde que haya una representación del Arca de la Alianza en el pórtico de la Virgen. El Arca es un objeto del Antiguo Testamento, la Virgen es un personaje del Nuevo. Allá abajo también hay medallones mezclados de las dos épocas. Y siendo como estoy empezando a entender que fueron los constructores de catedrales, ¿no crees que eso encierra alguna clave?

—No lo sé. Toma tu maza, quítate los objetos de metal y abramos esto ya.

—¿Y el metal de los martillos?

—Probablemente no nos afectará en una primera fase. No creo que el Arca, si está aquí dentro, sea la propia piedra. Esto es el contenedor de algo más.

A trescientos metros de allí, justo en la esquina de la plaza de la catedral con la
rue Cormont
, el equipo de sonido de Ricard estaba recogiendo nítidamente toda la conversación.

—Creo que la van a abrir, padre —insistió Gloria alarmada—. Todavía estamos a tiempo de detenerles.

—¡No! Es evidente que no comprenden el poderoso símbolo al que se enfrentan, pero quizás sea mejor así.

—¿Poderoso símbolo?

El catalán, atento a los indicadores de sensibilidad del micrófono, no pudo evitar expresar su curiosidad al padre Rogelio.

—Sí, hermano. No entienden por qué el Arca de la Alianza está sobre la Virgen, porque ignoran que Nuestra Señora fue la nueva Arca que contuvo la nueva Alianza. Fue como el Grial que guardó la Sangre de Cristo y selló el nuevo pacto con Dios. Los antiguos sabían leer esos símbolos y los respetaban.

—No todos.

—Cierto, Gloria. No todos sabían leerlos.

Un golpe seco zanjó la conversación. El equipo estereofónico de Ricard se estremeció.

—¡La están golpeando, padre! ¡Están abriendo el Arca!

En efecto. La piedra caliza que remataba el cajón de piedra de la fachada comenzó a quebrarse bajo los certeros mazazos de los ingenieros. Por fortuna, la luz había empezado a declinar sobre Amiens y no había nadie lo suficientemente cerca de los andamios como para percatarse del sacrilegio. Aquella escultura de casi nueve siglos de antigüedad estaba recibiendo el ataque más grave desde que fuera izada allá por los constructores del templo.

Jacques Monnerie fue el primero en darse cuenta. La tapa, al sexto golpe, cedió parcialmente, dejando que las esquirlas de piedra se hundieran hacia dentro.

—Está hueca —sonrió satisfecho Témoin.

Dos mazazos más, y la abertura practicada era ya tan grande como un tablero de ajedrez.

Al principio no se dieron cuenta, pero un fuerte olor ácido, como si fuera amoniaco, no tardó en rodearles. Inmediatamente, una desagradable sensación de mareo les obligó a saltar al andamio y a alejarse un poco del hueco. No tuvieron tiempo ni de mirar dentro.

Desde abajo, el padre Rogelio sonrió satisfecho.

—Es la fuerza de la «fuente» —dijo sin despegar los ojos de los binoculares.

—¿Qué ocurre, padre?

Gloria, fuera de la furgoneta, le abordó desde la ventanilla.

—Se han tenido que apartar del Arca. No me extrañaría nada que comenzaran a sentir un vacío en el estómago, como si les aplastaran con una losa, y perdieran el sentido del tiempo.

—¿El sentido del tiempo?

—Quienes estuvieron cerca de la fuente, como Juan de Jerusalén o Michel de Notredame, por ejemplo, sufrieron durante años alucinaciones temporales. Era una consecuencia más de haber estado sometidos a una gravedad extrema.

—¿Por eso alcanzaron a «ver» el futuro?

—Por eso, y por haber atravesado la Puerta. Sabemos que Juan de Jerusalén la cruzó dos veces, en la Cúpula de la Roca, en Tierra Santa, y en Chartres. En cuanto a Nostradamus, muy probablemente gracias a la familia Médicis, fue capaz de atravesarla en Reims.

—¿Y no nos afectará esa gravedad, estando tan cerca?

—La «fuente» debió de ser aislada antes de guardarse... Eso espero.

—¿Hay algún antecedente de la fuerza gravitacional del Arca?

El padre Rogelio, extrañado por la pregunta de Gloria, apartó los prismáticos de sus ojos.

—Sí lo hay. Algunas tradiciones midráshicas, hebreas, dicen que el Arca era capaz de levantarse por sí misma, flotar ingrávida e incluso transportar a quienes tuviera cerca de sí. Además, se cuenta que era capaz de emitir un sonido quejumbroso cada vez que se «armaba» contra sus enemigos y se levantaba ella sola del suelo...

—No nos afectará a esta distancia, ¿verdad?

—Supongo que sus efectos serán muy locales. Lo justo para atemorizar a los sacrílegos.

—Eso espero.

Monnerie y Témoin tardaron unos minutos en reponerse. Sentados sobre el andamio, con las manos y las ropas cubiertas del polvo blancuzco de la piedra, miraron absortos el aspecto externo del arcón sin atreverse aún a husmear en su interior. El olor, y una indescriptible desazón, como si sus fuerzas se hubieran perdido por el hueco practicado en la caja, les había dejado desarmados.

—Evidentemente hay algo ahí dentro —murmuró Témoin.

—Saquémoslo entonces.

Con sumo cuidado, los ingenieros volvieron a situarse sobre el arcón de piedra y comenzaron a arrancar los trozos de la losa superior que aún tapaban su hueco. Fue fácil. La roca estaba muy desgastada y se desprendía con facilidad.

Tras un par de minutos, Témoin echó un vistazo a su interior. El cubículo era del tamaño de un televisor pequeño. Era evidente que sus medidas no se ajustaban en absoluto a las del Arca. Además, de una primera ojeada, le pareció que estaba vacía. Un segundo después, se dio cuenta de que no era así.

Pegado al fondo de la caja, cubierto de polvo gris, yacía algo parecido a una plancha completamente envuelta en un pergamino. Témoin sopló primero, levantando una nube de ceniza a su alrededor, y despejó el contenido del cofre.

—¿Qué es? —preguntó Monnerie.

—Parece una plancha de cuarzo. Aguarda.

Con decisión, Michel introdujo sus manos en la caja y rodeó el objeto, tirando de él. Era muy pesado, y con dificultad logró sacarlo del interior. Un destello del último rayo de sol de la tarde lo hizo resplandecer de repente.

—¡Por todos los santos! —bramó el padre Rogelio con los prismáticos clavados en el rostro.

—¿Qué ocurre, padre?

—¡Es la
Lapsit Exillis
!

—¿La... qué? —Ricard, con su cuerpo redondo acostado sobre el ecualizador, puso cara de acelga.


Lapsit Exillis
. Es uno de los nombres que se le dio al Grial en el siglo doce cuando se inventó su existencia. En realidad —explicó nervioso el padre Rogelio— es un nombre clave, difundido por un poeta de la época, Chrétien de Troyes, que significa
Lapis ex coelis.
«Piedra del cielo».

—¿Y qué es?

—Una de las tablas de Hermes. Una de las tablas de Enoc. De Imhotep. De Moisés. ¡Un libro de Dios!

Durante un instante, Témoin apartó con cuidado el pergamino que envolvía la piedra. Lo desenvolvió prestando atención a cada uno de sus crujidos y haciendo verdaderos esfuerzos por no quebrarlo por ninguna parte.

Una vez terminada la operación, pasó la manga de su americana sobre la piedra, despejando su verdadero aspecto.

La losa —pues eso parecía— era de un tibio color verde. Pulcramente pulida y de aspecto cristalino, parecía desprender una apagada luz propia. Témoin, intrigado, pegó sus narices a la piedra, descubriendo algo más: en una de sus caras alguien había ejecutado un diseño tan simple como elocuente. Se trataba de dos círculos concéntricos alrededor de una esfera maciza. Uno de ellos presentaba otra pequeña circunferencia atravesada por la mitad, como si orbitara en torno al punto mayor.

—Es geometría pura —dijo asombrado—. Parece una representación de la teoría heliocéntrica.

—Imposible.

Monnerie encogió su perilla, tratando de descifrar algo en aquel diseño que no le encajaba.

—No —pronunció su negación como si le pesara aquel monosílabo—. No es eso, Témoin.

—¿Qué es, pues?

—Es la representación del átomo de hidrógeno.

—¿Hidrógeno?

—Bueno. Lo parece. El hidrógeno es el elemento más común en el espacio.

—¿Y?

—¿No lo entiendes? Están diciéndonos dónde debemos mirar para encontrar la Puerta.

—¿Y las emisiones que detectamos?

—¡Hidrógeno! ¡Emitían al espacio la fórmula del hidrógeno!

Témoin encajó aquella pieza. A su mente acudió de inmediato el recuerdo de su conversación con el padre Pierre. ¿Y si era cosa del Diablo el colocar aquel cuarzo para emitir señales al espacio? La idea, por absurda, no se atrevió ni a comentarla con Monnerie.

¿Y si...?

Unos metros más abajo, aún en el interior de la Renault Space, el padre Ricardo sonrió. Incapaz de alterar los acontecimientos, recordó la sabia frase de Bernardo de Claraval: «Dios es longitud, anchura, altura y profundidad». Si el genio de Claraval había encontrado al Altísimo en las constantes geométricas, era sin duda porque él mismo había accedido a aquella Tabla y a las muchas que debieron acompañarle. La señal, aun sin saberlo aquellos dos, había sido dada. O aún mejor, enviada. «Pobres
charpentiers
—barruntó—. Acaban de perder su monopolio.»

LOS ENVIADOS
Monasterio de Santa Catalina (Egipto)

Teodoro se recogió las barbas para no tropezarse con ellas, y atravesó corriendo el patio vecino a la biblioteca para dar la buena nueva al padre Basilio. El patriarca no estaba ya para aquellos trotes, pero aun así, descendió las escaleras de la sala de los ordenadores con igual ímpetu que lo hubiera hecho cualquiera de sus jóvenes novicios.

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