Aquella fue la primera decepción que recibió Marta por parte de un hombre. Años después, con once años, otra familia de acogida la llevó a su casa. Con ellos vivió durante siete meses, hasta que una noche el padre intentó propasarse con ella y Marta huyó asustada. Como siempre había sido muy avispada se unió a un grupo de chicos de la calle, todos huérfanos y sin familia, y desde los once años hasta los quince vivió como una indigente buscándose la vida como podía.
En esa época se enamoró de Gabriel, además de aprender a hacer puentes a los coches, robar en los supermercados y un sinfín de cosas que odiaba recordar. Gabriel era un muchacho muy problemático de dieciocho años, rubio y muy guapo. Era el cabecilla del grupo y al enterarse que ella estaba embarazada, le dejó muy claro que no quería responsabilidades. Bastante tenía con conseguir sobrevivir día a día. Aquello fue otra gran decepción para Marta, pero lo asumió.
Durante aquellos meses Marta se trasladó a vivir a Madrid con el propósito de dar a su bebé en adopción. Ella era una niña y no podía hacerse cargo de él. Cuando dio a luz no quiso ver a su hija. Pero una de las monjas del hospital le puso a su hija en los brazos y ya no la pudo soltar.
A partir de ese momento, y con la ayuda de las madres irlandesas, Marta dejó de vivir en la calle. Las monjas la acogieron y cuidaban de Vanesa el tiempo que ella iba a limpiar portales y casas. Hasta que un día, cuando tenía diecisiete años en uno de esos portales se cruzó con Lola Herrera. La famosa diseñadora de trajes de flamenca. Marta no lo dudó y le pidió ayuda. Le suplicó un trabajo.
Lola al escuchar como aquella muchachita le pedía trabajo para poder mantener a su hija, se conmovió y sin dudarlo la contrató como interna en su hogar. Ella vivía sola con su marido Blas. No tenían hijos. Aquello le dio vida a Marta. Había conseguido un techo y estabilidad para su hija. Cuando Marta cumplió diecinueve años y le pidió a Lola la oportunidad de trabajar con ella en el taller, se la volvió a dar y nunca se arrepintió. Aquella muchacha le demostró que valía para todo lo que se propusiera. Tan pronto te arreglaba el coche, como un grifo, o te diseñaba un precioso vestido andaluz.
La decisión y fortaleza de aquella joven muchacha fue algo que a Lola siempre le admiró. Los años pasaron y Marta ascendió en la empresa. Tras ahorrar durante años, consiguió comprar una casa para ella y su hija en el barrio de Aluche y se convirtió en una persona indispensable para la empresa y la vida de su jefa.
Pero Lola no era una jefa. Lola era la madre que nunca tuvo. Adoraba a Marta y a Vanesa. Se tenían un cariño increíble. Y cuando murió Blas, el marido de Lola, ellas fueron quienes le ayudaron a superar aquella irreparable pérdida. Blas había sido un buen marido, un buen padre y consejero para Vanesa y Marta, a quienes trataba como si fueran de su propia familia. En el fondo lo eran, y ellas lo sabían.
Los días pasaron a toda leche. Durante el día trabajaban en el taller y la tienda, y cuando cerraban, se quedaban para terminar el vestido de Lola. Al final entre todos eligieron hacer un vestido en seda cruda natural con cuello barco, media manga y recto hasta las rodillas. Sobre él llevaría una chaqueta corta también de cuello barco de la misma tela, que a Lola le quedaba muy bien.
Durante aquel tiempo Marta no volvió a saber nada de Philip, aquel inglés estirado. No se puso en contacto con ella. Era como si nunca se hubieran conocido. Llevó el tema con toda la discreción que pudo. No quería que Lola ni nadie supiera lo que ocurrió. Pero aquella tarde cuando cerraron la tienda y se marchaban a su casa para arreglarse para la fiesta, un extraño presentimiento le hormigueó a Marta en el estómago.
—Tesoros míos, ¿a qué hora llegaréis a casa? Recordad, si tras la fiesta os queréis quedar a dormir, mi casa está a vuestra disposición —dijo Lola mirándoles.
—Dinos a qué hora quieres que lleguemos y allí estaremos —sonrió Patricia mirándola, mientras abría el paraguas. Comenzaba a llover.
—Os espero a las ocho y media. Así tendremos tiempo de charlar tranquilamente antes de que lleguen los invitados. ¿Os parece?
—¡Perfecto! Allí estaremos —asintió Marta poniéndose los guantes de la moto. Pero mirando a Lola dijo—: ¿Sabes lo malo de ir a tu fiesta?
—¿El qué,
miarma
?
—Que me voy a perder la final del Atlético de Madrid-Fulham.
—Buenooooo. Ya salió a relucir su vena machorra de colchonera —se mofó Adrian.
—Anda ya, petarda —rió Patricia al escucharla.
De todos era conocido que Marta era del Atlético de Madrid hasta la médula.
—Ay, mi niña, ¿es hoy? Cuanto lo siento mi cielo —murmuró Lola apenada.
—No pasa nada Lola... de verdad —sonrió Marta al escucharla.
—Desde luego Marta tienes cada cosa ¡
que pá qué
! —se quejó Adrian.
—
Joer
. Es la final de la Europa League y llevamos 14 años sin ganar ni un solo título. ¿Recuerdas cuando hizo el doblete hace años? —Lola asintió con una sonrisa —. Pues este año me da a mí que vamos a ser campeones, ¿no creéis?
Con cariño la mujer miró a la joven. Su marido Blas fue quien la hizo hincha del Atleti, y tras tocarle con cariño en el brazo susurró:
—Estoy segura, mi niña, de que la vais a ganar. —Bueno y cambiando de tema —dijo Adrian—. ¿Habrá mucha gente?
Cualquier fiesta en casa de Lola Herrera era algo multitudinario.
—Como siempre, cielo. Una
jartá...
—¡Genial! —rió aquel—. Me he comprado un traje color lavanda de Verino para la ocasión ¡precioso!
—Estarás guapísimo,
miarma
. Seguro —sonrió Lola.
Con una sonrisa en los labios Marta murmuró mientras se ponía el casco.
—Eso quiere decir que nos eclipsarás, ¿verdad, Adrian? Y en cuanto a dormir en tu casa, imposible. Tengo que llevar a Vanesa a casa de una amiga. Han organizado una fiesta mixta de pijamas y cualquiera le dice que no a la fiera de mi niña.
—
Uis
nena ¡qué peligro! Una fiesta mixta de pijamas —sonrió Adrian.
—No me lo recuerdes —se guaseó Marta.
—Hablando de recordar, ¿has puesto la denuncia en la comisaría por lo de tu coche? —preguntó Patricia a su amigo.
—Hoy no he tenido tiempo. Ya la pondré —respondió Adrian.
—
Córcholes
, Adrian... ese coche te va a arruinar —suspiró Lola.
—No, Lola, no. Los que le van a arruinar son los delincuentes que viven en su urbanización —protestó Marta mirando a su amigo—. ¿Pero cómo pueden haberte robado de nuevo las ruedas del coche?
—Ay... y yo que sé —respondió Adrian desganado.
—Anda que no —sonrió Patricia—. Saben que tú no vas a liarla parda y siguen choriceándote cada vez una cosa. Un día el espejo del conductor. Otro día los limpia delanteros, las ruedas.... En fin... que o cambias de coche o cambias de barrio, pero así no puedes continuar.
Lola asintió, y Marta al verle tan agobiado cambió de tema. Miró a su jefa que contemplaba su moto como si fuera un ovni y preguntó con guasa:
—¿Quieres que te lleve?
—No... no. Ni loca me vuelvo yo a subir a un trasto de estos,
siquilla
—rió aquella—. He quedado aquí con Antonio. Él me recogerá. Ah... por ahí viene.
Patricia y Marta miraron hacia donde señalaba y no se sorprendieron al ver llegar una limusina en color chocolate.
—Vaya... esta es de otro color, ¡qué nivel Maribel! —se guaseó Adrian y todos sonrieron.
Pero a Marta se le cortó la risa al ver apearse al hombre que no le contestaba sus emails. Ante ella estaba Philip. Tan impoluto y estirado como siempre, junto a su padre.
Sin quitarse el casco y montada en su moto, Marta miró a Patricia y esta sonrió. Después desviando la vista cruzó una rápida mirada con Philip, que no la saludó. Se limitó a observarla apoyado en la puerta de la limusina, mientras su padre, con una encantadora sonrisa saludaba a Lola.
—No llegamos tarde, ¿verdad cariño?
—Oh no... Antonio. Habéis llegado a su hora —y volviéndose hacia sus chicas señaló—. Chicos, él es Antonio Martínez y su hijo Philip. Creo recordar que ya les conocéis, ¿verdad?
—Un placer. Nos conocimos en Sevilla y en alguna que otra ocasión —saludó el hombre dándoles la mano mientras Philip apoyado en la puerta de la limusina, se limitó a saludar con la cabeza.
—El placer es nuestro, señor —sonrió Patricia y luego Adrian.
Quitándose los guantes y el casco para ser educada, Marta, también le saludó. Pero una vez lo hizo se lo volvió a colocar. No soportaba el aire de autosuficiencia con que la miraba aquel imbécil.
—Les voy a tener que dejar. Si sigue lloviendo así, voy a tardar horas en llegar a casa —se despidió Marta con rapidez.
—Ay,
miarma
, ten cuidado. Ya sabes que este trasto es muy inestable en días de lluvia —se preocupó Lola al verla montar en su moto
—No te preocupes, tendré cuidado —sonrió con cariño, mientras arrancaba su Honda CBF 600 y se bajaba la visera del casco.
—El ruido bronco de su moto, como siempre, puso los pelos de punta a Lola. No entendía como podía preferir ir subida en aquello, antes que en un coche. Pero ya había dejado de aconsejarla sobre aquello y había asumido que a Marta le apasionaban las motos y nada se podía hacer. Algo que a Vanesa le ocurría también.
—No es el mejor día para pasear en moto, ¿no cree, señorita? —dijo de pronto Philip acercándose a ella para que le escuchara.
Sorprendida por la rapidez de movimientos de este y en especial porque le hablara, Marta se levantó la visera del casco ahumada y mirándole contestó:
—Ya he dicho que no hay de qué preocuparse, señor. Sé muy bien lo que manejo y llevo entre las piernas. No se preocupe.
Pero él insistió. Estaba acostumbrado a salirse con la suya.
—Deje la moto aquí. Nosotros la llevaremos hasta su casa.
—No, gracias. Iré en mi moto —aclaró Marta bajándose de nuevo la visera.
Cómo la lluvia apretaba, Lola se metió en la limusina, aunque antes gritó para que la escucharan.
—¡Tesoros, os espero a las ocho y media! Recordadlo.
—Vale. Me voy que llega mi autobús —dijo Patricia.
—¡Voy contigo! —gritó Adrian.
Marta, al ver que aquel hombre seguía delante de su moto, con gesto serio y sin quitarle el ojo de encima, se volvió a subir la visera del caso y en tono agrio dijo:
—¿Sería tan amable, señor, de quitarse de en medio para que pueda bajar la moto de la acera, e irme a mi casa antes de que llueva más?
Philip, molesto por el tono de voz que ella había empleado, se hizo a un lado. Marta, sin mirarle, bajó su moto de la acera y acelerando se marchó. Pero tuvo que parar en el semáforo en rojo.
«Maldito semáforo. Ponte verde ya para que pueda quitarme su mirada del culo. ¡Joder! Y encima le voy a tener que soportar en la cena» pensó contrariada.
En la limusina, y mientras Lola y Antonio hablaban con tranquilidad. Philip muy serio observaba a la mujer que montaba en la moto que ante ellos estaba. Aquella loca no debería conducir esa enorme moto, y menos bajo aquella lluvia.
Cuando el semáforo se puso verde, Marta metió primera y arrancó. Necesitaba quitarse su mirada azul de la espalda. Para horror de Philip, la vio zigzaguear entre el tráfico con soltura hasta que la perdió de vista.
No de muy buen humor Marta llegó a su casa. Estaba además de empapada, indignada. ¿Por qué tenía que cenar con aquel tipo?
«Seguro que se pasa la noche restregándome por la cara mi error. Pero no. No se lo voy a permitir. Yo le pedí disculpas y el idiota es él por no aceptarlas» pensó mientras se duchaba.
Una vez fuera de la ducha miró su ropero. Allí estaba el precioso vestido de Carolina Herrera que se puso para la cita fantasma.
«No... no me lo voy a poner, pero quiero ir guapa. Ese listillo se va a enterar quién soy yo.»
Miró con detenimiento su armario. Al final decidió ponerse una amplia falda negra hasta los pies de Victorio y Lucchino que iba a juego con una camisa blanca que terminaba anudada a la espalda. Aquella ropa tenía dos temporadas, pero le encantaba.
—Mamá, ¿voy bien así para la cena de Lola? —preguntó la niña entrando en la habitación de su madre.
Marta, volviéndose, miró a su hija y sonrió. Estaba guapísima con aquel vestido de fiesta en negro con pequeñas pinceladas de color en lentejuelas.
—Para mí estás espectacular, pero quizá deberías ponerte algo más formal. Lo digo por la cena de Lola, cariño.
—Jo, mamá. Pero es que yo luego he quedado en casa de Susana.
—También tienes razón —asintió Marta al recordarlo—. ¿A qué hora has quedado?
—He dicho que llegaría sobre las doce y media a casa de Susi.
Tras suspirar y sentir que su hija se había hecho mayor, Marta asintió y dijo:
—Vale. Entonces no te cambies. Ve así.
Con una sonrisa encantadora Vanesa se tiró a los brazos de su madre y ambas cayeron sobre la cama riendo.
—¡¿Sabes que eres la mejor madre del mundo mundial?!
Besándola con amor, Marta sonrió y dijo:
—¿Sabes que tú eres la hija más pelota del mundo mundial? A ver, ¿qué es lo que quieres?
Pero al ver el gesto de su hija señalándose la nariz suspiró, dándose por vencida.
—De acuerdo, Vanesa. Tú ganas. Buscaré un sitio limpio y con las medidas necesarias de sanidad y te harás el
piercing
en la nariz.
Vanesa al escucharla se tiró encima de ella y comenzó a besarla. El mal rollo de días anteriores parecía olvidado. Divertidas por aquello quedaron tumbadas en la cama mientras charlaban. Ambas eran tan jóvenes que en muchas ocasiones podían pasar por hermanas.
—Vanesa. Sabes que confío en ti.
—Sí.
—Por favor, ten cabeza con lo que hagas, ¿vale?
—Sí, mamá.
—Me gusta saber que mi hija no es una loca que se mete en problemas y por eso te dejo ir a esa fiesta.
—Tranquila mami, será una fiesta entre amigos.
—Por cierto —dijo Marta—. Hablé con la madre de Susi. He quedado con ella en que te recojo mañana sobre la una de la tarde. ¿Te apetece que después vayamos a ver la película de
Avatar
?
—¡Genial! Me han dicho que es una pasada. Pero la quiero ver en 3D.
—¿A esa fiesta no irá Javier, verdad?
—No, mamá —mintió Vanesa como una buena actriz—. Él no está invitado.