Las ranas también se enamoran (11 page)

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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

BOOK: Las ranas también se enamoran
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Patricia la miró. Realmente Marta estaba guapísima con aquel vestido en tono crudo y los zapatos
letizios
a juego. Se había recogido el pelo en un moño informal y se había puesto unos pendientes de su hija. Era difícil creer que aquella elegante mujer pudiera ser la que conducía por Madrid, en ocasiones temerariamente, su Honda 600 CBF.

—Guauuuu
, mamá. ¡Estás que crujes! El trajeado va a flipar en colores cuando te vea —dijo Vanesa, quien tras una charla con Patricia decidió ser amable con su madre.

—Ya te digo. Porque eres mi amiga y me van los tíos de pelo en pecho, si no, te tiraba los tejos —dijo la loca de Patricia, haciéndolas reír.

Al escuchar aquello Marta se miró en el espejo. Realmente estaba increíble. Los kilos que se había quitado tras la ruptura con el Musaraña le habían sentado de maravilla. Pero no tenía claro si lo que estaba haciendo era lo correcto. A ella nunca le había gustado jugar con los hombres y algo le decía que no era buena idea comenzar a hacerlo con aquel. Justo con aquel.

—Venga mamá, cambia la cara. Parece que vas de funeral.

Al oír la positividad de su hija, sonrió y asintió.

—Tienes razón, cariño. Pero esto más que una cita quiero considerarla una salida de soltera liberada.

—Eso, eso, de soltera moderna y actual —aplaudió Patricia.

—Llevarás preservativos, ¿verdad? —preguntó la niña.

—¡Vanesa! —gritaron al unísono Patricia y Marta.

La muchacha al ver como la miraban, sonrió y con gesto pícaro les contestó.

—No me miréis como dos viejas carcamales, que no soy una niña —y dirigiéndose a su madre indicó—. Solo me preocupo por tu salud. Es más, déjame recordarte eso que tanto me dices y oigo «póntelo, pónselo».

—Bueno, y ya que nos ponemos, ese otro que dice «más vale prevenir que bautizar» —matizó Patricia.

Incrédula porque su hija y su amiga se mofaran de ella de aquella forma, Marta resopló. Patricia en ocasiones era demasiado explícita en sus comentarios. Aunque ella tampoco se quedaba atrás. Pero para quitarle hierro al asunto las miró y dijo:

—Dejad de decir tonterías. No creo que ese trajeado pase de darme un besito en la mano esta noche. Yo no soy una mujer fácil.

—Tú no, cariño, pero él sí —se guaseó Patricia—. Y si tú quieres un poquito de pasión y regustito para el
body
esta noche, ya sabes, un par de pestañeos a la rana, una sonrisita de «mmmm, estoy cachonda, muy caliente y te voy a chupar hasta la etiqueta de la camisa» y ¡zas! al bote. Te lo traes a casa, os montáis vuestra
fiestuki
particular que para eso tienes todita la casa para ti esta noche. Por cierto, el suelo lo tienes relimpio, tíralo al suelo y aprovéchate de él.

«No me puedo creer que haya dicho esto delante de mi niña» pensó escandalizada.

—Tía Patricia... flipo contigo. Y luego decís de las nuevas generaciones —se carcajeó Vanesa.

Horrorizada, Marta le dijo a su hija mientras se ponía el abrigo que Patricia le dejó para aquella noche:

—Anda cariño, ve a mi habitación y tráeme el bolso pequeñito. El beige claro.

Cuando la cría les dejó a solas, Marta miró a su amiga y gruñó:

—Cuantas veces te tengo que decir que delante de Vanesa no digas esas brutalidades. Por Dios, Patri, ¡que Vanesa es una niña! Y haz el favor de comportarte esta noche en tu casa como un adulto, que a veces eres peor que ella.

—Disculpa, mona. Pero tú siempre has hablado con ella de sexo con total normalidad. Es más, déjame recordarte que tu niña ya tiene diecisiete añitos y...

—Aquí está el bolso, ¿era este? —preguntó Vanesa entrando en el salón.

—Sí, cariño. Ese es.

Tres cuartos de hora después estaba frente al restaurante Tiorinos. Caía un aguacero y, al ver la pinta de aquel lugar tan refinado, suspiró y pensó al recordar que ella se había propuesto pagar la cena. «Dios... cenar aquí debe de costar un riñón y parte del otro.» Con paso firme, entró en el restaurante. Tras indicar al hombre de la entrada que tenía reserva a nombre de Philip Martínez, sonrió aliviada cuando por fin se sentó en la mesa. Aunque tras pedir un poco de agua ya no lo estaba tanto. Quizá debería haber llegado después que él. No quería que pensara que estaba desesperada.

Pero lo que se suponía una noche fantástica se comenzó a torcer. La cita era a las nueve, y eran las nueve y diez, y él no había llegado. «Necesito fumarme un cigarro,» pensó. Pero después de hablar con el maître y este indicarle que el señor Philip había reservado en no fumadores, refunfuñó, pero se aguantó. Se sentía ridícula allí sentada. La gente llegaba y la miraba. Y según pasaban los minutos su crispación aumentaba más y más, hasta que el maître llegó hasta ella y preguntó:

—Disculpe, señorita, ¿es usted la señorita
PorqueyolovalgoMarta1978
?

«Lo mato» pensó al ver la cara de horror del fino maître.

—Sí... soy yo. ¿Por qué?

—Tiene una llamada telefónica. Si me sigue, por favor, le indicaré.

Levantándose como un elefante en una cacharrería, Marta fue hasta donde el hombre le dijo y cogió el teléfono.

—Soy Marta, ¿quién es? —preguntó.

—¿Esperas a alguien más, además de a mí?

Al escuchar aquel tono de voz, sin importarle donde estaba, murmuró:

—¿Cómo se te ocurre decirle al maître que pregunte por ese absurdo nombre?

—Pues porque no sé tu apellido. Solo sé que te llamas Marta y
PorqueyolovalgoMarta1978
. No creo que hubiera muchas en el restaurante.

Tras escucharle, resopló. Tenía razón.

—Que sepas que estoy muy, pero que muy enfadada. Nadie que me da plantón sigue vivo. Todo el mundo en el restaurante me mira y con sus ojos parecen gritar ¡oh... pobrecita le han dado plantón! —contestó irritada.

—Lo siento, de verdad —susurró al notarla tan alterada.

—Ah, sí... ¡lo sientes! Me alegro, porque me he emperifollado como si fuera de boda para venir a este repolludo lugar. Y ahora tú... Oh Dios... Qué estoy diciendo. Mira, chato, por mí te puedes ir a paseo y...

Philip al notarla acelerada la cortó.

—Ehhhh... señorita enfadada, para... Para y escúchame.

—Menos cachondeíto o te cuelgo, guapo.

Al sentirla tan enfadada sonrió.

—Ha ocurrido una eventualidad, pero en diez minutos llegará mi chofer para recogerte. Te llevará a mi casa de la Moraleja. Yo no tardaré en llegar —al oírla maldecir prosiguió—.

Sé que es algo horrible y te pido disculpas, pero no he podido llamarte antes y...

Pero Marta estaba indignada y tras colgar el teléfono sin dejarle terminar, se dirigió al maître.

—Tráigame la cuenta por favor.

Sonó de nuevo el teléfono. El maître tras hacerle una seña a otro camarero lo cogió y dos instantes después la miró.

—Señorita pregunta por usted el señor Philip Martínez.

Boquiabierta porque se le hubiera ocurrido volver a llamar, refunfuñó sin tan siquiera coger el auricular que el hombre le tendía.

—¡Dígale que me he muerto!

En ese momento un joven camarero le tendió un platito de plata con un sobre cerrado.

«Joder... qué pijos» pensó al mirar el sobre.

El maître en ese momento cogió el platito de plata.

—Disculpe señorita pero me dice el señor Martínez que él correrá con la cuenta.

«Yuna mierda.»

—De eso nada. Dígale a ese impresentable que no necesito que pague nada mío. El agua que he bebido, lo pagaré yo. ¿Me has oído
guiri
de pacotilla?

El maître sin saber qué hacer, se acercó el auricular a la boca y comenzó a hablar, entre temblores. Marta al abrir el sobre se quedó boquiabierta.

—¡Veinticinco euros por una botella de agua mineral!

El maître mirándola asintió.

—La botella que ha tomado es de agua de lluvia de la Antártida.

—Joder... pues me la podía haber traído del grifo de la Comunidad de Madrid o de la lluvia torrencial de hoy. ¡Veinticinco euros! ¡Qué robo!

Al ver que aún tenía el teléfono en las manos, se lo quitó y, para horror de aquel, colgó. Le daba igual que todo el mundo la mirara. ¡Ellos qué sabían! Tras aquello, sacó su tarjeta, se la entregó, y después de firmar el recibo, se despidió del maître y salió a la calle, donde diluviaba con más fuerza que cuando entró.

Estaba tan enfadada que decidió no volver a casa. Necesitaba despejarse de aquel plantón tan bochornoso. Miró el reloj. Las diez menos cuarto. En ese momento le rugieron las tripas, y como pasaba cerca de Bocatas, decidió entrar a comer algo. Un buen bocata de beicon con queso la calmaría. Una vez terminó, cogió el metro y se marchó para su casa.

Cuando llegó a su piso, se quitó el vestido y lo tiró sobre la cama junto a los zapatos empapados. Mirándose al espejo, se arrancó las horquillas que le sujetaban el moño. Ya se desmaquillaría después. Y poniéndose unos vaqueros desgastados y la chupa de diario, decidió bajar a pasear a
Feo
, su perro.

—Vamos, cariño. Eres el único del sexo opuesto que nunca me ha decepcionado. Aunque diluvie te daré un paseíto. ¡Te lo mereces!

Media hora después, tras pasear a su perro y saludar a otros dueños de canes que ya conocía, regresó a casa. Se quitó las botas mojadas, se puso el pijama de cuadros escoceses y se tiró en el sillón. Eran las once y media de la noche.

—Veamos qué ponen —susurró cogiendo el mando mientras cambiaba—. En la primera un debate, en la segunda un documental de focas.

Pero al ver la película que estaba comenzando en Telemadrid refunfuñó.

—¡Bien! ¡Perfecto!
El Diario de Noa
. Justo una película para alegrarme la noche. ¡Lo que necesito! Una película de amor para que yo misma me reboce y enharine en mi propia desgracia de que siempre estaré sola.

Pero esa película le gustaba tanto que a pesar de haberla visto más de veinte veces, se puso un cubo de
kleenex
cerca, y comenzó a llorar nada más empezar. Cuando llevaba viendo la película unos veinte minutos sonó el portero automático de su casa. Asustada porque llamaran a esas horas, enseguida pensó en su hija y contestó.

—¿Sí?

—Mi chofer no te encontró. ¿Te dije que pasaría a buscarte?

Incrédula y al ver por la pantalla del video portero que aquel que hablaba era el que le había dado plantón, colgó el telefonillo directamente. No pensaba hablar con él. Philip volvió a llamar y ella sin dudarlo respondió.

—¿Cómo sabes donde vivo?

—Tengo buenos informadores —respondió bajo la lluvia.

Al pensar en Lola, gruñó y con cajas destempladas habló antes de colgar de nuevo.

—Pues ya puedes ir olvidándolo. Adiós.

Pero Philip volvió a llamar. Si algo tenía era templanza para saber manejar las situaciones. Marta descolgó de nuevo y gritó mientras veía por la pantalla que aquel llevaba un ramo de flores en la mano y se empapaba bajo la lluvia.

—¡Vamos a ver, señor primo de la rana Gustavo! ¿Qué parte es la que no entiendes de «¡déjame en paz!»? Porque te diré que no sé hablar idiomas como tú. Por lo tanto, o lo entiendes en castellano mondongo y lorondo o te vas a freír espárragos.

—Te entiendo, pero...

No le dio tiempo a terminar. Marta volvió a colgar. La paciencia de él se comenzaba a consumir. No estaba acostumbrado a que ninguna mujer le tratara así. Por ello, molesto, pegó el dedo en el timbre hasta que ella descolgó y mirando a la cámara que le grababa siseó:

—No me vuelvas a colgar el telefonillo, o tendré que subir y enseñarte modales.

Eso le hizo reír. «¡Será fanfarrón!» pensó apoyada en el espejo de la entrada.

—Jal Permíteme que diga, ¡me parto y me mondo! Vamos a ver, ¿qué quieres? Creo que por mi parte quedó todo muy claro en el restaurante.

Intentando mantener la calma él respondió mientras se calaba bajo el aguacero.

—Intento disculparme por lo horrible de la situación. No suelo hacer este tipo de cosas y...

—¿Qué es lo que no sueles hacer? ¿Disculparte o dar plantones?

Eso le hizo sonreír. No sabía por qué, pero aquella madrileña le hacía sonreír.

—Marta. Te prometo que ha sido algo imprevisto. —No te creo, y como no te creo, buenas noches. Tras decir eso Marta colgó el telefonillo. «Ja... chulitos a mí», pensó orgullosa.

Cuando se sentó en el sillón con una sonrisa triunfal, se extrañó al ver que no volvía a insistir. Por ello se levantó y mirando por el video portero en cierto modo se decepcionó al ver que ya no estaba allí. Molesta volvió al salón. Y clavando la mirada en la pantalla del televisor soltó un sollozo al ver una escena tierna de la película. Cogiendo un
kleenex
, se limpió las lágrimas y se sonó la nariz.

—Oh, Dios... qué película. Qué momentazos tiene —murmuró.

De pronto sonó la puerta de la calle. Marta se levantó de un salto y gritó.

—¡Espero que no seas tú! Porque como seas tú, te juro que te las vas a ver conmigo, ¡
guiri
de pacotilla!

Tras mirar por la mirilla y ver el ramo de flores resopló. Era él. Pero sin poder evitarlo, se miró en los espejos de la entrada, se soltó con rapidez el pelo, lo ahuecó y abrió la puerta mientras gritaba.

—¡¿Quién te ha dado permiso para llamar a mi puerta?! ¡Imbécil!

Pero se quedó de pasta de boniato al ver a su vecina Goyita frente a ella con cara de susto y el ramo de flores en la mano.

—Ay... Goyita, disculpa... disculpa. Te confundí con otra persona.

La mujer, una vez repuesta de aquel arranque de furia, la miró aún con el corazón acelerado.

—Solo he llamado para enseñarte el ramo tan bonito de rosas rojas que me he encontrado en la papelera que hay junto al portal.

«Ese ramo es mío» pensó, pero calló y no dijo nada. E intentando sonreír añadió:

—¡Qué bonito Goyita! Es precioso.

La mujer, con gesto serio, asintió y dándose la vuelta abrió la puerta de su casa y desapareció.

Marta, tras suspirar, cerró la puerta y se encaminó al sillón. Una vez allí cogió un
kleenex
y susurró:

—Lo mío es de juzgado de guardia.

Capítulo 13

Durante aquel fin de semana Marta miró su correo en el ordenador varias veces pero, o se había quedado en coma, o el conde no la escribía. No había noticias. El domingo por la noche cuando regresó su hija, la interrogó. Pero al ver a su madre tan hermética en referencia a lo ocurrido decidió irse a dormir y dejar de preguntar. El lunes cuando llegó a la tienda, Patricia intentó no hablar del tema pero cuando salieron a desayunar juntas y solas, no lo pudo remediar.

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