—¿Dónde te llevo? —preguntó con seriedad.
Retirándose con enfado la flor de en medio de la frente, le miró ofendida y gritó.
—¡A casa de Lola! ¿Dónde si no? ¿A la tuya, abusón?
Philip la miró molesto. Eso sería lo último que haría.
—Nada más lejos de mi intención.
Aquella gruñona era realmente desagradable y, tras abrir la ventanilla de su lado para que corriera el aire, dijo:
—Si eres tan amable de recordarme la dirección, mi calabaza y yo te llevaremos hasta allí. ¿Te parece bien?
«Oh Dios... soy patética,» pensó horrorizada.
Sin querer mirarle y demasiado mareada para continuar discutiendo, le dio la dirección, y, descansando su cabeza en el reposacabezas de cuero del coche, cerró los ojos y dejó que el aire le diera en la cara. Poco después, y antes de lo que a ella le hubiera gustado, el coche se paró.
—Ya hemos llegado.
Abriendo los ojos de golpe, Marta asintió al ver la urbanización de Lola. Abrió la puerta del coche para salir, pero por más que lo intentaba, algo la sujetaba.
—¡Joder!... No puedo salir.
—Si te estás quieta un segundo te desabrocharé el cinturón de seguridad antes de que lo estalles o te cortes el cuello —protestó él.
«Madre mía, madre mía... que melopea por todo lo alto que llevo» caviló.
Tras resoplar horrorizada, se sentó recta en el asiento y él, dando a un botón, hizo saltar la seguridad del cinturón y por fin quedó libre. Marta salió del coche con torpeza peleándose con el vestido de flamenca. Cuando fue a cerrar la puerta, metió un tacón en un agujero de la alcantarilla y chilló al caer de culo contra el suelo.
«Por Dios, qué mujer más torpe», pensó Philip que paró el motor del coche para salir a ayudarla.
Pero cuando rodeó su coche y la vio muerta de risa en el suelo, con el zapato roto en la mano, el vestido de volantes destrozado y la flor entre los ojos, no pudo por menos que sonreír. Y, apretando el mando de su coche, lo cerró y dijo:
—Anda, venga. Te llevaré hasta el piso de Lola. Estoy seguro de que si te dejo aquí, hoy no llegas a ningún lado.
Sin poder parar de reír y a saltitos por la falta de tacón, llegaron hasta su portal donde tras intentar varias veces abrir, fue finalmente Philip quien le quitó las llaves y abrió. En el ascensor ella se apoyó en el cristal y éste, al ver que se escurría, la sujetó al momento, aunque terminó tomándola en brazos.
—Mmmm. ¡Hip! Qué bien hueles —susurró apoyando la cabeza en su cuello. Olía a hombre, a una esencia muy varonil.
Tras mirarla durante unos segundos con su fría mirada azul, él respondió:
—Lo siento, pero no puedo decir lo mismo de ti.
Al escuchar aquello Marta levantó de golpe la cabeza, le miró con ojos vidriosos y gruñó.
—Eres una rana muy... muy desagradable, ¿lo sabías?
—No. Nunca me lo habían dicho —y frunciendo el ceño preguntó—, ¿Por qué me llamas continuamente rana?
—Porque para mí eres una rana. Ni más, ni menos.
Phil encogiéndose de hombros aún con ella en brazos finalmente asintió.
—Bueno. Podría ser peor.
—Sí ¡Hip!... Podrías haber sido una rata. De esas que corren por las cloacas.
Conteniendo la risa Phil cuchicheó:
—Entonces me siento halagado de pertenecer a la familia de la rana Gustavo.
Cuando el ascensor paró, Philip dejó a Marta en el suelo para abrir la única puerta que había en aquel descansillo. De pronto una extraña bola de pelo negro apareció y comenzó a ladrar.
—Oh...
Feo
, no ladres, por favor. ¡Me va a explotar la cabeza! —protestó Marta al oírle.
—¿
Feo
? ¡¿El perro de Lola se llama
Feo
?! —rió el hombre al ver aquel perro negro, con más lana que una oveja, y realmente feo.
—No es de Lola. Es mi perro. Y sí... ¡Hip!... se llama
Feo
¿algo que objetar?
Levantando las manos a modo de disculpa, contestó:
—No... no, por favor. Nada más lejos de mi intención.
Tras mirar de nuevo al animal que movía el rabo sin cesar sonrió y, ayudándola a llegar al sofá para sentarla, dijo devolviéndole las llaves de la casa:
—Bueno, creo que aquí estarás sana y salva. Por lo tanto, adiós. Me voy a buscar mi calabaza para regresar a mi casa.
Marta, sin importarle nada de lo que hiciera, se tumbó en su sofá con el vestido de flamenca enrollándosele en el cuerpo y, antes de que él pudiera darse la vuelta se hizo un ovillo y se durmió. Incapaz de dejarla así, vio una especie de colcha de color pistacho sobre un sillón azul. Lo cogió y se la echó por encima. Con expresión divertida, miró a Marta dormir y, de camino a la puerta, dijo a la mata de pelo negro que le observaba:
—Adiós,
Feo
. Ha sido un placer conocerte.
Dicho esto, cerró la puerta de la casa y se marchó.
Cuatro días después, de vuelta en Madrid, en la tienda de Lola Herrera hablaban y comentaban lo bien que lo habían pasado en la feria. Lola estaba muy feliz. Las reseñas que habían salido en los periódicos acerca de sus vestidos eran todas estupendas. Mientras sonreía por el éxito obtenido, Lola observó a través del escaparate que Patricia y Marta llegaban junto a Vanesa. Con alegría se levantó y gritó:
—Pero si aquí viene mi preciosa princesita.
Vanesa al escuchar a Lola, abrió los brazos y la abrazó. Quería muchísimo a aquella mujer. Se profesaban un amor incondicional.
—Ven, tesoro. En la trastienda tengo algo para ti.
—¡
Molaaaaaaaaaa
! —aplaudió la adolescente.
Marta, dejó los cascos encima de la mesita.
—Hagamos apuestas. ¿Qué crees que le ha comprado esta vez? —suspiró Marta mirando a Patricia.
—No sé. Pero espero que no sea un caballo o no entráis en el piso.
Al escuchar aquello ambas rieron mientras se unían a Adrian, que junto al resto del grupo admiraba las fotos de la feria.
Tras una mañana en la que la locura se instaló en la tienda, Marta se marchó en su moto para hacer unas gestiones en los bancos. Prometió regresar con comida a mediodía. Sobre la una de la tarde la puerta del local se abrió. Y dejando a Adrian y Patricia boquiabiertos apareció un impoluto y bien vestido Philip Martínez. El
guiri
.
«Uf... cómo está el trajeado» pensó Patricia.
—... qué morbo me da el tío este —susurró Adrian haciéndola reír.
—Philip, qué sorpresa. No te esperaba —saludó con encanto Lola.
El hombre, tras esbozar una agradable sonrisa, se acercó hasta ella.
—Ya lo sé. Pero estaba en Madrid por negocios y mi padre me encargó entregarte un sobre.
Sorprendida por aquello Lola murmuró: —Ven, pasemos a mi despacho.
Philip, tras mirar a Patricia y a Adrian, y reconocerles como los chicos que conoció en Sevilla, les saludó con la cabeza, y con curiosidad miró a ver si veía a la otra. A la problemática. Pero, al no verla, se dio la vuelta y siguió a Lola.
Media hora después Philip salió del despacho de Lola con unos documentos en la mano. Mientras se despedía de ésta apoyado en el mostrador, la puerta del local se abrió y entró Marta cargada con una bolsa y el casco de la moto en su mano derecha.
—¡Ya estoy aquí! —gritó atrayendo su atención—. He regresado cargada de carbohidratos, grasas saturadas y todo lo necesario para no guardar la línea y ser lo más opuesto a la espectacular y siempre sexy Beyoncé ¿Quién quiere un bocata de chistorra?
—Yo —gritó Adrian corriendo hacia ella—. Ay, nena, eres mi salvación.
I love you
.
—
I love you
yo también —se mofó dándole el bocata—. Pero suéltame cuatro eurazos, que este mes ando algo pelada para llegar a fin de mes y me llega el seguro de la moto.
—¿Has traído patatas fritas? —preguntó Patricia.
—Por supuesto —sonrió sin percatarse de que la observaban—. He traído tres raciones de ricas, crujientes y grasientas patatas, rojiblancas. He pasado cerca del bar de Julián el del Atleti y no me he podido resistir.
—Oh, Dios, Marta ¡eres mi heroína! —aplaudió Adrian encantado. Ella sonrió.
Desde el mostrador Philip miró a la recién llegada. Aquella muchacha vestida con vaqueros y una cazadora de cuero negra era la misma que noches atrás llevó vestida de flamenca y hecha un desastre hasta la casa de Lola. Con curiosidad observó a la muchacha. Verla en su ambiente y tan desinhibida le hizo sonreír. No debía de tener más de treinta años y realmente se la veía encantadora.
—
Ojú
,
siquillos
. Pasaros a la trastienda —regañó Lola con cariño al ver como todos se tiraban a por la bolsa que Marta llevaba en sus manos. Mientras pensaba inquieta en el extraño sobre que Philip le había dado de parte de su padre y que no podía abrir hasta que él se marchara.
Marta, al mirar hacia Lola, reconoció al tipo que la miraba. «Tierra trágame, ¡el
guiri
!», pensó. Pero, como si no le hubiera reconocido, se marchó hacia la trastienda con la bolsa en las manos, seguida por sus compañeros. Philip se quedó desconcertado porque ella ni siquiera le había saludado.
—Aquí tienes tu taller también, ¿verdad? —preguntó a Lola.
—Sí. Este es un local bastante grande y lo utilizo de tienda y taller al mismo tiempo —respondió al ver como miraba hacia la puerta del fondo.
—Ah... qué interesante.
Tras un extraño silencio entre los dos, Lola preguntó:
—¿Quieres que te lo enseñe?
Sin perder un segundo, Philip dejó su maletín y asintió. Mientras, al fondo del taller, sobre una enorme y larga mesa, sacaban las cosas que Marta había comprado.
—¿Has visto quien está con Lola? —preguntó Patricia.
—¡El conde! —cuchicheó Adrian.
—Sí. El hombre rana —respondió Marta quitándole importancia.
—¡Benditas ranas! Por cierto, esta tiene unas ancas ¡increíbles! —rió Adrian.
Al verle, le gustara o no, Marta no pudo evitar recordar lo ocurrido la última noche en Sevilla, y sintió morir. ¿Cómo había podido pillarse semejante cogorza?
—
Uis
nena. Me estás dando que pensar —se mofó Adrian al verla esconderse.
—¿Ocurrió algo que no nos has contado cuando te llevó a casa? —preguntó Patricia.
Marta al escucharles les miró boquiabierta y se apresuró a negarlo.
—No... no flipéis. Me llevó a casa y punto. Vosotros me despertasteis en el sillón, sola y vestida con la misma ropa maloliente con la que debí quedarme dormida. Por lo tanto, no hubo nada de nada —aclaró mirándoles—. Bueno sí... el tacón roto de mis mejores zapatos, un moratón en el trasero y un vestido de flamenca destrozado.
—Qué pena de zapatos. Con la buena imitación de Gucci que eran —dijo Adrian, atacando su bocata de chistorra—. Por Cierto, ¿os habéis fijado en lo impresionante que está con ese traje oscuro?
Marta negó con la cabeza mientras se metía una patata rojiblanca en la boca. Le avergonzaba pensar en la opinión que tendría de ella. Sus encuentros no se podían calificar de cordiales. Más bien de desastrosos. Y el último, vergonzoso.
—Como poco es un Armani —prosiguió Adrian—, la chaqueta, nena, parece que flota y todo.
Pero Marta solo tenía ojos para su hija que comía patatas y sonreía junto a Lolo, un joven aprendiz que trabajaba con ellos.
—No... no me he fijado —respondió—. Ya sabes que los trajeados no son mi tipo.
En ese momento la puerta de la trastienda se abrió y Lola entró junto a aquel tipo. Todos les miraron, pero continuaron comiendo. El hambre apretaba y tenían mucho día por delante. Lola recorrió junto a aquel las dependencias del local. Le enseñó donde tenían las telas para los vestidos, la zona de prueba, la maquinaria y, finalmente, la zona de cosido y Corte de patronaje, que era justamente donde estaban comiendo, entre risas y jolgorio.
Marta al ver que aquel en un par de ocasiones miró hacia Pila, se soltó el pelo y se lo echó a la cara intentando que no la reconociera.
—¿Qué haces mamá? —preguntó Vanesa.
—Pssss, calla hija. Luego te lo explico.
Una vez Lola le hubo mostrado las distintas dependencias, Philip se paró cerca de ellos y dijo en tono grave:
—Que aproveche.
Todos le miraron con una sonrisa y le dieron las gracias menos Marta. Eso le hizo gracia. Aquella descarada que le había mandado a paseo y le había tratado con los peores modales en otras ocasiones, ni le miró. Pero él no estaba dispuesto a que ella se saliera con la suya.
—Marta, ¿estás hoy mejor? — le preguntó para su sorpresa.
«Mierda... mierda... y más mierda, ¿por qué se tiene que acordar de mi nombre?» pensó al sentir como todos la miraban. Finalmente resopló y levantando la cabeza esbozó una prefabricada y forzosa sonrisa.
—Sí, gracias, señor... señor...
«
Joer
... cómo se llamaba este tío» pensó con rapidez. —Rana. Para ti, Señor Rana —se mofó él al recordar cómo le llamó.
Lola, al escucharle, se sorprendió. Conocía a Philip desde hacía años y nunca había destacado precisamente por su sentido del humor. Al revés. Demasiado recto e inglés para su gusto. A diferencia de su padre, que siempre sonreía.
Marta, horrorizada por como todos la observaban en espera de explicaciones, y la primera su hija, contestó para zanjar el tema:
—Discúlpeme señor. Creo que la otra noche en Sevilla la bebida me traicionó. En fin, le agradezco su ayuda... y eso... pues que gracias por llevarme a casa de Lola.
—No fue nada —rió aquel al verla roja como un tomate.
Pero de pronto la voz de la joven que estaba junto a ella captó su atención.
—¿Habías bebido? Mamá, ¿desde cuándo bebes? ¿Y qué es eso de que este
guiri
te llevó a casa de Lola?
«Trágame tierra ¡pero ya!» suplicó Marta al oír a su hija.
«¡¿Mamá?!» pensó Philip al escuchar a la muchacha.
Incrédulo por lo que había escuchado, Philip pasó su mirada de la joven que conocía, a la muchacha que la acababa de llamar mamá. ¿Cómo podía ser aquella su hija?
—No bebo, cariño. El otro día...
Pero Vanesa no la dejó terminar.
—¡Esto es increíble, mamá! Te pasas media vida dándome la tabarra para que no beba en las fiestas de mis amigos y que no me deje acompañar por ningún chico. Y ahora voy yo y me entero que bebes y que te acompaña a casa un desconocido. ¡Oh, genial mamá! Genial.