—No lo dudes —sonrió Patricia al recordar sus experiencias.
—Vale... no lo dudo.
—Intenta llevar tú la batuta de tu vida y que no te la quite. No se lo permitas. Que él quiere cenar contigo, ¡perfecto! Que tras la cena sientes que a tu cuerpo serrano le apetece un ratito de frenesí calentito y morbosete, ¡a por tu rana! —y antes de colgar repitió—. Sé egoísta y piensa en ti. Solo en ti y en lo que tú quieres.
Aquella noche Marta se sentó frente al ordenador y con toda la seguridad del mundo plagada de inseguridad le escribió un email.
Capítulo 11De: PorqueyolovalgoMarta1978
Para: PhilipMartinez
Asunto: Invitación
Vaya... por un momento pensé que eras la mismísima rana Gustavo. Me parece bien lo de la cena. Cualquiera de esos días me viene bien. Necesito darte las gracias por distintos motivos. Dime dónde, fecha y hora, y allí estaré. Ni que decir tiene, que pago yo.
Marta.
Al día siguiente tras dejar a su hija en el instituto, Marta se dirigió con su moto hacia la tienda. Lola estaba de viaje y ella debía encargarse de varios asuntos. Cuando llegó Adrian le esperaba en la puerta muy nervioso. Al verla corrió hacia ella.
—
Uis
, nena vivo sin vivir en mí.
—¡Qué bien! Estás poético hoy —se mofó al escucharle.
—¿Poético? ¿Sabes quién está esperándote?
Marta le miró y sonrió.
—Como mínimo y por tu estado de excitación debe de ser mi soñado Hugo Silva —se guaseó al verle tan nervioso.
—Frío... frío... ¡Congelado!
Patricia apareció de pronto.
—Ay, Marta... no lo vas a creer pero...
Al escuchar aquello Marta les miró extrañada. ¿Qué les pasaba?
—Venga, desembuchad. ¿Quién es? ¿Quién me está esperando?
Pero no les dio tiempo a responder, de pronto una voz dijo:
—¡Bella! Llevo esperándote un buen rato.
El subidón de adrenalina de momentos antes por pensar que podía ser el mismísimo Hugo Silva, le bajó hasta los talones al ver que era Piero Lamborgioni. Un guapo italiano amigo de su jefa que siempre que iba a la tienda le tiraba los tejos descaradamente.
«Joderrrrrrrrr... no. Hoy no estoy de humor» pensó con rapidez. Pero balbuceó:
—Piero, ¿como tú por Madrid?
—Vine por negocios. Necesitaba hablar con Lola.
—Le hemos dicho que no está y ha querido hablar contigo —aclaró Patricia.
Reponiéndose de la decepción de que no fuera el Silva, Marta sonrió y se acercó hasta él para darle dos besos.
—Piero, Lola no está. Mis compañeros te pueden atender.
—Mamma mía, bella
, qué estupendo perfume llevas —sonrió mirándola.
«Pues será el champú del Mercadona. Hoy no me puse con las prisas ni colonia» pensó mirándole con una sonrisa.
El italiano como siempre que la veía no paraba de agasajarla. Algo que dependiendo del momento le agradaba o no.
—Esa moto ¿es tuya? —le preguntó sin dejar de mirarla con sus inquietantes ojos oscuros.
Marta miró su moto, y pasando con delicadeza su mano por el depósito asintió.
—Sí. Es mía.
Cada vez más alucinado el italiano exclamó:
—Bella e brava
, ¡qué maravilla de española! Divertido por aquello Adrian suspiró, pero fue Patricia la que habló.
—Sí, señor Lamborgioni. ¡El producto español está en alza! Dentro y fuera del país.
Eso les hizo reír a todos menos a Marta, que miró a sus compañeros y quiso estrangularles.
—Bueno. ¿Y a qué se debe esta visita? —preguntó con rapidez. No tenía ganas de tonterías.
—Me dijeron tus compañeros que debía hablar contigo para unos temas de pedidos, ¿te viene bien ahora, o prefieres esta noche en una cena?
«Buenoooo, ya empezamos»
Marta miró a Patricia con rapidez. ¿Por qué no le había atendido ella? Pero al ver que esta miraba hacia otro lado dijo:
—Por favor Piero pasa al despacho de Lola. Enseguida te atiendo.
—De acuerdo, bella. No tardes —asintió aquel arreglándose su enorme nudo de corbata. —No tardaré, te lo prometo.
Cuando este desapareció en el interior de la tienda, Marta como un Miura, se volvió hacia sus compañeros.
—¿Se puede saber por qué no le habéis atendido vosotros? —dijo alzando la voz.
—Preguntó por ti, reina —señaló Adrian con media sonrisa. Patricia se limitó a callar.
—Esta me la pagáis. Sabéis que ese tío me persigue y vosotros vais y ¡zas!, lo volvéis a poner en mi camino.
—Venga... venga no te enfades conmigo. Pensé que te vendría bien salir con más gente y... — dijo Patricia abrazándola.
Pero Marta no la dejó acabar de hablar.
—Lo dicho, ¡esta me la pagáis! Tú y tú.
—
Uis
nena. Pero si lo hemos hecho por ti, ¿por qué te pones así, cielo? —respondió Patricia.
—¿Por mí? —gruñó incrédula—. Pero bueno, ¿por qué tenéis que pensar que a mí me puede apetecer quedar con ese hombre? Pero, ¿acaso no veis que me paso media vida rehuyéndole? ¡Joder! Que no me gusta. Que me parece un tipo simpático pero nada más. A ver cuándo os enteráis.
—Sí, pero creo que...
—¡No creas por mí por favor! —gritó fuera de sí—. Estoy harta de todo, de todos y de que os empeñéis en decirme qué he de hacer y a quién he de ver. Yo no soy tan liberal como vosotros, ¿no os dais cuenta?
—Pero nena, si el italiano es tu tipo. Es un chuleras —señaló Adrian.
—No. No es mi tipo. Él es un chulo adinerado, que se cree un adonis y que después de hacerme pasar por su cama seguramente no querrá saber más de mí.
—¡Madre del amor hermoso! Pues en la cama tiene que ser de los calentitos. Solo hay que ver cómo te radiografía. Qué morbo, por Diosssssss —apostilló Patricia ganándose una nueva mirada de enfado de su amiga.
—Pues quédatelo para ti —gruñó Marta.
—Ya me gustaría, hija... tiene un pelo negro precioso. Pero no. Ese guaperas se ha fijado en ti para mi desgracia, y la suya.
Adrian, al ver como aquellas dos se miraban rápidamente se puso en medio y trató de suavizar las cosas.
—Vamos a ver, chicas. Paz... por favor... Paz y amor.
Marta, sin querer seguir hablando de aquello, entró en la tienda y, todo lo tranquila que pudo, atendió al italiano. Finalmente y tras acabar de firmar unos contratos que al negocio le venían muy bien, Marta salió a comer con él al restaurante de Pepe que estaba enfrente. Como maestra del capeo supo manejar la situación en referencia a las insinuaciones que este le hizo. No estaba dispuesta a quedar con él. Le gustara a él o no, no pensaba caer en sus garras. De pronto a Marta le pitó el teléfono. Un mensaje. Lo leyó y abrió los ojos desmesuradamente:
«Su hija Vanesa Rodríguez ha faltada hoy a clase»
Incrédula cerró el móvil. ¿Cómo era posible aquello? Ella la había dejado en la puerta como cada mañana. Preocupada y sin importarle lo que pensara el italiano, se despidió de Piero que se quedó boquiabierto. Voló hacia la tienda para coger sus cosas.
—¿Qué tal la comida con el bello? —se mofó Patricia. Pero al ver la cara de su amiga cambió de gesto— ¿Qué ocurre, cielo?
—He recibido un mensaje del colegio de Vanesa diciéndome que hoy no ha ido a clase. Y no lo entiendo. Yo misma la he dejado en la puerta como cada mañana —cogió el casco preocupada—. La estoy llamando al móvil pero no lo coge, y el teléfono de mi casa comunica. Me va a escuchar esta cuando la pille.
—
Ainss
, nena no vayas en la moto. Te noto demasiado enloquecida y me preocupas —murmuró Adrian al ver su estado. —Tranquilo. Voy bien.
Sin decir nada más salió de la tienda, y tras quitar la cadena de su moto, se montó en ella y la arrancó.
—Llámame cuando estés con ella y dime que todo está bien —dijo Patricia.
Con un movimiento de cabeza Marta asintió. Metió la primera y se introdujo en el denso tráfico de Madrid. Con más prisa de la normal condujo por la calle Alcalá hasta llegar a la Gran Vía. Bajó por Plaza de España para llegar al soterramiento de la M-30 donde intentó ir despacio porque sabía de la existencia de radares allí. Pero cuando salió del túnel, sin importarle las multas, solo su hija, apretó el puño del acelerador y como una loca sorteó el tráfico hasta que llegó a su casa, en Aluche.
Sin detenerse a meter la moto en el garaje, saltó de ella y corrió hacia su portal. Cuando abrió la puerta de su casa escuchó música. Eso la tranquilizó. Su hija estaba allí. Una enorme furia se apoderó de ella y sin saludar a
Feo
, que movió el rabo al verla, se encaminó a la habitación de Vanesa y al abrir la puerta se quedó sin habla. Ante ella estaba su hija desnuda en la cama con Javier. Y por lo que oyó parecía estar pasándolo bien.
—¡Maldita sea! ¡Vanesa! —gritó poseída.
Al escucharla, su hija y el chaval saltaron y se separaron.
—Javi, vístete. Te quiero fuera de esa cama y de mi casa en cinco segundos. —A continuación clavó la mirada en su hija—. Vanesa, tú y yo tenemos que hablar.
Una vez dicho eso cerró la puerta, fue hasta la cocina y se bebió un gran vaso de agua.
«Ay Dios, ¿pero qué hace mi niña?» pensó descolocada.
Dos minutos después escuchó unos pasitos rápidos y vio a Javier salir sin despedirse. Con la poca tranquilidad que le quedaba se encendió un cigarrillo y apoyada en la encimera de la cocina esperó a que su hija saliera. Pero pasados diez minutos y al ver que esta no salía, fue a la habitación y al abrir y verla escuchando música encima de la cama volvió a gritar enfurecida.
—¡Será posible con la niñata! ¿Pero cómo puedes tener tan poca educación y vergüenza?
La muchacha quitándose los cascos inalámbricos la miró y dijo con gesto impasible:
—Mama, no me rayes.
Incrédula por aquello Marta se acercó hasta ella.
—¡Que no te raye! ¡Que no te raye! Pero Vanesa saltó como una fiera.
—¿Cómo has podido entrar así en la habitación? Es mi intimidad, te lo recuerdo.
Cada vez más confundida Marta miró a su hija y gritó:
—¡Sí, es tu habitación! Pero esta es mi casa y tú eres mi hija. Me han enviado del colegio un mensaje al móvil indicándome que no habías asistido hoy y estaba preocupada por ti, ¿se puede saber dónde has estado?
Con un descaro que dejó a Marta más planchada que en toda su vida, su hija respondió:
—¿Tú qué crees?
«Oh, no... esto no me puede estar pasando a mí» pensó al sentir a su hija como una extraña. Miró la mesilla de Vanesa y sin querer contó seis envoltorios de preservativos abiertos, ¡seis!
—No te da vergüenza hablarme así, y más, cuando sabes que lo que estabas haciendo es algo por lo que me debo de enfadar. Pero bueno, Vanesa, ¿en qué estás pensando? ¿Cómo has podido hacerlo? ¡Eres una niña, maldita sea!
—No sé porque te asustas mamá —respondió altiva—. Tú a mi edad ya tenías una niña de casi tres años.
«La madre que la parió. Le voy a cruzar la cara. Dios... Dios... ayúdame, que se la cruzo» pensó confundida.
—Mamá, ¡no soy un bebé!
—¡Eres mi hija, Vanesa! ¿Qué pretendes? ¿Qué te felicite? Con una sonrisa que no gustó nada a Marta, Vanesa la miró y dijo:
—Tranquila mamá. Hemos puesto medios para no hacerte abuela. No quiero jorobarme la vida como tú. Soy joven y quiero vivir.
Sin poder evitarlo a Marta se le fue la mano y le dio un cachete en la mejilla. Lo que le acababa de decir era cruel y Vanesa lo sabía. Marta se sintió mal enseguida. Era la primera vez en su vida que le ponía la mano encima. El bofetón le dolió a ella más que a Vanesa. Pero su hija se lo iba a hacer pagar caro. Lo supo al ver su cara. Intentó acercarse a ella pero esta con rapidez retrocedió y gritó:
—¡Perfecto mamá! ¡Me has pegado! ¡¿Eres feliz ahora?!
—Ay, Dios Vanesa no quería... —pero al ver su gesto altivo murmuró—. No... no estoy contenta ¿y tú? ¿Estás tú contenta con lo que ha ocurrido? ¿Te parece bien lo que has hecho?
Y no hablo de haber faltado al colegio, que ya es grave, me refiero...
—Sé a lo que te refieres. No soy tonta, mamá.
Marta, incapaz de seguir hablando con ella, la miró y dijo:
—Vamos a dejarlo. Estamos muy nerviosas. Pero tú y yo tenemos una conversación pendiente. Estás castigada para los próximos dos meses, ¿me has entendido? No saldrás con tus amigos. Olvídate de salir. Irás del colegio a casa y viceversa. Te has pasado Vanesa, ¡y mucho! —gritó fuera de sí.
Su hija no contestó. Se limitó a mirarla con un gesto duro. Marta dándose la vuelta salió de la habitación y cerró la puerta. De pronto se sintió sola. Más sola que en toda su vida. Destrozada se sentó en el sillón y se encendió un nuevo cigarrillo. En ese momento le sonó el móvil. Era Patricia.
—¿La has encontrado?
—Sí. Estaba en casa... acompañada.
Al entender qué quería decir con aquello Patricia asintió y preguntó:
—¿Quieres que vaya a tu casa?
—No, mejor no. No está el horno para bollos. Pero no tengo fuerzas para ir a la tienda. ¿Os jorobo mucho si me tomo la tarde libre?
—No, cielo... quédate en casa. Si hay algo importante te llamamos.
—Gracias, Patri —susurró en un hilo de voz antes de colgar.
Tras lo ocurrido con su hija, los días pasaron y la situación se suavizó. En especial porque Marta no soportaba ver a su hija tan despegada de ella. Una noche cuando Marta llegó de trabajar, cogió de su mesilla uno de los vales que tenía de Vanesa y se lo entregó a cambio de un beso. Aquel simple gesto hizo que llegara de nuevo la paz al hogar. Durante aquellos días Marta intentó no pensar en la cita que tenía con el inglés. Le ponía nerviosa pensar que por primera vez en su vida tenía una cita a ciegas.
Ella era más de conocer a la persona en un bar y quedar. Aquello era una locura, pensó un millón de veces. ¿Qué hacía ella quedando con un conde? No le dijo nada a Lola. A pesar de que la pilló en ciertas ocasiones mirándola como si esperara algo. ¿Sabría Lola lo de la cena? Pero no. Nadie a excepción de Patricia y su hija, Vanesa, sabían nada de aquella cita.
Tras responder a aquel email, Philip la escribió y quedó con ella el día siete a las nueve de la noche en un restaurante de la calle Alcalá, llamado «Tiorinos». Y el día ya había llegado.
—Ni se te ocurra ir en moto. Cógete un taxi como una señorita —dijo Patricia.
—¡Está diluviando, guapa! Además, ¿cómo pretendes que me monte en esta moto así vestida?