Las ranas también se enamoran (3 page)

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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

BOOK: Las ranas también se enamoran
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Patricia con rapidez miró a su alrededor pero no había ninguna modelo disponible. Todas estaban demasiado peripuestas con otros vestidos. Dando un tirón de la manga de Marta le gritó. —¡Desnúdate!

Al escucharla Marta la miró y preguntó extrañada.

—¡¿Cómo?!

—No hay tiempo, Marta. Tienes que sacar este vestido tú. Yo no puedo, soy más bajita que vosotras y con este trasero que Dios me ha dado no entro ahí ni de coña. Y Adrian con peineta y vestido de cola no creo que esté muy mono. Por lo tanto. ¡Desnúdate que lo vas a airear tú!

Sin perder un segundo Marta se comenzó a desnudar mientras gritaba.

—¡Pero os habéis vuelto locos! ¡Que yo no soy modelo! Ni estoy peinada para la ocasión, ni nada. ¡Joder! Pero como voy a salir yo a la pasarela. ¡Qué yo no sé desfilar!

Pero sus compañeros no la escuchaban. Buscaban una solución rápida. Y los tres eran de soluciones inteligentes. Con rapidez le enfundaron un traje blanco de puntillas con topos negros, que se le ajustó a la perfección, mientras ella continuaba gritando.

—¡¿No me habéis oído?! ¡Estamos todos locos o qué!

Patricia le hizo un remoño de urgencia. Con dos enormes horquillas le sujetó dos flores en el pelo. Una blanca y otra negra. Adrian le plantó unos zarcillos en color blanco, y después le calzó unos zapatos blancos con tacón de topos negros.


Ainsss
nena... ¡estás más guapa que la modelo! Para el año que viene no contratamos a Carmina y te contratamos a ti.

—Vete a tomar viento, Adrian —protestó mientras la llevaban hasta la entrada de la pasarela.

Cuando Lola los vio aparecer, miró incrédula a Marta y preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Carmina?

Adrian, sin darle tiempo a pensar, pues la conocía y sabía que se agobiaría, se apresuró a decir:'

—Se ha desmayado y este vestido tiene que salir ¡ya! Marta lo hará y lo lucirá con soltura, ¿verdad Martita?

—Jesús del Gran Poder
—se persignó Lola al escucharles.

Pero Marta apenas podía razonar. Pensar en tener que salir ante todo el mundo y no caerse era una empresa imposible de conseguir, y aún más con el tembleque de rodillas que tenía.

—¡Ay, madre! Creo que me voy a desmayar —susurró asustada.

—¡Ni lo pienses nena! —gritó Adrian señalándola—. A ti, no te lo permito.

Marta fue a protestar, pero Patricia la interrumpió y pintándole los labios con rapidez afirmó sin dejarla hablar:

—No te vas a desmayar porque sabes que no debes. Lo vas a hacer maravillosamente bien y, conociéndote, sé que bailarás como una leona con el bailarín morenazo que te espera. Por cierto ¡está
pa
comérselo entero! Tiene un pelazo de lujo.

—¡¿Bailarín?! —gritaron Marta, Adrian y Lola.

Cogiendo aire, Patricia les recordó.

—Habéis olvidado que contratamos a un bailarín para que Carmina se marcara una sevillana con él. Este vestido es para airearlo, tiene movimiento. Es nuestro broche de oro al desfile y queríamos disfrutarlo.

«Oh, no... eso sí que no» pensó Marta y dándose la vuelta gritó

—¡Ni hablar! Yo ni salgo, ni bailo. ¿Pero estáis locos? ¿Qué habéis fumado vosotros? Que no... que no... que la voy a liar con estos tacones y terminaré espatarraó en medio de la pasarela.

Pero sus compañeros la sujetaron. La conocían y sabían que ella lo haría muy bien. Marta tenía carácter para eso y para todo lo que se propusiera.

—Angélico mío. Si alguien puede salvar esta situación, eres tú. ¡Por favor! —suplicó Lola mirándola con aquellos ojos que Marta adoraba.

Patricia, consciente de que aquello era una encerrona, para darle ánimos a su amiga le susurró:

—Solo será la primera sevillana. La más facilita. Te la sabes y la bailas muy bien. Venga Marta, no me seas perrangana. Tú no eres de esas.

Los acordes de una sevillana comenzaron a tronar en la pasarela y la gente comenzó a dar palmas enloquecida. En ese momento Marta resopló y tras mirar a aquellos tres que la observaban con ojos de súplica, se puso las manos en las caderas, se dio la vuelta y salió pisando fuerte.

Con un aplomo que no dejaba entrever el histerismo que la dominaba por dentro, llegó hasta donde estaba el bailarín que la esperaba, y tras pasarle la mano por la cara se acercó a él y entonces el guitarrista tocó un redoble y la sevillana comenzó.

Marta intentó no pensar en los miles de ojos que la observaban. Se centró solo en no equivocarse y sacar todo el poder que Lola le había inculcado cuando le enseñó a bailar sevillanas. Mirando los ojos del bailarín, comenzó a contonearse con tal gracia y tronío que la gente aplaudió, mientras ella y el morenazo deleitaban con su danza al personal. Se movían con salero y arte y, cuando la pieza acabó, Marta sonrió. Se puso las manos en las caderas y anduvo hasta el principio de la pasarela aireando los volantes del vestido. Una vez allí, se dio la vuelta como la mejor de las bailaoras y agarrada al bailarín caminó de vuelta y desapareció.

—¡Virgen de la Macarena! —aplaudió Lola—. Has estado fantástica,
miarma
.

—Oy... oy... oy... nena. Si estaba más cantado que la Macarena que lo ibas a hacer de lujo ¡artistaza! —gritó orgulloso Adrian—. Me has puesto los pelos... ¡como escarpias!

Marta había estado fantástica. La gente aplaudía encantada por el baile y por el cierre del desfile que la diseñadora Lola Herrera les había regalado.

—Dame una silla que me desmayo —susurró mirando a Patricia, que rápidamente se la buscó. Esta se sentó.

Con el corazón a punto de salírsele por la boca, Marta se agarró el estómago y se dobló. Pero al escuchar los aplausos de sus amigos más cercanos y las modelos, sonrió y dijo:

—La madre que os parió ¡en qué embolados me metéis!

Sin darle tiempo a descansar, Lola la agarró del brazo, la levantó y le hizo salir con ella para saludar a los asistentes.

Más tranquila, y seguida por Patricia, Adrian y las modelos, Marta les acompañó. Y cuando a Lola le dieron un ramo de flores y esta sacó una y se la entregó, finalmente rio a carcajadas y disfrutó del momento.

Capítulo 5

—Las noches en Sevilla son una maravilla. Eso dice el dicho, ¿no? —murmuró Adrian mirando a su jefa, Lola, y a sus dos amigas cuando salían del Palacio de Congresos y Exposiciones de Sevilla. Diluviaba.

—Oh... qué hartón de lluvia, por Dios —se quejó Lola abriendo el paraguas.

—Como tú dices «enguachinaos» estamos —rió Marta mirando a su jefa.

—No os quejéis que por lo menos hoy no ha nevado —señaló Patricia.

En ese momento una limusina blanca e impresionante paró frente a ellos.

—Guau... ¡Qué calabaza! ¿Estará mi príncipe azul dentro? —preguntó Adrian divertido.

—Lo dudo. Es Hugo Silva que ha venido a buscarme —se mofó Marta, quien no sabía quién era pero calló como llevaba tiempo haciendo.

—No... no. Es mi Clooney ¿qué os habéis creído? —murmuró Patricia, mientras Lola sonreía por las ocurrencias de aquellos.

La puerta de la limusina se abrió y para decepción de los tres descendió un señor de unos setenta años, de espesa cabellera canosa, que mirándoles, dijo:

—Creo que no es una noche especialmente preciosa para pasear. Aunque estemos en la mágica Sevilla. ¿Les puedo llevar hasta la fiesta?

Los cuatro se miraron, pero fue Lola quien con una increíble sonrisa señaló.

—Muchachos os presento a Antonio Martínez. Un buen amigo y exportador de nuestros trajes al extranjero a través de su compañía EyE. ¿La recordáis?

Al escuchar aquel nombre y en especial el de la empresa todos asintieron.

—Encantada señor Martínez —saludó Marta con una grata sonrisa—. Yo suelo ser la que habla con Alicia, su secretaria, para resolver algunos asuntos.

—Encantado de conocerla señorita —y tras mirar a Lola añadió—. Nunca me dijo su encantadora jefa que su equipo contaba con una estupenda bailaora. Nos ha dejado a todos extasiados con su arte.

Marta sonrió al escucharle y, quitándole importancia al asunto, dijo:

—Gracias... pero no es para tanto. Hice lo que pude para salvar una situación y, en confianza y ahora que nadie nos oye... no era yo la que debería haber bailado.

Lola divertida con todo aquello apremió:

—Venga... venga, entrad en la limusina muchachos. Si seguimos bajo el aguacero nos saldrán branquias.

Veinte minutos después, la limusina paró frente a un local de moda de Sevilla. Una vez dentro, Lola y Antonio, se desmarcaron de los más jóvenes, y estos fueron directos a la barra.

—En serio, Marta. Has estado sensacional —insistió Adrian.

—De verdad, ¿no se ha notado mi inseguridad?

—Para nada, chata —señaló Patricia—. Al bailarín te lo has zampado con tu gracia. Por cierto, ¿siempre pones ese gesto de fiera cuando bailas sevillanas? Porque hija mía... ¡estabas de un sexy y un racial que tiraba para atrás!

—¿De verdad? —rió Marta bebiendo de su copa.


Uis
, nena y tan de verdad. Es más, te juro por mi madre la Avelina, que es lo que más quiero
on the world
, que mientras te observaba bailar y mirar al bailarín con esa cara de loba ardorosa, ¡me has excitado!

Al escuchar aquello Patricia y Marta se echaron a reír divertidas cuando sonó una canción.

—Ay, Dios, como me gusta esta canción y sus intérpretes —dijo Marta.

—¿Cuál es? —preguntó Patricia.

—«Que yo no quiero problemas» de Chenoa y David de María ¡me encanta!

—Dos segundos después Marta comenzó a mover las caderas como una descosida y a cantar la canción a sus amigos.

—Que yo no quiero problemas.... que los problemas amargan... sí estoy contigo a tu vera... los problemitas se marchan... Que yo no quiero intereses... ni conveniencias fingidas... me he dado cuenta mi niña... que está la vida muy mala...

Pero al moverse hacia la izquierda sin querer empujó a quien estaba detrás y este protestó.

—¡Oh, my God!
... Mire lo que hace. Me acaba de echar toda la copa encima.

Al escuchar aquello Marta dejó de cantar y se dio la vuelta con rapidez para disculparse. Pero entonces sus ojos quedaron frente al nudo perfecto de la corbata de un hombre. Sin moverse echó la cabeza hacia atrás para mirarle y sin pestañear murmuró al trajeado que estaba frente a ella.

—Ay, Dios... discúlpeme por favor. Madre mía... madre mía qué torpe soy. De verdad, ha sido sin querer —con rapidez cogió varias servilletas y comenzó a secar el líquido que aún le chorreaba por la solapa.

El hombre se quedó parado. ¿De qué le sonaba aquella muchacha? Dos segundos después lo supo y dando un paso atrás para alejarse de ella, dijo con gesto serio:

—No se preocupe. No hace falta que lo limpie. Ya lo hago yo.

Pero Marta sabía que la culpable de aquel desastre había sido ella y dando un paso al frente cogió nuevas servilletas y volvió a secarle el estropicio.

Esta vez no se movió. Dejó que la muchacha secara su traje y cuando vio que daba por terminada su acción le señaló.

—Gracias, señorita pluriempleada.

«Qué dice este tío» pensó Marta mirando a aquel enorme tío de pelo claro que la traspasaba con su azulada mirada.

—¿Pluriempleada? —le preguntó.

Tras mirarla durante unos segundos que para Marta se hicieron eternos él asintió y contestó:

—Usted trabaja para Lola Herrera ¿verdad?

—Sí.

El trajeado, junto a otros hombres la miraban de arriba abajo. Marta odiaba que la miraran así. Le hacía sentir un objeto sexual. Algo que odiaba.

—¿Cuál es su trabajo exactamente, preciosa? —preguntó aquel con un extraño acento extranjero en la voz.

Al escuchar aquello, y ver como los hombres se miraban y sonreían, ella se retiró el pelo de la cara y frunciendo el ceño espetó.

—¿Le he preguntado yo a usted, precioso, si se ha cambiado de gayumbos hoy?

Aquello dejó sorprendidos a los tíos, que sin poder evitarlo se carcajearon todos, menos el ofendido, que clavándole una inquisidora mirada señaló:

—No,
darling
. Pero si eso la hace feliz, usted misma lo puede comprobar.

Patricia y Adrian, al escuchar aquello, tuvieron que sonreír, y Marta con una mirada retadora, respondió:

—¿Sabes,
darling
? Si lo sé, te limpia el traje tu prima la del pueblo.

—Yo no se lo he pedido, señorita. Usted ha insistido.

«Joder... tiene razón y encima me llama de usted» pero dispuesta a ser quien dijera la última palabra, como siempre, espetó:

—Insistí, porque soy educada ¡no como otros! —y levantando el mentón finalizó—. Ahora, si no le importa, hagamos como que no nos hemos conocido, ¿le parece?

Sin darle tiempo a responder, Marta se dio la vuelta y tras mirar a sus amigos que la miraban con la boca abierta escuchó tras ella.

—¿Educada? ¿Usted se considera educada?
Oh, my God!

Dándose la vuelta furiosa levantó el dedo y señalándole gritó:

—Vamos a ver,
guiri de pacotilla
, que como dice la canción, ¡qué yo no quiero problemas! ¿Qué parte de mis palabras no ha entendido?

Este con gesto ofuscado observó a aquella guapa pero horrible mujer que se le enfrentaba. Miró el dedo con el que le señalaba. Odiaba ese gesto. Y aunque deseó bajárselo, se contuvo y le preguntó en tono neutro:

—¿No se acuerda usted de mí?

—Pues no. ¿Debería recordarlo por algo especial?

—Piense.

—Pensar no siempre es bueno.

Sorprendido por aquella respuesta, con su imponente altura, se acercó a ella y poniendo un brazo a cada lado de la barra, la atrapó en el centro y le ladró ante su cara.

—Está cerrado. ¡Son las tres y cuarto de la tarde y hasta las cinco no se abre...! ¿Lo recuerda, preciosa?

Marta al oír aquello, parpadeó y recordó de lo que hablaba. Sin poder evitarlo sonrió y preguntó:

—¿Era usted, precioso? —él asintió con gesto tosco y ella sentenció—. Y me habla usted de educación, cuando me dejó con la palabra en la boca.

Incrédulo por la poca vergüenza de aquella descarada señaló:

—En ese momento la traté con la educación que se merecía.

Cansada de ver a los otros hombres reír y darse codazos, se empinó, acercó su boca al oído de aquel y le susurró en tono amenazante:

—Escucha una cosa, precioso. Si no quieres que te trate como te mereces en este momento, retira tus manitas de
guiri
de mi alrededor o te juro que tus amiguitos trajeados se van a destrozar de risa cuando te vean espatarrado en el suelo tras la patada en los huevos que te voy a dar. ¿Me has entendido o te lo repito más despacio?

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