En la última semana de octubre, el cardenal Leone entregó al Pontífice, en audiencia privada, el juicio del Santo Oficio acerca del libro de Jean Télémond. El anciano, incómodo y alterado, se esforzó por explicar la naturaleza y la forma del documento:
—Ha habido un problema de tiempo, Santidad, y el problema de las circunstancias especiales de la vida del padre Jean Télémond y de la amistad particular con que le honra Su Santidad. Con referencia al factor tiempo, los Padres de la Sagrada Congregación del Santo Oficio han preferido emitir una opinión provisional de su obra más que un juicio formal. Su opinión es breve, pero está acompañada por un comentario que establece ciertas proposiciones básicas para toda la tesis. Con respecto a la persona de Jean Télémond, los comisionados han hecho notar especialmente la evidente espiritualidad del hombre y su espíritu sumiso como hijo de la Iglesia y como miembro del clero regular. No lo censuran, ni recomiendan un proceso canónico.
Cirilo asintió y dijo sosegadamente:
—Agradecería a Su Eminencia que me leyese esa opinión provisional. —Leone alzó vivamente la vista, pero los ojos del Pontífice estaban velados y su rostro aparecía inexpresivo como una máscara. Leone leyó cuidadosamente el texto latino:
—«Los Eminentísimos y Reverendísimos Padres de la Congregación Sagrada Suprema del Santo Oficio, actuando según instrucciones de Su Santidad Cirilo I, Supremo Pontífice, transmitidas por el Secretario de la dicha Sagrada Congregación, han examinado diligentemente un trabajo manuscrito del reverendo padre Jean Télémond, de la Compañía de Jesús, y titulado El progreso del hombre. Hacen notar que este trabajo fue sometido voluntariamente y con espíritu de obediencia religiosa por el autor, y recomiendan que mientras este espíritu se mantenga, no debe censurársele ni instruírsele proceso según los cánones. Reconocen la intención honesta del autor y la contribución que ha hecho a la investigación científica, especialmente en el campo de la paleontología. Es su opinión, sin embargo, que el trabajo antes citado adolece de ambigüedades e incluso de graves errores en materias filosóficas y teológicas, que ofenden la doctrina católica. A esta opinión se ha adjuntado una lista completa de las proposiciones objetables en forma de extractos de la obra, y comentarios de los Eminentísimos y Reverendísimos Padres de la Sagrada Congregación del Santo Oficio. Los principales puntos objetables son los siguientes:
»Uno: La tentativa del autor de aplicar los términos y conceptos de la teoría evolucionista a los campos de la Metafísica y la Teología es impropia.
»Dos: El concepto de unión creativa expresado en dicho trabajo parece convertir a la Creación divina en una consumación del ser absoluto más que en el efecto de una causalidad eficiente. Algunas de las expresiones empleadas llevan al lector a pensar que el autor cree que la Creación es, en cierto sentido, una acción necesaria en contraste con el concepto teológico clásico de la Creación como acto de la libertad absoluta y perfecta de Dios.
»Tres: El concepto de unidad, de acción unificante, estrictamente vinculada a la teoría evolucionista de Jean Teiémond, se extiende y aplica más de una vez incluso al orden sobrenatural. Como consecuencia, parece atribuirse a Cristo una tercera naturaleza, ni humana ni divina, sino cósmica.
»Cuatro: En la tesis del autor, la distinción y diferencia entre el orden natural y sobrenatural no es clara, y es difícil ver cómo puede salvar lógicamente la naturaleza gratuita del orden sobrenatural, y, por tanto, de la gracia.
»Los Reverendísimos Padres no han deseado tomar al pie de la letra lo que el autor ha escrito sobre estos puntos; pues de hacerlo, se verían forzados a considerar algunas de las conclusiones del autor como herejía real y verdadera. Comprenden las dificultades semánticas implícitas en la expresión de un pensamiento nuevo y original, y desean conceder que el pensamiento del autor puede estar aún en una fase problemática.
»Sin embargo, los Reverendísimos Padres opinan fundamentalmente que el reverendo padre Sean Télémond debe revisar su obra, y las siguientes que dependan de este primer volumen, para ponerla en conformidad con la doctrina tradicional de la Iglesia. Entretanto, debe prohibírsele enseñar, predicar, publicar o diseminar en cualquier otra forma las dudosas opiniones anotadas por los Padres de la Sagrada Congregación.
»Dado en Roma, el día veinte de octubre, en el primer año del Pontificado de Su Santidad Cirilo I, gloriosamente reinante.»
Leone terminó de leer, dejó el documento sobre la mesa de Cirilo y esperó en silencio.
—Veinte años —dijo Cirilo en voz baja—. Veinte años destruidos de golpe. ¿Cómo le afectará?
—Lo siento, Santidad. No podíamos hacer otra cosa. Yo no tuve participación en esto. Los encargados de examinar la obra fueron nombrados por Su Santidad.
—Lo sabemos —las palabras de Cirilo eran estudiadamente formales—. Cuenta usted con nuestro agradecimiento, Eminencia. Puede hacer llegar nuestra gratitud, y nuestro aprecio también, a los Reverendos Padres de la Sagrada Congregación. .
—Lo haré, Santidad. Entretanto, ¿en qué forma anunciaremos esta noticia al padre Télémond?
—Se lo diremos personalmente. Su Eminencia tiene nuestro permiso para retirarse.
El viejo león no se movió, obstinado y valeroso.
—Éste es un dolor para Su Santidad. Lo sé, y desearía poder compartirlo. Pero ni mis colegas ni yo podríamos haber emitido un veredicto diferente. Su Santidad seguramente lo sabe.
—Lo sabemos. Nuestro dolor es nuestro y personal. Y ahora desearíamos estar solo.
Sabía que su respuesta era brutal, pero no pudo evitarla. Vio alejarse al viejo cardenal, orgulloso y erguido, y luego se dejó caer en la silla, tras su escritorio, contemplando fijamente el documento.
Estaban atrapados, Jean Télémond y él mismo. Ambos habían llegado al mismo tiempo, y súbitamente, al momento de la decisión. Para el Pontífice el camino era claro. Como custodio del depósito de Fe, no podía aceptar el error ni el riesgo de su diseminación. Si el peso del juicio quebrantaba a Jean Télémond, tendría que apartarse y verlo destruido antes que permitir una sola desviación de la verdad transmitida por Cristo a los Apóstoles, y por los Apóstoles a la Iglesia viviente.
Para Jean Télémond, y Cirilo lo sabía, el problema sería mucho mayor. Se sometería, sí. Doblegaría obedientemente su voluntad a la Fe. Pero, ¿qué sería de su intelecto, ese instrumento sutilmente templado y de vasto alcance que había luchado tanto tiempo con el misterio cósmico? ¿Cómo soportaría el esfuerzo inmenso que se le impondría? Y su morada, ese cuerpo debilitado y ese corazón palpitante, incierto. ¿Cómo soportaría la batalla que dentro de poco se libraría en él?
Cirilo el Pontífice inclinó la cabeza entre las manos y oró un instante con desesperación por sí mismo y por el hombre que se había convertido en su hermano. Luego levantó el auricular del teléfono y pidió que lo pusieran en comunicación con el cardenal Rinaldi, en su villa.
El anciano acudió al teléfono casi en seguida. Cirilo le preguntó:
—¿Dónde está el padre Télémond?
—En el jardín, Santidad. ¿Desea hablar con él?
—No, con usted, Eminencia… ¿Cómo está hoy el padre?
—No muy bien, creo. Pasó una mala noche. Parece fatigado. ¿Ha sucedido algo?
—Acabo de recibir el veredicto del Santo Oficio.
—¡Oh…! ¿Bueno o malo?
—No muy bueno. Han suavizado en lo posible sus objeciones, pero éstas subsisten.
—¿Son válidas, Santidad?
—La mayoría de ellas, me parece.
—¿Su Santidad desea que lo comunique a Jean?
—No. Desearía decírselo personalmente. ¿Puede instalarlo en un automóvil y enviarlo al Vaticano?
—Por supuesto… Creo que sería conveniente prepararlo un poco.
—Si puede hacerlo, se lo agradeceré.
—¿Cómo se siente, Santidad?
—Preocupado por Jean.
—Trate de no atormentarse demasiado. Jean está mejor preparado de lo que él cree.
—Así lo espero. Cuando regrese, cuídelo.
—Lo haré, Santidad. Siento gran afecto por él.
—Lo sé. Y se lo agradezco.
—¿Quién entregó el veredicto?
—Leone.
—¿Estaba muy alterado?
—Creo que sí. Nunca he podido comprenderlo bien.
—¿Quiere usted que lo llame por teléfono?
—Si lo desea… ¿Cuánto tardará Jean en llegar aquí?
—Una hora, diría yo.
—Que venga hasta la Puerta Angélica. Daré las órdenes pertinentes para que lo conduzcan directamente a mi habitación.
—Así lo haré, Santidad… Créame, lo siento profundamente.
Cuando Jean Télémond entró en la sala, erguido y marcial, Cirilo se adelantó a recibirlo con las manos extendidas. Cuando Télémond hubo besado el anillo del Pescador, Cirilo lo hizo alzarse y lo condujo a una silla junto a su escritorio. Dijo afectuosamente:
—Tendré que dalle una mala noticia, Jean.
—¿El veredicto?
—Sí.
—Lo imaginaba. ¿Puedo verlo, por favor?
Cirilo le entregó el papel por encima del escritorio, y lo observó atentamente mientras leía. Su rostro, bien delineado, pareció encogerse ante el choque, y en su frente y en sus labios aparecieron pequeñas gotas de sudor. Cuando hubo terminado, dejó el documento sobre el escritorio y miró al Pontífice con ojos llenos de dolor y perplejidad. Dijo con voz vacilante:
—Es peor de lo que pensé… Han tratado de mostrarse bondadosos, pero es muy malo…
—No es definitivo, Jean; usted lo sabe. En parte parece ser problema de semántica. No ha habido censura. Simplemente piden una revisión.
Télémond pareció recogerse en sí mismo. Sus manos temblaban. Sacudió la cabeza.
—No hay tiempo… Veinte años de trabajo dependen de ese volumen. Es la base de toda la estructura. Sin él, lo demás no resiste un análisis.
Cirilo se acercó a él rápidamente y puso sus manos en los hombros estremecidos de Télémond.
—No todo es error, Jean. Los padres no dicen que lo sea. Simplemente objetan algunas proposiciones. Es sólo eso lo que debe esclarecer…
—No hay tiempo… Cada noche oigo que golpean a mi puerta. Me están llamando, Santidad, y de pronto mi obra ha quedado deshecha. ¿Qué debo hacer?
—Sabe lo que debe hacer, Jean. Éste es el momento que temíamos. Estoy a su lado. Soy su amigo, su hermano. Pero el momento es suyo.
—¿Desea que me someta?
—Tiene que hacerlo, Jean; lo sabe.
Cirilo pudo sentir en las yemas de sus dedos la lucha que destrozaba a Télémond en cuerpo y espíritu. Sintió el temblor de nervios y músculos, la humedad del sudor. Sintió el dolor de un hombre en tormento mortal. Luego el temblor disminuyó.
Lentamente Jean Télémond alzó un rostro estragado por el dolor. Con una voz que parecía arrancada de su ser, dijo al fin:
—Está bien. Me someto… ¿Y ahora qué? Me someto, pero no veo luz. Estoy sordo a toda la armonía que solía escuchar. ¿Dónde está ahora? Estoy perdido, abandonado… Me someto, pero, ¿adónde voy ahora?
—Quédese conmigo, Jean. Déjeme compartir esa oscuridad. Somos amigos…, hermanos. Ésta es la hora del vinagre y la hiel. Déjeme beberlos con usted.
Por un instante pareció que Télémond accedería. Pero, con un gran esfuerzo, se dominó otra vez. Se alzó de la silla y encaró al Pontífice, demacrado, convulsionado, pero siempre un hombre íntegro.
— ¡No, Santidad! ¡Se lo agradezco, pero no! Todos debemos beber solos la hiel y el vinagre. Ahora desearía irme.
—Iré a verlo mañana, Jean.
—Necesito más tiempo, Santidad.
—¿Me telefoneará?
—Sólo cuando esté preparado, Santidad… Sólo cuando vea luz. Ahora todo está oscuro para mí. Me siento abandonado en un desierto. ¡Veinte años al sumidero!
—No totalmente, Jean. Apóyese en eso, se lo ruego. No totalmente.
—Tal vez no tiene importancia.
—Todo tiene importancia, Jean. Lo bueno y lo malo. Todo tiene importancia. Valor, Jean.
—¿Valor? ¿Sabe lo único que tengo en este momento? Un pequeño latido en mi interior que vacila y pulsa y me dice que mañana tal vez esté muerto… Lo he dicho, Santidad. Me someto. Déjeme ir, por favor.
—Jean, mi afecto es profundo —dijo Cirilo el Pontífice—. Le quiero como no he querido jamás a otra persona en toda mi vida. Si pudiese evitarle este dolor llevándolo yo, lo haría gozosamente.
—Lo sé —dijo Jean Télémond sencillamente—. Lo agradezco más de lo que puedo decir. Pero aun con amor, el hombre debe morir solo. Y he sabido siempre que esto sería diez veces peor que morir.
Cuando la puerta se cerró tras él, Cirilo el Pontífice golpeó con los puños sobre el escritorio y sollozó de cólera ante su propia impotencia.
Ni al día siguiente, ni al otro, recibió noticias de Jean Télémond. Sólo podía imaginar lo que estaría sufriendo. A pesar de su autoridad como Pastor Supremo, éste era un drama, un diálogo muy íntimo, en el cual no osaba intervenir.
Además, se hallaba abrumado de trabajo, de asuntos de la Secretaría de Estado, de la Congregación para los asuntos de la Iglesia Oriental, de la Congregación de Ritos… Cada tribunal y cada comisión de Roma parecían exigir su atención simultáneamente. Tuvo que obligarse a vivir esos días con férrea disciplina, y por la noche, su mesa de trabajo estaba cubierta de papeles, y su alma clamaba por el consuelo de la oración y la soledad.
Pero no pudo quitarse a Télémond de la mente, y en la mañana del cuarto día, un día dedicado a audiencias privadas y semiprivadas, el Pontífice llamó al cardenal Rinaldi en su villa.
El informe de Rinaldi fue poco reconfortante:
—Está sufriendo mucho, Santidad. No cabe duda de su sumisión, pero no sé aún cuánto llegará a costarle.
—¿Cómo está de salud?
—Regular. He hecho venir al médico dos veces. Su presión sanguínea es peligrosamente alta, pero esto, por supuesto, es el resultado de la tensión y la tatiga. Es poco lo que se puede hacer.
—¿Siempre se siente feliz a su lado?
—Más feliz que en cualquier otra parte, me parece. Tiene toda la soledad que desea y, curiosamente, creo que las pequeñas le hacen bien.
—¿En qué emplea su tiempo?
—Por la mañana dice misa, y luego camina un poco por el campo. A mediodía va a nuestra iglesia parroquial y lee su oficio solo. Después del almuerzo, descansa, aunque no creo que duerma. Por la tarde pasea por el jardín. Conversa con las niñas cuando regresan a casa. Por la noche jugamos al ajedrez.