Sólo había un refugio, una decisión, que Télémond había adoptado hacía mucho tiempo. El hombre sólo puede caminar por la senda que ve a sus pies o por aquella que le señala su legítimo superior. Más allá de eso, se halla en manos de Dios… Y el alcance de esas manos es más generoso, y su contacto, más tranquilizador que los de las manos de cualquier hombre.
A pesar de la tibieza del ambiente, Télémond se estremeció y apresuró sus pasos hacia el interior de la Basílica. Sin mirar a derecha ni a izquierda, cruzó la nave sonora hacia el santuario, y se arrodilló durante largo rato, orando en la tumba de Pedro.
En las heladas horas entre la medianoche y el alba, George Faber permanecía despierto, luchando con su nueva situación. A su lado, saciada y tranquila, Chiara dormía como un niño. En todos aquellos meses de amor, nunca había experimentado una pasión tan tumultuosa, un abandono semejante al de esa noche. Todos sus sentidos se exacerbaron, todas las emociones surgieron y se apagaron en una culminación de unión tan intensa, que la propia muerte pareció hallarse a sólo un suspiro de distancia. Jamás se había sentido tan hombre. Nunca se mostró Chiara tan generosamente, mujer. Nunca había sucedido tan rápidamente la palabra a las efusiones de ternura y a los transportes del deseo… Nunca en su vida se había sentido tan súbitamente abrumado por la tristeza del después.
En cuanto terminaron de hacer el amor, Chiara dejó escapar un leve suspiro de satisfacción, enterró el rostro en la almohada y se quedó dormida. Fue como si lo hubiese abandonado sin previo aviso y sin despedida para embarcarse en un viaje privado; como si habiendo alcanzado los límites del amor, se le dejase solitario para hacer frente a la oscuridad y los terrores de la noche sin fin.
Los terrores fueron más reales de lo que lo habían sido jamás. Alguna vez, en alguna forma, era preciso pagar un placer de tal intensidad. Y sabía, sin género de duda alguno, que sería él quien pagaría. Lo que aquella noche sintió fue un florecimiento primaveral que podría no repetirse, porque su vida se acercaba al fin del verano, al fin de la cosecha, y el recaudador esperaba en la puerta para reclamar su parte.
Para Chiara, la vida era aún su deudora. El pago se había demorado en exceso, y su cuerpo estaba ávido del tributo. Para él, que había traspasado ya la línea de los cuarenta años, el caso era muy distinto. Sabía dónde se ocultaban los rótulos con los precios. Conocía la necesidad que seguía a la viva satisfacción del acto de unión: el ansia de continuidad, la necesidad de hijos nacidos de la semilla derrochada en la lujuria o el amor, la necesidad de un puerto tranquilo y de una mañana de sol tras las tormentas de la noche.
Mientras George meditaba así, Chiara se agitó y se volvió hacia él en busca de su tibieza. Era un gesto ejecutado en sueños, pero más elocuente que las palabras. Hasta su matrimonio con Calitri, Chiara había estado siempre protegida: por padres ricos y afectuosos, por monjas cariñosas, por las tradiciones de su clase. Al fracasar su matrimonio, Chiara encontró otro refugio, y ahora acudía a reposar contra su pecho buscando olvido entre sus experimentados brazos. Mientras George la sujetase en ellos con fuerza, protectoramente, Chiara permanecería a su lado. Pero en cuanto sus brazos aflojaran o su valor disminuyese, se deslizaría hacia otro refugio.
Lo extraño era que Chiara no veía la injusticia de este trato. Había dado a George su cuerpo, su reputación; ¿qué más podía pedirle? Y si George se lo hubiese dicho, no habría comprendido. Casada y madre, Chiara llegaría finalmente a la madurez, pero en su posición actual sería siempre la mujer—niña, en parte encantada con la aventura, en parte temerosa de sus consecuencias, pero sin comprender que la deuda de amor no se pagaba totalmente con la moneda de su carne.
Para la mujer, el delirio amoroso de aquella noche, magnífico, agotador y maravilloso, había sido también una especie de fuga; y George era demasiado viejo, demasiado sabio o demasiado calculador para acompañarla. Instintivamente se volvió, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él, preguntándose al hacerlo por qué la milagrosa unidad de la carne debía durar tan breve tiempo, y por qué, finalmente, los amantes permanecen tan a menudo y durante tanto tiempo como islas en un mar oscuro. La mano inerte de Chiara se atravesaba sobre su cuerpo, sus cabellos rozaban sus labios, su perfume lo rodeaba. Pero el sueño no acudía, y George repasó una y otra vez la charla que ambos habían mantenido mientras cenaban, cuando repitió a Chiara el consejo de Campeggio, y le explicó adónde podría llevar a ambos este consejo…
Chiara lo había escuchado atentamente, con la barbilla apoyada en las manos, sus ojos oscuros brillantes de ansiedad, intrigada por la perspectiva de una conspiración.
— ¡Por supuesto, querido! Es tan sencillo… ¿Por qué no lo pensamos antes? Tiene que haber muchas personas en Roma que se sientan felices de proporcionar pruebas contra Corrado. Lo único que debemos hacer es encontrarlas.
—¿Conoces a alguna de ellas, Chiara?
—En realidad, no. Corrado siempre fue discreto conmigo. Pero si hablamos con diversas personas, seguramente llegaremos a conseguir una lista de nombres.
—Eso es justamente lo que no debemos hacer —dijo Faber firmemente—. No hay que hablar con nadie. Si llega a saberse lo que estamos haciendo, será el fin. ¿No comprendes? Estamos en medio de una conspiración.
—George, querido, no seas tan melodramático. Sólo estamos intentando que me hagan justicia. Y eso seguramente no puede llamarse conspiración, ¿verdad?
—Tiene mucha semejanza. Y para la Iglesia y la ley civil significa casi lo mismo. Sólo hay dos cosas que podemos hacer: emplear un investigador profesional o conducir yo mismo la investigación. Si usamos un detective, me costará más de lo que puedo pagar, y al final podría traicionarme ante tu marido. Si lo hago personalmente… me comprometo hasta el cuello.
Chiara lo miró con ojos muy abiertos e inocentes.
—¿Tienes miedo, George?
—Sí.
—¿De mi marido?
—De su influencia, sí.
—¿Quieres casarte conmigo, amor mío?
—Bien lo sabes. Pero cuando nos casemos tendremos que vivir. Si pierdo mi reputación en Roma, ya no podré trabajar más aquí. Tendríamos que regresar a los Estados Unidos.
—No me importaría… Y, además, ¿has pensado en mi propia reputación? Y no te la he echado en cara, ¿no es así?
— ¡Por favor, Chiara! Trata de comprender que éste no es un problema de moral, es un problema de autoridad, de situación profesional…, del prestigio del cual vivo. Si se me tilda de chantajista…, ¿dónde podré comenzar otra vez? Estamos cara a cara con los dos niveles de conducta, mi amor. Puedes dormir con quien quieras, puedes hacer millones explotando a los pobres. Pero si das un cheque sin fondos por diez dólares o infringes el código de ética profesional, estás muerto y sepultado sin apelación. Así es el mundo. Haz lo que quieras, coge lo que quieras, pero si tropiezas…, ¡que Dios te ayude! Y a eso es a lo que tendremos que enfrentarnos.., juntos.
—Si yo no tengo miedo, George, ¿por qué habrías de tenerlo tú?
—Necesito estar seguro de que sabes lo que se halla en juego.
—Ignoro si sabes realmente lo que está en juego para mí. Las mujeres necesitamos el matrimonio, George. Necesitamos tener un hogar e hijos, y un hombre que nos pertenezca. Lo que tenemos es maravilloso, pero no basta. Y si tú no luchas por nuestro matrimonio, George, ¿qué puedo hacer yo?
Allí estaba el desafío que lo había llevado a los brazos de Chiara; un desafío a su virilidad, un desafío a la única locura en la cual no había caído jamás: la de considerar que el amor bien valía un mundo. Pero George Faber era un hombre de su propio mundo. Se conocía demasiado bien para creer que podía vivir sin ese mundo. Había hecho el gesto heroico, sí, había lanzado su gorra contra los molinos de viento, pero cuando llegara el momento de atacarlos con lanza y espada, ¿cuál sería su aspecto? ¿El del caballero de la armadura resplandeciente con una prenda de su dama en el yelmo…? ¿O un Quijote envejecido sobre un rocín flaco, objeto de mofa para hombres y ángeles?
Valerio, cardenal Rinaldi, se hallaba sentado en la terraza de su villa y veía declinar el día hacia el mar. Los pliegues de la tierra ostentaban mil sombras purpúreas, los cerros mostraban destellos de oro y bronce, y los tejados de la aldea y de la granja brillaban bermejos en el resplandor del atardecer. Una leve brisa acariciaba la tierra, llevando el perfume de lilas y rosas y el aroma del heno recién cortado. Risas infantiles provenientes del jardín inferior recordaron al cardenal que entre los mármoles órficos jugaba la hijita de su sobrina.
Era ésta la hora más hermosa: la hora entre el día y la oscuridad, cuando el ojo descansaba de la dureza del sol y el espíritu no caía aún en la melancolía del crepúsculo. Las cigarras permanecían quietas, y los grillos no comenzaban aún su lastimero chirriar. Rinaldi cogió el libro que yacía en su regazo y comenzó a leer los retorcidos caracteres griegos que escondían las mágicas palabras de Eurípides:
¡Oh ese tranquilo jardín en el mar del Oeste
donde las hijas de la tarde cantan
bajo el manzano dorado;
donde el marino audaz al vagar
descubre que el Dios del Océano ha obstruido
su sendero hacia el Oeste sobre el irreal púrpura!
¡Donde el colosal Atlas vive para guardar
las solemnes fronteras del cielo!
Donde las fuentes palaciegas de Zeus su ambrosía divina manan.
¡Mientras la tierra sagrada reúne sus frutos de sabores exóticos
para bendecir la fiesta inmortal con generosa abundancia!
Rinaldi era un hombre afortunado, y lo sabía. Eran pocos los que llegaban a la eminencia y sobrevivían a ella con el corazón sano y buena digestión, para gozar del jardín tranquilo en el cual cantaban las hijas de la tarde. Pocos en su profesión podían escuchar voces de niños en su propio huerto, verlos apretujarse sobre sus rodillas pidiendo cuentos, darles un beso y la bendición de un viejo sacerdote al enviarlos al lecho.
Rinaldi conoció a algunos que murieron prematuramente. Otros sobrevivían dolorosamente, con ojos nublados, o miembros temblorosos, o lentos cánceres, mantenidos por la caridad de la Iglesia. Algunos llegaban a la senilidad o a la pobreza de bienes y de espíritu. Pero él se sentaba aquí, en el esplendor de un día que declinaba, próspero, independiente, el último de los principescos cardenales de la Iglesia. Tenía pocos remordimientos, porque el remordimiento siempre le había parecido una vanidad ajena a su naturaleza. Estaba preparado para su retiro; y preparado también por su mente inquisitiva y estudiosa, y una diversidad de amistades e intereses. No temía a la muerte, porque en el curso normal de la vida aún estaba lejos, y porque había vivido una vida ordenada, invirtiendo sus talentos como mejor supo en el servicio de la Iglesia.
Y, sin embargo, a veces, en la hora crepuscular, en las noches desveladas de los ancianos, o cuando observaba a los campesinos inclinados sobre los labrantíos de su pertenencia, acudía a su mente una pregunta punzante: ¿por qué tengo tanto? ¿Por qué he recibido tanto, cuando otros tienen tan poco? ¿O es ésta una ironía divina que sólo comprenderemos en la eternidad?
El viejo Eurípides había hecho la misma pregunta, y su respuesta no había sido mejor:
Vagan sobre las olas, visitan ciudades extrañas
buscando un mundo de riquezas,
todos igualmente seguros de lograrlas; pero
la visión de un hombre pierde el momento afortunado,
otro encuentra la fortuna en su regazo.
Y había aún otra pregunta. ¿Qué hacía uno con estos frutos de la vida? ¿Tirarlos, como el hermano Francisco, y recorrer el mundo entonando alabanzas a la Señora Pobreza? Ya era demasiado tarde para eso. La gracia del abandono había pasado junto a él, si es que alguna vez le había sido realmente ofrecida. Ahora estaba uncido a la carrera que había forjado.
No era codicioso ni pródigo. Estaba educando a los hijos de su hermana y a un par de estudiantes necesitados, que serían sacerdotes. Cuando muriese, la mitad de su fortuna pasaría a su familia; la otra mitad, a la Iglesia. El Pontífice había aprobado sus disposiciones. ¿Qué podía reprocharse entonces? Nada, aparentemente, excepto cierta mediocridad de espíritu, la necesidad de su naturaleza de obtener lo mejor de ambos mundos. Y, sin embargo, Dios los había hecho a ambos, al visible y al invisible, para habitación y beneficio del hombre. Y también había hecho al hombre, y estaba en la naturaleza de Su misericordia el no exigir más que una justa retribución de los talentos que había concedido a cada ser.
Sabiamente, Valerio Rinaldi no se regocijaba libremente en su buena fortuna. Pero no podía llorar, porque no tenía motivos. De manera que suspiró levemente mientras las sombras se cernían sobre la Tierra y continuó leyendo la historia de Hipólito, el hijo de Teseo:
¡Penetrar en las tinieblas! ¡Dejadme morir,
y pasar al mundo bajo tierra, en la triste oscuridad!
Desde que tú, la más querida, no estás ya a mi lado.
Y la muerte que has dado es más cruel que la muerte
que te ha tragado.
Cuando llegó, por fin, el crepúsculo, Rinaldi cerró su libro y entró para recitar las oraciones vespertinas con los miembros de su casa, y prepararse luego para cenar con el cardenal Leone.
El inquisidor de blancos cabellos pareció tan áspero y gruñón como de costumbre, pero se suavizó instantáneamente al entrar las niñas. Y cuando éstas inclinaron las tres cabecitas morenas para recibir su bendición, sus ojos se nublaron y sus manos temblaron al posarlas sobre sus frentes. Cuando las chiquitinas retrocedieron respetuosamente, las atrajo hacia él y habló con la gravedad de un abuelo sobre sus lecciones y sus muñecas, y del trascendental acontecimiento que significaba una visita al zoológico. Rinaldi sonrió secretamente al ver domesticado al león con tanta facilidad. Se sorprendió aún más cuando el hombre que custodiaba tantos misterios armó torpemente un rompecabezas y rogó que dejasen a las niñas con él hasta terminarlo.
Cuando, finalmente, las chicas abandonaron la habitación y se anunció la cena, Leone parecía curiosamente sumiso. Dijo gravemente:
—Usted es un hombre afortunado, Rinaldi. Esto es algo que debería agradecer a Dios todos los días de su vida.