Mantenía un apartamento en Roma, que ocupaba rara vez porque «todos los romanos comienzan a parecer vendedores viajeros»; una villa en Fiésole, donde se congregaba habitualmente su Corte; propiedades en Sicilia, haciendas en los Abruzos y campos de remolacha y arroz en la Romaña y en el valle del Po. Su hacienda, iniciada por su padre y acrecentada por la afortunada muerte de dos maridos, abarcaba los más suculentos valores italianos, y la princesa negociaba con ellos con innata habilidad.
Su dedo huesudo agitaba todo budín político al norte del Lacio, y los susurros de poder que no comenzaban en sus salones circulaban allí, inevitablemente, antes de convertirse en vientos influyentes. Una invitación a su mesa era un dictamen de ejecución o una promesa de ascenso. Y más de algún político temerario que había desafiado sus iras se vio privado de fondos, favor y votos en la siguiente elección.
Su vestimenta era anticuada; sus modales, más tiránicos que reales. Bebía whisky escocés y fumaba cigarrillos egipcios en una larga boquilla. Su lengua era afilada; su memoria, peligrosa; su discreción, inesperada. Despreciaba a los viejos y buscaba a los jóvenes como un vampiro excéntrico y caprichoso que podía pagar generosamente la sangre joven. En los jardines de su villa, entre las fuentes y los cipreses y las avenidas de mármoles pulidos por la intemperie, parecía realmente que el tiempo se hubiese detenido ante su voz vieja e imperiosa.
Su lugar favorito era una glorieta emparrada, sobre la cual colgaban racimos de uvas que maduraban frente a una pequeña fuente, donde algunos lánguidos cisnes cortejaban, sobre el agua cantarina, a una Leda antiquísima. En otra época, la princesa MaríaRina había sido cortejada también aquí; ahora negociaba con los legados de su juventud: poder, dinero y prestigio. Una vez al mes, el arzobispo de Florencia acudía a beber con ella una taza de café. Una vez a la semana acudía alguien del Quirinal y la informaba privadamente por encargo del Primer Ministro. Allí donde los jovencitos de antaño se inclinaban sobre su pequeña mano, ahora los banqueros y los corredores, de valores acudían, reacios, a rendirle homenaje y entregarle el tributo de alguna confidencia.
Aquella mañana de verano se hallaba allí, en la glorieta, espetando un duro sermón a un ministro de la República: su sobrino Corrado Calitri.
— ¡Eres un estúpido, muchacho! Llegas a un punto, y crees que es el fin del viaje. Y quieres sentarte a jugar con las florecillas. Atractivo, seguramente, pero eso no es política.
El rostro pálido de Calitri enrojeció, y su mano dejó la taza ruidosamente sobre el platillo.
—Escucha, tía. Sabes bien que eso no es verdad. Cumplo con mi cometido, y lo hago bien. Precisamente ayer el Primer Ministro tuvo la gentileza de decir que…
—¡Tuvo la gentileza de decir…! —La voz cascada de la anciana trasuntaba su desprecio—. ¿Por qué debe importarte lo que diga? ¿Y qué es la alabanza, sino desayuno para el prisionero antes de cortarle la cabeza? Me decepcionas, Corrado. Eres un niño. No ves más allá de tus narices.
—¿Qué esperas que vea, tía?
—¡El futuro! —dijo enérgicamente la princesa—. Dentro de doce meses tendremos elecciones. ¿Estás preparado?
—Desde luego. Tengo los fondos. Mis partidarios trabajan día y noche, incluso ahora. No creo que quepa duda acerca de mi reelección… Creo que el partido obtendrá una mayoría algo reducida. Tendremos que abrirnos algo más en coalición con la izquierda, pero, aun así, tengo asegurado un lugar en el Gabinete.
—¿Y ése es el fin de la historia?
Sus oscuros ojos de ágata lo traspasaban y sus delgados labios temblaban en una sonrisa de compasión.
Calitri se agitó, inquieto, en la silla.
—¿Ves otro final, tía?
—Si. —Sus manos viejas se tendieron a través de la mesa y se aferraron como garras a sus muñecas—. Tienes doce meses aún para planearlo, pero si tus planes son eficaces, puedes dirigir el país. —Corrado Calitri la miró, estupefacto, y la princesa lanzó una aguda carcajada—. Nunca subestimes a tu vieja tía, muchacho. Cuando tengas mi edad sabrás preverlo todo; te digo, sin lugar a dudas, que puedes dirigir la República…
—¿Realmente lo crees así?
La voz de Calitri era casi un suspiro.
—Nunca cuento fábulas, muchacho…, y dejé de escucharlas hace mucho tiempo. Hoy, en el almuerzo, conocerás a algunas personas que te dirán cómo puedes conseguirlo. Necesitaremos algo de… —frotó el índice y el pulgar en ese gesto internacional que significaba dinero—, pero eso no será problema. Quiero hablarte de otro cosa. Hay que pagar otro precio también, y ése sólo puedes pagarlo tú.
Corrado Calitri miró astutamente a su parienta.
—¿Y cuál es ese precio, tía?
La princesa lo observó con ojos salientes y rapaces, y se lo dijo:
—Tendrás que ordenar tu vida, y hacerlo rápidamente. Líbrate de ese grupo de alcahuetes y jovencitos disolutos que te rodean. Apresura en las Cortes ese asunto de tu matrimonio. Líbrate de Chiara. No te conviene. Y cásate otra vez, con rapidez y discreción. Encontraré a una mujer que pueda manejarte. Necesitas una mujer fuerte, no una colegiala romántica.
— ¡No lo haré! —Corrado Calitri explotó en súbita cólera—. No permitiré que me vendan y me compren como si fuese una mercancía.
Se levantó de la silla y comenzó a pasearse agitadamente por el sendero adoquinado que unía la glorieta con la fuente, mientras la vieja princesa lo observaba con ojos tranquilos y calculadores.
Cuando la cólera de su sobrino amainó, avanzó hasta su lado, enlazó su brazo con el de Calitri y lo guió lentamente en un paseo por las plantaciones de la villa. Ahora era una mujer diferente. No intentó fastidiarlo ni provocarlo, sino que habló gravemente, con suavidad, como si fuese su hijo:
—…Te diré que ya no escucho fábulas, ni siquiera acerca de mi propia persona. Sé lo que soy, Corrado: una mujer marchita con el rostro pintado y un pasado que se remonta a millones de años… Pero he vivido, hijo. He vivido cada minuto de cada hora. He succionado la naranja hasta dejarla seca, y luego he escupido las semillas. Así es que escúchame, por favor… Sé que no eres como los demás hombres. Siempre fuiste diferente, desde tu niñez… Al observarte, pensaba entonces que tratabas de borrar el mundo y pintarlo nuevo y limpio otra vez. Creo que yo hubiera podido cambiar ese mundo para ti, pero tu padre nunca me dejó acercarme a su casa… —Rió con risa breve y amarga—. Opinaba que yo era una influencia corruptora. Tu padre era un hombre recto, no tenía sentido del humor. Nunca comprendí lo que tu madre encontraba en él.
—Desdicha —dijo Corrado Calitri duramente—. Desdicha y soledad, y nada de amor. Odié a aquel hombre desde el fondo de mi corazón.
—Pero no puedes seguir huyendo de él —dijo la anciana suavemente—. Está muerto, y en sus orejas crecen margaritas. Sé lo que buscas: el amor que él no te dio. Sé que lo encuentras a veces, pero no dura. Conozco los peligros que acechan a quien busca con desesperación y sin cautela. —Sus manos delgadas oprimieron su brazo—. Tienes enemigos, ¿verdad?
—¿Quién no los tiene en una labor como la mía?
—¿Han intentado alguna vez hacerte víctima de un chantaje?
—Un par de veces.
—Entonces sabes de qué estoy hablando. Los enemigos se hacen más numerosos y más fuertes…, más fuertes de lo que imaginas. Toma a Campeggio, por ejemplo…
—¡Campeggio! Jamás le he hecho daño.
—Tienes a su hijo —dijo MaríaRina gravemente.
—De manera que ésa es la historia. —Calitri echó atrás su cabeza patricia y rió, ahuyentando a los pajarillos en los olivos—. El muchacho trabaja conmigo. Me gusta. Tiene talento, y simpatía y…
—¿Y belleza?
—También belleza, si lo quieres. Pero no para mí. ¿Crees que quiero enemistarme con Campeggio y con el Vaticano?
—Ya lo has hecho —dijo la princesa MaríaRina—. Y sin el Vaticano no puedes dirigir el país en la próxima elección. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir?
Corrado guardó silencio largo rato, mas pareció reconcentrarse. Su rostro juvenil se cubrió de surcos. Sus ojos se nublaron con súbita emoción. Finalmente, dijo con dulzura:
—La vida es muy larga, tía. Triste también, a veces, y solitaria.
—¿Te parece que no lo sé, hijo? ¿Crees que no me sentí triste y sola cuando murió Louis? ¿Crees que no supe lo que significaba ser una mujer madura, rica y capaz de comprar lo que no podía obtener por amor? Y lo intenté durante breve tiempo. ¿Te escandalizo?
—No. Lo comprendo.
—Luego desperté, como debes despertar tú. No puedes levantarte cada mañana temiendo perder lo que, además, nunca ha sido tuyo. No puedes esperar y pesar los riesgos de chantaje. No puedes regir tu vida según los caprichos de algún chico bien parecido. ¡No! Un día tienes que decirte a ti mismo: ¿Qué tengo que sea realmente mío? ¿Cómo puedo aprovecharlo mejor? Cuando comienzas a enumerar, ves que hay bastante. E incluso puede haber un poco de amor.
—¿En el matrimonio? —preguntó Corrado con tosca ironía.
—Dentro o fuera de él. No importa mucho. Para ti… —su índice esquelético lo hirió como un puñal—, para ti es necesario el matrimonio. Muy necesario.
—Ya probé una vez, ¿recuerdas?
—Con una chicuela que aún jugaba con sus muñecas.
—¿Y ahora?
—Primero —dijo la anciana con energía—, debemos sacarte del lío en que estás metido, y para ello tendrás que hacer tu primer pago.
—¿Cuánto? —preguntó Corrado Calitri.
—En dinero, nada. En orgullo…, mucho, tal vez. Tendrás que presentarte ante la Rota y modificar todo tu testimonio anterior.
—¿Qué hago para que me crean?
La princesa MaríaRina rió otra vez.
—Te arrepientes. Habrá regocijo en el cielo y en el Vaticano cuando acudas a reparar la grave injusticia que has cometido contra una joven inocente. Y como estarás enmendando todos tus errores, te recibirán alegremente en el rebaño.
—No puedo hacerlo —dijo Corrado Calitri pesadamente—. Es una hipocresía monstruosa.
—No necesita serlo —dijo la princesa—. Y aun siéndolo, El Quirinal bien vale una misa, ¿no es así?
A pesar de sí mismo, Calitri sonrió y puso una mano afectuosa en la mejilla de la anciana.
—A veces, tía, creo que desciendes directamente de los Borgia.
—Efectivamente —dijo la princesa—, pero por línea torcida. Y ahora… ¿Harás lo que te pido?
—Tendré que pensarlo.
—Te doy treinta minutos, hijo. Esa gente querrá conocer tu respuesta y la mía durante el almuerzo.
En el tercer piso de un ruinoso edificio, a escasa distancia del Panteón, Ruth Lewin se hallaba atrapada en otro de los dramas cotidianos de la Roma Vieja. Desde el Ángelus de la tarde hasta cerca de la medianoche había estado trabajando junto a una esposa de veinte años, ayudándole a dar a luz su primer hijo. Durante las últimas dos horas habían estado también allí el médico, un joven macilento que parecía demasiado envuelto en el drama para su propio bien o el de la paciente.
Cuando, finalmente, con la ayuda del fórceps sacaron el rorro a la luz, vieron que era un monstruo; un pequeño ser deforme y gemebundo, con cabeza humana y cuerpo de pingüino, con los pies y las manos unidos directamente al tronco.
Ruth Lewin lo miró horrorizada, y el joven médico juró frenéticamente:
— ¡Por Cristo! ¡Por el cielo! ¡Mírelo!
Ruth Lewin tartamudeó con desamparo: —Pero, ¿por qué? ¿Cuál fue la causa? ¿Qué…? — ¡Cállese! —dijo el médico con rudeza—. Cállese y deme agua y una toalla.
Ruth hizo mecánicamente lo que se le pedía y contempló fascinada cómo el doctor envolvía el cuerpo deforme y luego vertía algunas gotas de agua sobre su cabeza y murmuraba las palabras rituales: «Te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.»
Ruth Lewin encontró de nuevo su voz.
—¿Qué sucederá ahora?
—Eso es asunto mío. Ocúpese en asear a la madre.
Indignada y próxima a las lágrimas, Ruth se dedicó a su humilde tarea, lavando aquel joven cuerpo desgarrado y reconfortando a la mujer mientras volvía, gimiendo, a la conciencia. Cuando finalmente terminó, y la joven madre yacía aseada y compuesta sobre los almohadones, Ruth Lewin alzó la vista.
—¿Y ahora, doctor?
El médico se hallaba en pie junto a la mesa, dándole la espalda y ocupado con el envoltorio que cubría el rorro. Volvió un rostro pétreo hacia ella y dijo:
—Está muerto. Haga venir al padre.
Ruth abrió la boca para hacer una pregunta, pero no emitió sonido alguno. Escrutó el semblante del médico en busca de una respuesta, pero sus jóvenes ojos brillaban inexpresivos como guijarros, mientras repetía la orden:
—Por favor, llame al padre.
Ruth Lewin fue a la puerta e hizo señas a un muchacho alto y musculoso que bebía un vaso de vino y charlaba con los vecinos en el rellano.
—¿Quiere entrar, por favor?
El muchacho se acercó a ella, perplejo, con los vecinos pisándole los talones. Ruth lo hizo entrar y cerró la puerta en las narices de los rostros curiosos.
El doctor se dirigió con el rorro muy envuelto entre sus brazos.
—Tengo malas noticias para usted, amigo. El niño nació muerto.
El muchacho lo miró estúpidamente.
—¿Muerto?
—Sucede a veces. Y no sabemos con certeza por qué. Su mujer está bien. Podrá tener otros hijos.
El joven se acercó, atontado, al lecho, y se inclinó, murmurando algo a la mujer, pálida y consciente a medias.
—Vamos —dijo de pronto el médico—. Quiero dejar esto en el hospital general.
Y, dirigiéndose al muchacho:
—Tengo que llevarme el cuerpo. Es la ley. Por la mañana volveré a ver a su mujer, y traeré el certificado de defunción.
Ni el joven ni su esposa parecieron oírle, y el médico salió, con el patético bultito, seguido por Ruth Lewin, como acompañante fúnebre procesional. El grupo del rellano los observó silenciosamente al pasar, y luego se apretujaron en la puerta de la habitación, murmurando excitadamente.
Cuando llegaron a la calle, el doctor dejó el cuerpo del niño en el asiento posterior de su automóvil y cerró violentamente la puerta. Luego miró a Ruth Lewin y le dijo bruscamente:
—No haga preguntas. Entregaré el cadáver en el hospital general. Daré un informe.
—¿No habrá autopsia?
—No. Y si la hubiese, no descubrirán nada. El niño murió por asfixia…