Ha pasado una hora desde la medianoche… El comienzo de un nuevo día. Día importante para mí, porque por primera vez me dirigiré a toda la Iglesia. Ayer, entrada la noche, llamé a mi confesor para purgar mi alma de los pecados del día y purificarme para la tarea que debo iniciar.
Luego le rogué que permaneciera un rato a mi lado y me ayudase en la misa que deseaba celebrar inmediatamente antes de la medianoche… Es extraña la variedad que puede encontrar el sacerdote en el ofrecimiento del Sacrificio. A veces uno se siente seco e inconmovible, debe hacer un esfuerzo de voluntad para concentrarse en el rito familiar y en la sobrecogedora significación del acto de la consagración. Otras veces parece que uno se halla fuera de sí mismo y «en el espíritu», como dice san Juan. Se tiene conciencia de Dios. Y uno se siente al mismo tiempo humillado y exaltado, temeroso y feliz…
Esta noche también fue diferente. Empecé de una nueva forma la naturaleza de mi cargo. Y cuando en la elevación alcé la Hostia sobre mi cabeza, vi el sentido real del «nosotros» con el cual se han dirigido habitualmente los Pontífices al mundo. No soy «yo» quien habla o escribe, es la Iglesia a través de mí, y Cristo a través de mí y de la Iglesia…
Yo soy yo, sí. Pero si hablo sólo de mí mismo, y por mí mismo, no soy nada. Soy como las campanas al viento, cuyo sonido cambia con cada brisa… Pero el Verbo no puede cambiar. El Verbo es inmutable… «En el comienzo hubo el Verbo, y el Verbo estuvo en Dios, y el Verbo era Dios.» Pero, en otro sentido, el Verbo debe renovarse en mí como el acto redentor de la Crucifixión se renueva en las manos de cada sacerdote al decir misa. Soy el instrumento a través del cual debe soplar la voz del Espíritu para que el hombre pueda escucharla en la modalidad de su propia época…
El papel ante mí está en blanco; las plumas, dispuestas. ¿Está dispuesto Cirilo? Oro por que así sea. ¿Qué debe escribir? ¿Cómo, y a quién?
Mi tema es la educación, la preparación del hombre para que ocupe su lugar en este mundo y en el otro. Mi carta será un examen de la función educacional de la Iglesia, de su misión de guiar el alma humana desde las sombras de la ignorancia, desde las servidumbres de la carne, hacia la luz y la libertad de hijos de Dios…
¿Cómo escribiré? Con cuanta sencillez pueda, porque la verdad más profunda es la que se expone más simplemente. Debo escribir con el corazón… cor ad cor loquitur. Y debo escribir en mi propia lengua, porque así es como mejor habla el hombre de Dios, y a Dios. Después los latinistas tomarán mis palabras y las endurecerán en esas formas antiguas que las conservarán para los anales permanentes de la Iglesia. Luego vendrán los traductores, que las volcarán en cien otras lenguas en las cuales debe predicarse la Palabra de Dios… El mundo es una torre de Babel de voces contradictorias, pero dentro de la Iglesia debe existir siempre «la unidad del espíritu dentro de los lazos de la Fe».
Fuera de la Iglesia también existe una unidad que olvidamos con excesiva frecuencia. La unidad de los hombres que sufren juntos una existencia común, gozan con alegrías comunes y comparten los mismos pesares, confusiones y tentaciones…
Recuerdo algo que los pastores olvidamos muy a menudo. El testimonio del alma, de Tertuliano… «Hombre es un nombre que pertenece a todas las naciones sobre la Tierra. En ellos todo es un alma a través de muchas lenguas. Cada país tiene su propia lengua, pero los temas de los cuales sin enseñanzas habla el alma, son los mismos en todas partes.»
Hay otra razón por la cual deseo también escribir en ruso. Quiero que Kamenev vea mi carta tal como salió de mi mano. Deseo que a través de ella escuche los tonos de mi voz, para que sepa que mi afecto está con él y con el pueblo entre el cual nací. Si fuese posible, me gustaría que recibiera mi manuscrito; pero sería difícil hacerlo llegar a sus manos, y no puedo arriesgarme a comprometerlo.
¿A quién escribiré…? A la Iglesia toda, a mis hermanos obispos, a todos los sacerdotes y monjes y monjas, a todos los fieles, sin los cuales nuestro ministerio carece de significado. Debo mostrarles que su misión no es sólo enseñar, sino educarse mutuamente con amor e indulgencia, dando cada uno de su fortaleza al débil, de su conocimiento, al ignorante, de su caridad, a todos…
¿Y qué sucederá después que haya escrito? Debo comenzar a actuar a través de la administración de la Iglesia para que se efectúen reformas donde sea necesario y para que la inercia de una organización vasta y dispersa no obstruya el camino de la intención divina. Debo tener paciencia y tolerancia, y debo comprender que no tengo derecho a exigir a Dios un éxito visible en todo lo que intente. Soy el jardinero. Planto la semilla y la riego, sabiendo que la muerte puede llevarme antes de que pueda ver el capullo o la flor. Es tarde y debo comenzar…
«Cirilo, siervo de los siervos de Dios, a los obispos y hermanos de todas las Iglesias, paz y bendición apostólica…»
La llegada al hogar de Jean Télémond, S. J. transcurrió en un ambiente seco y monótono que desmentía la cordialidad de la acogida de su superior.
El cuartel general de la Compañía de Jesús, que ocupaba el número 5 del Borgo Santo Spirito, era un gran edificio gris, helado como cuartel militar, que se cobijaba a la sombra de la cúpula de San Pedro. Sus muebles eran escasos, funcionales y sin belleza aparente. El único ser que saludó al recién llegado fue el hermano portero, un gris y áspero veterano que por haber visto ir y venir a tantos miembros, daba poca importancia a éste.
Triste y con carácter de provisionalidad, el aspecto general del lugar era el de un refugio de hombres entrenados para despojarse de las comodidades y los afectos humanos y convertirse en soldados de Cristo. Incluso los emblemas religiosos eran feos y producidos en serie, como meros recordatorios de la vida interior que ningún símbolo podía expresar adecuadamente.
Después de haber orado juntos, el padre general condujo a Télémond a su cuarto, una celda pequeña, enjalbegada y provista de una cama, un reclinatorio, un crucifijo, un escritorio y un conjunto de estantes para libros. Sus polvorientas ventanas daban a un patio frío y desierto, incluso bajo el sol de verano. Jean Télémond había vivido en condiciones más duras que la mayoría de sus hermanos y en lugares menos acogedores, mas esta primera mirada a la Casa Central lo sumió en una profunda depresión espiritual. Se sintió solitario y desnudo, y extrañamente temeroso. El padre general le entregó el horario de la casa, prometió presentarlo a sus colegas a la hora de la cena, y luego lo dejó entregado a sus propios recursos.
Sólo tardó algunos minutos en desempaquetar sus escasas pertenencias personales, y en seguida se dedicó a distribuir sobre la mesa notas, manuscritos y voluminosos archivos que representaban el trabajo de su vida. Ahora que había llegado el momento de rendir cuentas y presentarlo al mundo, le pareció pequeño e insignificante.
Durante veinte años había trabajado como paleontólogo en China, en África, en América, en la lejana India, investigando la geografía del cambio, la historia de la vida registrada en la corteza terrestre. Eminentes hombres de ciencia fueron sus colegas y colaboradores. Había sobrevivido a guerras y revoluciones, a enfermedades y a la soledad. Hubo de soportar la peligrosa dicotomía entre su función como científico y su vida como sacerdote de una religión. ¿Con qué fin?
Durante años había arraigado en él la convicción de que el único propósito inteligible de tanto esfuerzo y sacrificio era exponer la vasta concordancia de la Creación, la convergencia última de lo espiritual y lo físico que señalaría la consumación eterna de un eterno Impulso creador. Meditó muchas veces sobre el significado del antiguo proverbio: «Dios escribe recto con líneas torcidas», y estaba convencido hasta la médula de que el vector final de todas las diversas fuerzas de la Creación era una flecha que apuntaba directamente a una divinidad personal.
Muchos habían intentado antes que él esta justificación de Dios ante el hombre. Sus resultados y sus fracasos eran los hitos del pensamiento humano: Platón, san Agustín, Alberto Magno, Tomás de Aquino… Cada uno de ellos había añadido otra etapa al viaje de la razón sin apoyos; cada uno de ellos elevó otro tanto al hombre sobre la jungla que lo producía.
Para Télémond este proyecto adquiría otra forma: trazar, basándose en el texto de la tierra viviente, el viaje desde la no vida a la vida, de la vida a la conciencia, de la conciencia a la unidad final de la Creación con su Creador.
Télémond creía que el estudio del pasado era la clave para el esquema del futuro. La justificación del pasado y del presente estaba en el mañana que emergería de ellos. No podía creer en un Creador exclusivamente pródigo, ni en una Creación difusa, accidental, carente de objetivo. Como raíz de todos sus pensamientos y —creía Télémond— como raíz de toda aspiración humana, existía un deseo instintivo de unidad y de armonía en el Cosmos. Si los hombres abandonaban su esperanza de alcanzarla, se condenaban al suicidio o a la locura.
De que la armonía existía, estaba convencido más allá de toda duda. Que podía ser demostrada, lo creía también…, pero con otro tipo de certidumbre. Había esbozado el esquema, mas aún no estaba completo. Creía haber captado sus líneas generales, y, sin embargo, el problema consistía en explicarlas en términos inteligibles y aceptables. Una exposición de tal grandiosidad requería nuevas palabras, nuevos niveles de pensamiento, nuevas analogías y una nueva audacia en la especulación.
Hacía ya demasiado tiempo que el pensamiento occidental tendía a apartarse del conocimiento unificado del mundo. Incluso en 1. Iglesia, el pensamiento espiral de los padres orientales, los tradicionales gnosis cristianos, se había visto oscurecido por la tradición nominalista y racionalista de los teólogos occidentales. La esperanza de supervivencia del mundo habría de estribar, ahora o nunca, en un salto fuera de los límites de la mera lógica hacia el reconocimiento de nuevas y más audaces modalidades de comunión.
Pero el terror de este primer momento en Roma radicó en que, bajo el impacto de la ciudad bulliciosa y pendenciera —en la cual se codeaban a cada paso presente y pasado—, Télémond sintió que su convicción parecía debilitarse. Roma estaba tan segura de sí misma, era tan sofisticada, tan escéptica, tan convencida de que todo lo que había sucedido y podía suceder había sido ya pasado y juzgado sin apelación, que su propia voz tendría que sonar parva e insignificante.
Hacía mucho tiempo que Télémond había escrito desde una cabaña en las márgenes del desierto de Gobi: «Comprendo ahora lo poco que brinda al hombre el mero viajar. A menos que el espíritu se expanda con la explosión de espacio a su alrededor, regresa el mismo que partió.» Aquí, en la casa matriz de la Compañía, donde todas las estancias parecían iguales, donde todos vestían la misma sotana negra y asistían a los mismos ejercicios piadosos y comían en la misma mesa, no supo si realmente había cambiado y si la expansión que creyó haber alcanzado no era sólo una amarga ilusión.
Con ademán de impaciencia guardó los últimos manuscritos en el escritorio, cerró la puerta de su celda tras ellos y salió a contemplar la ciudad que; tan vívidamente lo amenazaba.
Tras algunos minutos de andar se encontró ante el amplio panorama de la calle de la Conciliación y a plena vista de la Piazza de San Pedro. El esbelto dedo del obelisco señalaba al cielo, y, a ambos lados, las columnatas de Bernini retrocedían hasta la cúpula de la Basílica, iluminada por el sol. La súbita majestad de esta visión: la elevada cúpula, las gigantescas figuras de piedra, la empinada masa de columnas y pilastras, todo ello le oprimió, y se sintió ebrio ante el violento choque con el sol y el espacio.
Instintivamente bajó sus ojos hacia el aspecto humano: el vagabundear de los turistas de la tarde; los cocheros que chismorreaban junto a las cabezas de sus caballos; los mercaderes con sus cajitas de rosarios; los autobuses y los automóviles; los tenues chorros de agua de las fuentes. Una vez más funcionaron los engranajes de la memoria, y Télémond recordó lo que había escrito después de su primera visión del Gran Cañón del Colorado. «Quedo insensible o terriblemente perturbado ante la visión de grandezas naturales, e incluso de algún artefacto espectacular abandonado por sus hacedores. En cuanto el hombre aparece, me siento reconfortado, porque el hombre es el único eslabón trascendente entre el orden físico y el espiritual. Sin el hombre, el Universo es un erial gimiente contemplado por una Deidad invisible…» Si el hombre abandonara incluso el esplendor sin edad de la Piazza de San Pedro, éste decaería y se pudriría hasta convertirse en refugio de cabras, donde las raíces de los árboles crecerían entre las piedras y los animales beberían en los tazones enlodados de las fuentes.
Con nuevos bríos, Télémond caminó a través de la Piazza hacia la entrada de la Basílica, deteniéndose a mirar hacia las habitaciones papales y a preguntarse cómo sería el hombre que las ocupaba. Pronto se hallarían frente a frente, y Jean Télémond tendría que justificar el trabajo de su vida ante el hombre que debía perpetuar la vida de toda la Iglesia. Circulaban ya muchos rumores respecto al nuevo Pontífice y su desafío a los reaccionarios y a los tradicionalistas extremados del Vaticano. Había algunos que veían en él al impulsor de un segundo renacimiento dentro de la Iglesia, un eslabón nuevo e inesperado entre el Oeste lógico y el Este iluminado.
Si los rumores eran verídicos, entonces había alguna esperanza de que Jean Télémond se liberara finalmente de su exilio. Si no lo eran…
En el extremo opuesto de la Piazza se hallaba el palacio del Santo Oficio, donde los Mastines de Dios guardaban el Depósito de Fe. Allí conocían ya a Jean Télémond. Cuando un sacerdote era sometido a sus escrutinios, ya no lo olvidaban más, y todo lo que escribía debía pasar por sus manos antes de publicarse. Todavía estaba allí el cardenal Leone, el de la melena blanca, los ojos fríos y el humor incierto. Era un secreto a voces que Leone no simpatizaba con el padre general de los jesuitas, y que favorecía las opiniones y modalidades de las órdenes más antiguas de la Iglesia. Télémond no pudo comprender los motivos que habían impulsado a Semmering a arriesgarse a disgustar al viejo león trayendo de regreso a Roma a un hombre de opiniones sospechosas.
Tanto dentro como fuera de la Iglesia existían consideraciones de política. Había mentes investigadoras y mentes reacias; tradicionalistas enceguecidos e innovadores demasiado ansiosos; hombres que sacrificaban el orden al crecimiento, y otros que buscaban cambios con tanta osadía, que los atajaban por siglos. Había pietistas obstinados y feroces ascéticos; administradores y apóstoles…, y que Dios asistiese al desdichado que se dejara coger entre las ruedas del molino.