Goldoni dejó escapar un silencioso suspiro de alivio y esperó la respuesta de su colega. Después de todo, el ministro de Estado tenía que hacer frente a las situaciones tal como se le presentaban, con los diplomáticos y políticos de que disponía: buenos o malos, paganos o cristianos. Platino, por el contrario, estaba directamente encargado de la difusión de la Fe cristiana a través del mundo. Su autoridad era inmensa, y dentro de la Iglesia se le llamaba «el Papa rojo», así como al padre general de los Jesuitas se lo denominaba «el Papa negro».
Platino no respondió directamente, sino que cogió del escritorio dos fotografías, que tendió al Pontífice. Una de ellas mostraba a un papú de cabello rizado, con camisa blanca, un laplap blanco y un crucifijo al cuello. La otra era la imagen de un nativo de las montañas de Nueva Guinea, con un tocado de plumas de ave del paraíso en la cabeza y un colmillo de cerdo atravesado en la nariz.
Mientras el Pontífice examinaba ambas fotografías, Platino se las explicaba cuidadosamente:
—Tal vez estos dos hombres respondan a la pregunta de Su Santidad. Ambos provienen de la misma isla, Nueva Guinea, lugar pequeño, de escasa importancia económica, pero que políticamente puede transformarse en el eje de la federación de islas del Pacífico Sur. Dentro de dos años, o de cinco como máximo, Nueva Guinea será un país independiente. Este hombre… —señaló la fotografía del nativo que llevaba el crucifijo— es un muchacho de las misiones. Maestro en una de nuestras escuelas católicas de la costa. Ha residido toda su vida en la misión. Habla inglés y pidgin y motu. Enseña catecismo, y ha sido propuesto como candidato al sacerdocio… Este otro es un jefe tribal de las montañas: tiene veinte mil hombres bajo su mando. No habla inglés, comprende el pidgin, pero habla sólo su dialecto montañés. Aquí lleva un atavío ceremonial. Se mantiene apegado a sus antiguas creencias paganas… Pero cuando se otorgue la independencia a su país, él será probablemente uno de los cabecillas, mientras que nuestro muchacho de las misiones no tendrá influencia alguna.
—Explíqueme por qué —dijo Cirilo el Pontífice.
—Lo he meditado mucho, Santidad —dijo Platino deliberadamente—. He orado mucho. Aún no sé si estoy en lo cierto, pero esto es lo que creo. Con nuestro muchacho de las misiones —y en cierto sentido— hemos tenido un éxito admirable. Educamos a un ser humano bueno. Lo iniciamos en la ruta de la salvación. Vive castamente, trata a todos con justicia y es, en sí mismo, un ejemplo de vida piadosa. Si llega a sacerdote, enseñará la Palabra de Dios y dispensará los sacramentos a aquellos con quienes tenga contacto. En él, y en otros como él, la Iglesia cumple con su misión primordial: la santificación de las almas humanas individuales… Pero en otro sentido hemos fracasado, porque en este muchacho…, ¿cómo decirlo…?, hemos limitado la pertinencia de la Fe… En la misión creamos para él un mundo pequeño y seguro. Un mundo cristiano, sí, pero que se ha apartado del mundo más vasto que es aún la viña del Señor. Le hemos hecho un individuo apolítico, y el hombre, por naturaleza, es un individuo político y social que tiene un alma imperecedera… Lo hemos dejado en gran parte sin preparación para el diálogo que deberá sostener durante su vida con el resto de, sus semejantes en carne y hueso… Miren a nuestro amigo, el del colmillo en la nariz. Es un hombre poderoso porque practica la poligamia, y cada esposa aporta un pedazo de tierra y la cultiva para él. Se aferra a sus antiguas creencias porque son su medio de comunión con la tribu. Es su mediador con los espíritus, así como es su mediador con hombres de otras lenguas. Comprende las leyes tribales y la justicia tribal. En medio de las dificultades y confusión que seguirán a la concesión de la independencia, hablará con más autoridad y más propiedad que nuestro muchacho de las misiones, por que no ha estado divorciado de las realidades de la existencia social… Su Santidad habló de Brasil y de Sudamérica. Hay una analogía entre ambas situaciones. La Iglesia tiene que tratar con el hombre en las circunstancias en que éste vive. Si está hambriento, debemos alimentarlo; si se lo oprime, debemos defenderlo para que por lo menos tenga un mínimo de libertad que le permita poner orden en su alma. No podemos predicar desde el púlpito: «No robarás», y luego permanecer inactivos cuando se cometen injusticias políticas o sociales contra aquellos que se sientan a escuchar nuestras prédicas… Vemos un extraño ejemplo en Polonia, donde, para sobrevivir, la Iglesia ha debido entrar en activas conversaciones con elementos que le son útiles. Allí la Iglesia tuvo que demostrar su pertinencia, y lo hizo. Y vive con más fuerza precisamente por esa razón, aunque vive más dolorosamente.
Platino calló y se enjugó la frente con su pañuelo.
—Disculpe, Santidad, si hablo aún más enérgicamente. Todos hemos visto el progreso logrado bajo su predecesor hacia un aumento de la unidad entre las diversas comunidades cristianas. Nuestro trabajo en este campo ha comenzado recientemente, pero me parece que cuando hemos estado a la defensiva, cuando hemos retrocedido estrechando la Fe contra nosotros como si pudiese mancillarse al contacto con el mundo, entonces hemos fracasado. Donde la hemos alzado como un testimonio, donde hemos afirmado con osadía que el Evangelio no es ajeno a situación humana alguna ni a acto humano alguno, allí hemos triunfado.
—Usted lo afirma —dijo Cirilo el Pontífice categóricamente—. Yo lo afirmo, como lo hacen nuestros hermanos obispos dispersos por el mundo, pero la afirmación no llega a la gente con la misma claridad ni con los mismos frutos; ni siquiera llega a mis romanos aquí. ¿Por qué?
—Creo —dijo el Secretario de Estado bruscamente— que el mundo se está educando con más rapidez que la Iglesia. Digámoslo de otra manera. Saber que es preciso ejecutar un acto de Fe y un acto de contrición no es suficiente para fundar una sociedad cristiana o crear un clima religioso. Los hombres se han visto proyectados a una nueva y aterradora dimensión de la existencia durante los últimos veinte años… El gráfico de la ciencia humana desde la invención de la rueda hasta el motor de combustión interna muestra una lenta ascensión. Abarca…, digamos…, cinco, diez, quince mil años. Desde el motor de combustión interna hasta este momento, la línea sube casi verticalmente, apuntando a la Luna… Tempora mutantur… —citó torcidamente—. «Los tiempos cambian, y el hombre cambia con ellos.» Si nuestra misión tiene algún significado, quiere decir que cada expansión de la mente humana debe ser una ampliación de la capacidad del hombre para conocer, amar y servir a Dios.
—Creo que debería enviarlos a ambos a una gira misional —dijo Cirilo el Pontífice, con una sonrisa. Cruzó el cuarto hasta su mesa de trabajo y se sentó frente a ellos. Pareció reunir sus fuerzas un instante, y luego, mansa y casi humildemente, explicó su propia posición—: Ya saben ustedes que soy un hombre impaciente. Desde que ocupo el Trono de Pedro he temido obrar con demasiada precipitación y dañar así a la Iglesia, que me ha sido entregada… He tratado de ser prudente, de contenerme; también he comprendido que un hombre no puede cambiar el mundo en el lapso de su vida. El símbolo de la Cruz es un símbolo del aparente fracaso y el aparente desatino del propio Dios… Pero mi misión es la de enseñar y dirigir, y he decidido ahora dónde quiero comenzar… Lo que ustedes me han dicho confirma mi decisión. Les estoy agradecido. Deseo pedirles que oren por mí.
Los dos cardenales permanecieron silenciosos en sus asientos, esperando que el Pontífice continuara. Sorprendidos, lo vieron mover la cabeza.
—Sean pacientes conmigo. Necesito tiempo y oración antes de definirme. Vayan en nombre de Dios.
—Supongo —dijo George Faber, con su habitual desasosiego—, supongo que te estarás preguntando por qué te cuento todo esto respecto a Chiara y a mí.
Ruth Lewin rió y se encogió de hombros.
—Así son las cosas en Roma: todo el mundo tiene alguna historia que contar. Y, generalmente, los desconocidos escuchan mejor.
—Pero nosotros no somos dos desconocidos. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado? Por lo menos media docena. Quizá más. En casa de los Antonelli, en la de Herman Sleider y…
—Acepto que no somos desconocidos. Continúa desde ese punto.
—Me sentía deprimido, y me alegra mucho verte.
—Gracias, amable señor.
—Y no le cuento la historia de mi vida a todas las muchachas que encuentro en las esquinas.
—No creo que en Roma importe mucho si uno la cuenta o no. La gente siempre la conoce…, ¡en diferentes versiones, por supuesto!
Faber sonrió, y durante un instante pareció un chico confuso.
—Nunca he escuchado tu historia, Ruth.
La muchacha consideró la pregunta con una sonrisa.
—Nunca la he contado. Y no pertenezco al grupo que circula en los cócteles.
—¿A cuál perteneces?
—Eso me he preguntado muchas veces.
—¿Tienes muchos amigos aquí?
—Algunos. A veces me invitan a cenar. Los visito cuando deseo hacerlo. Trabajo un poco entre los necesitados de la Vieja Roma. En cuanto al resto… Mi arrangio. Me las arreglo en una u otra forma.
—¿Eres feliz?
Una vez más esquivó la respuesta.
—¿Lo es alguien? ¿Lo eres tú?
—Mi vida es un lío —dijo George Faber, sin ambages.
—No es ésa tu reputación.
Faber alzó la vista vivamente, sin saber si la muchacha se burlaba. Tenía un limitado sentido del humor, y las bromas lo amoscaban.
—¿Y cuál es mi reputación?
—Llevas la vida más ordenada de Roma…, y tienes una hermosa amante para completarla.
—No es así como lo veo yo. Quiero casarme. Y parece que sólo podré hacerlo enredándome en chantajes, sucias maniobras políticas y un ramillete de muchachos alegres y de lesbianas.
—¿Crees que vale la pena correr ese riesgo?
Nublose el rostro macizo y bien parecido de Faber, y se pasó una mano nerviosa sobre los grises cabellos.
Me imagino que sí. En realidad no he tenido tiempo para pensarlo.
Eso quiere decir que no estás seguro.
—No, no lo estoy.
Como si quisiese distraer la atención de la joven, Faber indicó al camarero que trajera otra taza de té. Luego encendió un cigarrillo y miró melancólicamente la fachada de la tienda, al otro lado de la calzada. A pesar de su despego, Ruth Lewin sintió compasión por él. Ya no era joven, aunque, seguramente, la mayoría de las mujeres lo considerarían atractivo. Había hecho una carrera satisfactoria y logrado un nombre respetable en el oficio. Ahora se le pedía que arriesgara ambas cosas por una muchacha que, al verse libre, podría cansarse de él y volverse hacia amores más jóvenes. Ruth abandonó su tono malicioso y lo interrogó con mayor bondad.
—¿Qué desea Chiara?
—Libertad a todo precio.
—¿Incluso al precio de tu carrera?
—Tampoco lo sé con certeza.
—¿No crees que deberías preguntárselo?
—Eso es lo que me preocupa… Ni siquiera yo mismo sé con claridad cuáles son los riesgos. Sólo sé que por una parte hay elementos de chantaje, y que seré yo el chantajista… No me entiendas mal. He estado en el juego durante mucho tiempo. Sé que todos los periodistas se ven tentados en algún momento a usar de su posición en provecho propio. La experiencia me dice que quienes lo hacen, terminan siempre perdiendo. Nunca me he dedicado a los escándalos, de lo que me enorgullezco bastante… Por otro lado, estoy luchando por algo y por alguien que me son muy caros.
—Si vas a luchar contra Corrado Calitri —dijo Ruth Lewin gravementete aseguro que la lucha será dura.
Faber la miró sorprendido.
—¿Conoces entonces a Calitri?
—Conozco a alguna gente a quien él conoce. Juegan muy sucio cuando se los hiere.
Faber vaciló un momento, y luego, frente a frente le formuló la siguiente pregunta:
—¿Me ayudarías a conocer a alguna de esa gente?
—No.
Su respuesta fue definitiva.
—¿Por qué no?
—Viví en esa pequeña Arcadia durante cierto tiempo. No me gusta. No quiero volver allí. Por otra parte, tú eres periodista. Tienes tus propios contactos.
—No muchos en quienes pueda confiar. ¿Estarías dispuesta a darme ciertos nombres, alguna información?
Ante su sorpresa, Ruth estalló en carcajadas, y luego, viendo su desazón, posó una mano conciliadora sobre su muñeca.
—¡Pobre George! No debería reírme de ti. Pero… no sé…, realmente no sé…
—¿Qué?
—Tú y Chiara. ¿Estáis seguros de que podréis llegar al fin de la lucha, ganéis o perdáis? Ya sabes que si pierdes, te destrozarán, y tus fragmentos irán a parar a los leones, como los de los cristianos primitivos. La Iglesia no querrá saber nada de ninguno de los dos. No te recibirán en el Vaticano ni en el Quirinal. ¿Estáis ambos dispuestos a soportarlo? ¿Tanto quieres a Chiara? ¿Tanto te quiere ella?
Faber se encogió de hombros y extendió las manos en un romano gesto de perplejidad.
— ¡Bah! En Roma todos hablan de amor. Todos juegan al amor a su manera. También he jugado yo, pero ahora es ya muy tarde en la vida para seguir jugando. No quiero equivocarme.
—Me gustaría ayudarte —dijo Ruth sosegadamente—; pero se trata de tu vida y de tu muchacha… Tengo que irme; se está haciendo tarde.
—¿Me permites llevarte hasta tu casa?
—Prefiero que no lo hagas. Tomaré un taxi.
—¿Puedo verte otra vez?
—¿Por qué, George?
Faber enrojeció, incómodo.
—Ha sido agradable conversar contigo. Tengo la esperanza de que decidas ayudarme. Y si sigo adelante con este asunto de Calitri, necesitaré hablar con alguien en quien pueda confiar.
—¿Por qué crees que puedes confiar en mí?
—Tú misma dijiste que no perteneces a esos círculos de chismosos. Y debo agregar que eres una joven muy madura.
—¿No puedes aplicarme otro calificativo?
De nuevo resurgió en el hombre aquel su humor poco frecuente:
—Dame tiempo, y tal vez piense otros.
—Si lo haces, y cuando lo hagas, puedes llamarme. Mi nombre figura en la guía de teléfonos.
Con estos términos imprecisos se separaron. Mientras Ruth Lewin se dirigía hacia su casa en medio del bullicioso tránsito vespertino, recordó que también para ella era ya tarde, y sintió otra vez esa piedad traicionera por George Faber y por su confuso corazón de hombre maduro.
FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.