Los dos sacerdotes se habían entregado hacía ya tiempo a la placidez bucólica y al bienestar de la mutua compañía. Por la mañana trabajaban separadamente: Cirilo, en su escritorio, manteniéndose al tanto de los despachos diarios desde Roma; Télémond, en el jardín, ordenando sus papeles para el escrutinio del Santo Oficio. Por la tarde paseaban en automóvil por el campo, con Télémond al volante, explorando los valles y las mesetas, y los pueblos minúsculos que se aferraban a los riscos desde hacía quinientos años o más. Al caer la noche, cenaban juntos, luego leían o jugaban a los naipes hasta la hora de Compline y de las últimas plegarias del día.
Era una temporada beneficiosa para ambos: para Cirilo, un respiro del peso de su ministerio; para Télémond, un verdadero regreso del exilio a la compañía de un espíritu comprensivo y auténticamente afectuoso. El jesuita no necesitaba medir sus palabras. No temía exponer sus pensamientos más profundos. Por su parte, Cirilo se sinceró totalmente con Télémond, y encontró un curioso solaz en compartir su carga personal.
Lanzó otro guijarro al agua, y observó cómo las ondas se abrían en abanico hacia la playa más distante, perdiéndose finalmente en los reflejos del sol. Luego hizo otra pregunta:
—¿Ha sido pesimista, alguna vez, Jean? ¿Nunca se ha sentido atrapado en el eterno girar de la rueda de la vida?
—A veces, Santidad. Cuando me hallaba en China, por ejemplo, en el valle estéril de los grandes ríos. Allí había monasterios. Lugares inmensos que sólo podían haber sido construidos por grandes hombres, hombres visionarios, para desafiar el vacío en que vivían… En alguna forma, pensé entonces, Dios ha tenido que estar con ellos. Pero cuando entré allí y vi a los hombres que los habitaban ahora: opacos, sin inspiración, y a veces casi estúpidos, me invadió la melancolía… Cuando regresé a Occidente y leí los periódicos y hablé con otros hombres de ciencia, me sobrecogió la ceguera con la cual parecemos estar atrayendo nuestra propia destrucción. A veces se hacía imposible creer que el hombre estaba creciendo realmente del lodo hacia un destino divino…
Cirilo asintió con la cabeza, meditabundo. Recogió una varilla e hizo cosquillas a una lagartija dormida, que se perdió apresuradamente entre las hojas.
—Conozco ese sentimiento, Jean. Lo experimento a veces hasta en la Iglesia. Aguardo y oro por el gran movimiento, el gran hombre que nos volverá otra vez a la vida…
Jean Télémond nada dijo. Fumó plácidamente su pipa, esperando que el Pontífice terminara su pensamiento.
—…Un hombre como san Francisco de Asís, por ejemplo. ¿Qué significa, efectivamente, san Francisco de Asís…? Un rompimiento total con el esquema de la Historia… Un hombre nacido fuera de su tiempo. Un revivir súbito e inexplicado del espíritu primitivo de la Cristiandad. La obra que él comenzó continúa… Pero no es lo mismo. La revolución concluyó. Los revolucionarios se transformaron en conformistas. Los hermanitos del Poverello agitan sus alcancías en la plaza del ferrocarril o comercian con bienes raíces en beneficio de la Orden. —Rió calladamente—. Por supuesto que ésa no es la historia completa. También enseñan, predican, ejecutan la obra de Dios como mejor saben, pero ya no es una revolución, y me parece que ahora necesitamos una.
—Tal vez Su Santidad sea el revolucionario —dijo Jean Télémond, con una chispa de malicia en sus agudos ojos.
—Lo he pensado, Jean. Créame, lo he pensado. Pero creo que ni siquiera usted puede comprender hasta qué punto estoy limitado por la organización que es mi herencia, por las actitudes históricas que me constriñen. Me es difícil actuar directamente. Necesito instrumentos adecuados para mis manos. Aún me queda vida, sí, para presenciar grandes cambios, pues todavía soy joven. Pero serán otros los que tendrán que efectuarlos por mí…
Usted, por ejemplo.
—¿Yo, Santidad? —Télémond volvió su rostro sorprendido hacia el Pontífice—. Mi campo de acción es más limitado que el suyo.
—¿Lo será? —preguntó Cirilo en tono inquisitivo—. ¿Ha pensado usted alguna vez que la Revolución rusa, y el actual poderío de la Unión Soviética, se construyeron sobre la obra de Karl Marx, que pasó gran parte de su vida en el «Museo Británico» y que ahora se halla sepultado en Inglaterra? No existe cosa más explosiva en el mundo que una idea.
Jean Télémond rió, y golpeó su pipa contra un tronco para vaciarla.
—¿No cree que eso depende más bien del Santo Oficio? Debo someterme todavía a su escrutinio.
Cirilo le dirigió una mirada larga y grave, y luego lo interrogó otra vez.
—Y si el Santo Oficio se pronuncia contra usted, Jean, ¿qué hará entonces?
Télémond se encogió de hombros. —Someterme después a otro examen, supongo. Espero tener energías para hacerlo.
—¿Por qué lo dice?
—En parte, porque tengo miedo; en parte, porque…, porque mi salud no es buena. He vivido con dureza durante largo tiempo. Me han dicho que el estado de mi corazón deja bastante que desear.
—Lamento saberlo, Jean. Debe cuidarse. Me preocuparé de que lo haga.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Santidad?
—Por supuesto.
—Usted me ha honrado con su amistad. A los ojos de muchos, aunque no de los míos, esto significa que usted aprueba mi trabajo. ¿Qué hará usted si el Santo Oficio lo considera deficiente?
Ante su sorpresa, Cirilo echó atrás la cabeza y rió de todo corazón.
—Jean, Jean. Habla como un verdadero jesuita. ¿Qué haré? Seré siempre su amigo, y oraré para que tenga salud y valor para continuar con sus investigaciones.
—Pero, ¿y si muero antes de haberlas concluido?
—¿Le preocupa ese pensamiento?
—A veces… Créame, Santidad, que cualquiera que sea el resultado, he tratado de prepararme para recibirlo. Pero estoy convencido de que hay una verdad en mis investigaciones… No quiero verla perdida o silenciada.
—No será silenciada, Jean. Se lo prometo.
—Perdón, Santidad, he dicho más de lo que debiera.
—¿Por qué disculparse, Jean? Usted me ha mostrado su corazón. Para un hombre solitario como yo, ése es un privilegio… Valor ahora. ¿Quién sabe? Es posible que lleguemos a verlo como doctor de la Iglesia. Y ahora, si esto no ofende a sus ojos jesuitas, el Papa de Roma nadará un rato.
Cuando Cirilo se quitó la camisa y se dispuso a zambullirse, Jean Télémond vio las señales del látigo en sus espaldas y se avergonzó de su propia cobardía.
Dos días después, un correo de Washington entregó al Pontífice una carta privada del presidente de los Estados Unidos:
…Leí con vivo interés la carta de Su Santidad y las copias de las dos cartas del Primer Ministro de la URSS que puso en mis manos el cardenal Carlin. Convengo en que es necesario mantener un estricto silencio sobre esta situación.
Permítame decir, ante todo, que estoy profundamente agradecido por su información respecto a su relación personal con Kamenev, y las opiniones de Su Santidad sobre el carácter y las intenciones del Primer Ministro. También me impresionó el franco desacuerdo del cardenal Carlin. Sé que no hubiese hablado tan libremente sin la autorización de Su Santidad, y esto me alienta a mostrarme igualmente franco con usted.
Debo decir que tengo grandes dudas respecto al valor de conversaciones privadas a este nivel. Por otra parte, me complacerá continuarlas mientras parezca haber la menor esperanza de impedir la explosiva crisis que parece inevitable en los próximos seis o doce meses. Estamos atrapados en la corriente de la Historia. Podemos vadearla, pero no podemos cambiar la dirección del agua. Lo único que podría hacerlo es una acción de tal magnitud y riesgo, que ninguno de nosotros debería estar autorizado para intentarla.
Por ejemplo, no puedo comprometer a mi país en un desarme unilateral. No podría abandonar nuestro clamor por la reunificación de Alemania. Me gustaría mucho salir de Quemoy y Matsu, pero no podernos entregarlos sin una grave pérdida de prestigio e influencia en el sudoeste de Asia. Comprendo que Kamenev tema a los chinos, pero no puede abandonar una alianza que garantiza un sólido bloque comunista desde Alemania Oriental hasta las Kuriles, por molesta y peligrosa que esta alianza le resulte.
Lo más que podemos esperar es que la situación pueda mantenerse estática, y dé lugar a negociaciones y a la evolución histórica. Debemos evitar a toda costa una colisión franca, que causaría inevitablemente una guerra atómica catastrófica.
Si la correspondencia secreta con Kamenev puede servir algún propósito, estoy dispuesto a arriesgarme, y acepto agradecido la mediación de Su Santidad. Haga usted llegar mi pensamiento a Kamenev, y hágale saber el contenido de mi carta. Kamenev sabe que no puedo actuar solo, como tampoco puede hacerlo él. Ambos vivimos bajo la sombra del mismo peligro.
No pertenezco a la Fe de Su Santidad, pero me encomiendo a sus plegarias y a las plegarias de toda la Cristiandad. Llevamos sobre nuestros hombros el destino del mundo, y si Dios no nos sostiene, caeremos inevitablemente, abrumados por la carga…
Cuando leyó la carta, Cirilo exhaló un suspiro de alivio. No era más de lo que había esperado, pero tampoco era menos. Las nubes de la tormenta se cernían aún sólidas y amenazadoras sobre el mundo, pero en ellas había una resquebrajadura diminuta, y era posible comenzar a adivinar el sol que brillaba tras ellas. El problema estribaba ahora en agrandar esa brecha, y el Pontífice se preguntó en qué forma podría cooperar con más eficacia a ese fin.
De una cosa estaba seguro: sería un error que el Vaticano asumiera la actitud de negociador, que propusiese fundamentos para un acuerdo. También la Iglesia llevaba una carga histórica sobre sus hombros. Políticamente, se recelaba de ella; pero ese mismo recelo era una indicación de su tarea: reformar, no el método, sino los principios de una sociedad humana capaz de sobrevivir, capaz de ordenarse a sí misma de acuerdo con los términos de un plan establecido por Dios. La Iglesia debía ser maestra, no forjadora de tratados. Su tarea no consistía en gobernar a los hombres en el orden material, sino adiestrarlos para que éstos se gobernasen de acuerdo con los principios de la ley natural. Tenía que aceptar el hecho de que el resultado final, si era posible hablar sin cinismo de un fin, debía ser siempre una aproximación, una etapa en un crecimiento evolutivo.
Fue este pensamiento el que lo trajo una vez más al jardín de Castelgandolfo, donde Jean Télémond, diligente y absorto, hacía anotaciones en sus papeles bajo la sombra de una vieja encina.
—Usted se sienta aquí, mi querido Jean, escribiendo sus visiones de un mundo que se perfecciona a sí mismo, mientras yo me convierto en una especie de operador telefónico entre dos hombres, cada uno de los cuales puede volarnos en partículas infinitesimales oprimiendo un botón… Ahí tiene un bonito dilema. ¿Le dice su ciencia cómo resolverlo? ¿Qué haría usted si se encontrara en mi lugar?
—Rezar —dijo Jean Télémond con una sonrisa maliciosa.
—Lo hago, Jean… Lo hago todo el día, para ser más preciso. Pero la plegaria no basta; también tengo que actuar. Antes de llegar a este lugar, usted tuvo que ser explorador. Dígame ahora: ¿cuál es mi próximo movimiento?
—En esta situación, no me parece que deba moverse, sino sentarse a esperar el momento apropiado.
—¿Le parece suficiente?
—En el sentido más amplio, no. Creo que la Iglesia ha perdido la iniciativa que le corresponde en el mundo de hoy.
—Estoy de acuerdo. Me gustaría creer que en mi Pontificado podemos recuperar algo de ella. ¿Tiene algunas ideas al respecto?
—Algunas —dijo Télémond con energía—. Toda mi vida ha sido un viaje. Uno de los primeros deberes de un viajero es aprender a adaptarse al lugar y al tiempo en los cuales vive. Tiene que comer alimentos extraños, aprender a no ruborizarse entre gente que no tiene nada privado, a buscar el bien que subsiste en las sociedades más burdas y primitivas. Cada individuo, cada organización, tiene que mantener una conversación con el resto del mundo. No puede hablar siempre en negativas y contradicciones.
—¿Cree que nosotros lo hemos hecho?
—No siempre, Santidad. Pero últimamente lo hemos hecho con excesiva frecuencia. Cuando digo nosotros, me refiero a toda la Iglesia, incluyendo a pastores y fieles. Hemos ocultado la lámpara de la Fe bajo una cubierta, en lugar de alzarla para que ilumine el mundo.
—Continúe, Jean. Muéstreme cómo la exhibiría usted.
—Éste es un mundo plural, Santidad. Podemos desear que sea uno en la Fe, la Esperanza y la Caridad. Pero no lo es. Hay muchas esperanzas, extrañas variedades de amor. Pero éste es el mundo en el cual vivimos. Si queremos participar en el drama de la acción de Dios en él, entonces debemos comenzar con palabras que todos comprendamos. Justicia, por ejemplo. Eso lo comprendemos… Pero cuando los negros de los Estados Unidos buscan justicia y la ciudadanía total, ¿somos nosotros quienes los encabezamos? ¿O los que apoyamos con mayor energía sus legítimas demandas? Bien sabe que no. En Australia está prohibido el ingreso de inmigrantes de color. Muchos australianos consideran que ésta es una afrenta a la dignidad humana. ¿Apoyamos sus protestas? Los archivos demuestran que no lo hacemos. En principio, sí; pero en la práctica, no. Afirmamos que el culi chino tiene derecho al trabajo y a la subsistencia, pero no fuimos nosotros quienes lo condujimos hacia estos objetivos. Fueron los hombres de la Larga Marcha. Si oponemos objeciones al precio que asignan a la escudilla de arroz, somos tan culpables nosotros como ellos… Si queremos participar otra vez en el diálogo humano, entonces debemos buscar cualquier terreno común de entendimiento, que es lo que Su Santidad está haciendo con Kamenev: el terreno de la fraternidad humana y de las legítimas esperanzas de la Humanidad toda… He pensado a menudo en ese pasaje del Evangelio en el cual Cristo alzó la moneda del tributo y proclamó: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.» ¿A qué César? ¿Ha pensado Su Santidad en esto…? A un asesino, un adúltero, un pederasta… Pero Cristo no prohibió el diálogo de la Iglesia con un hombre tal. Por el contrario, lo expresó como un deber…
—Pero lo que me ha mostrado, Jean, no es la decisión de un hombre. Es la decisión de toda la Iglesia: Papa, pastores y quinientos millones de fieles.
—Así es, Santidad, pero, ¿qué ha sucedido? Los fieles están indecisos sólo porque les falta esclarecimiento y una dirección vigorosa. Comprenden mejor que nosotros lo que es el peligro. Nosotros estamos protegidos por la organización. Ellos sólo tienen el manto de Dios para protegerse. Luchan día a día con todos los dilemas humanos: nacimiento, pasión, muerte, y el acto de amor… Pero si no escuchan trompetas, si no ven en alto la cruz de un cruzado… —Se encogió de hombros y se interrumpió—: Perdón, Santidad. Me estoy poniendo excesivamente quejumbroso.