—¿No trabaja?
—No. Está sumido en la mayor perplejidad… Ayer vino Semmering a verlo. Hablaron largo rato. Y después, Jean pareció más tranquilo
—¿Cree usted que le gustaría que yo le visitara?
Rinaldi vaciló un momento.
—No lo creo, Santidad. Siente gran afecto por usted, habla de usted con ternura y gratitud. Pero estima, creo yo, que no debe hacer descender su persona o su ministerio hasta su propio problema personal. Usted sabe que Jean es muy valeroso y muy noble.
—¿Sabe que yo le quiero mucho?
—Lo sabe. Me lo ha dicho. Pero la única forma en que puede corresponder a ese amor es conservando su propia dignidad. Su Santidad debe comprenderlo.
—Lo comprendo. Y, Valerio… —Era la primera vez que Cirilo empleaba el nombre de pila del cardenal—. Le estoy muy agradecido.
—Y yo a usted, Santidad. Me ha dado paz y la oportunidad de compartir mi vida con un gran hombre.
—Si empeora, ¿me avisará inmediatamente?
—Inmediatamente, se lo prometo.
—Dios le bendiga, Valerio.
Colgó el auricular y permaneció un momento sentado, reuniendo sus energías para las formalidades de la mañana. Ni siquiera en Jean Télémond podía emplear más que parte de sí mismo.
Pertenecía a Dios, y, a través de Dios, a la Iglesia. Ningún hombre tenía caudal suficiente para soportar un gasto constante de cuerpo y espíritu. Y, sin embargo, tenía que continuar gastando y confiando en que el Todopoderoso renovase los fondos.
La lista de las audiencias estaba sobre su escritorio. Al levantarla, vio que el primer nombre era el de Corrado Calitri. Pulsó el timbre. Se abrió la puerta de la sala de audiencias y el maestro de Cámara introdujo al ministro de la República ante su presencia.
Una vez terminadas las formalidades, Cirilo despidió al maestro de Cámara y rogó a Calitri se sentase. Notó el dominio del hombre, sus ojos inteligentes, la seguridad con la cual se movía en un ambiente de autoridad. Éste era un hombre nacido para la eminencia. Se le debía tratar con sinceridad. Había que respetar su inteligencia, y también su amor propio. Cirilo se sentó y habló sosegadamente a su visitante:
—Estoy anclado en este lugar, amigo mío. No puedo moverme con la libertad de otro, de manera que debí pedirle que viniese a visitarme.
—Me siento muy honrado, Santidad —dijo Calitri formalmente.
—Tendré que rogarle que sea paciente conmigo y que no me guarde rencor. Creo que con el tiempo se sentará usted en el Quirinal; yo estaré aquí en el Vaticano, y entre ambos regiremos Roma.
—Hay que recorrer un largo camino antes de llegar allí, Santidad —dijo Calitri con una breve sonrisa—. La política es asunto arriesgado.
—Por tanto —dijo Cirilo suavemente—, hagamos caso omiso de la política. Soy sacerdote y soy su obispo. Quiero hablarle de usted mismo.
Vio que Calitri se ponía rígido, revelando el golpe, y observó el súbito enrojecimiento de sus mejillas. Continuó apresuradamente:
—El director del Osservatore Romano renunció hace algunos días. Creo que usted conoce el motivo.
—Sí, lo conozco.
—Todo esto me preocupó hasta el punto de pedir el expediente de su caso ante la Sagrada Rota. Lo examiné cuidadosamente. Debo decirle que el proceso está totalmente en orden, y que el decreto de nulidad emitido estaba perfectamente justificado por las pruebas.
El alivio de Calitri fue evidente.
—Me alegro de escucharle, Santidad. Hice mal al intentar ese matrimonio. No me siento muy orgulloso de mi papel, pero me alegro de que se haya hecho justicia.
Cirilo el Pontífice dijo, con voz sin inflexiones:
—Había otra cosa en el expediente que me interesó más que el proceso legal. Era la evidencia de un profundo dilema espiritual en su alma. —Calitri abrió la boca para hablar, pero el Pontífice lo detuvo levantando una mano—. ¡No, por favor! Déjeme terminar. No le pedí que viniese para acusarle. Usted es mi hijo en Cristo; quiero ayudarle. Usted tiene un problema especial, y muy difícil. Me gustaría poder ayudar a darle solución.
Calitri enrojeció otra vez, y luego se encogió de hombros irónicamente.
—Somos lo que somos, Santidad… Tenemos que pactar con la vida como mejor podamos. Y creo que el expediente demuestra que he intentado mejorar los términos de mi pacto.
—Pero el problema subsiste, ¿no es así?
—Sí. Uno trata de buscar sustitutos, sublimaciones. Algunos resultan, otros no. No todos estamos preparados para una vida de crucifixión, Santidad. Tal vez debiéramos estarlo, pero no lo estamos. —Rió breve y secamente—. Y tal vez sea mejor así; de otra manera, podría suceder que la mitad del mundo se encerrara en los monasterios y la otra mitad se lanzase a algún precipicio.
Ante su sorpresa, Cirilo recibió la ironía con una sonrisa de buen humor.
—Por extraño que parezca, no estoy en desacuerdo con usted. En una u otra forma, todos debemos reconciliarnos con nosotros mismos tal como somos, y con el mundo tal como es. Y nunca he creído que debamos hacerlo destruyéndonos… o, lo que es más importante, destruyendo a otros. ¿Puedo hacerle una pregunta, hijo mío?
—Tal vez no pueda responderla, Santidad.
—Ese problema suyo, lo que lo impulsa, ¿cómo se lo ha definido usted?
Ante su sorpresa, Calitri no esquivó la pregunta. Respondió francamente:
—Lo definí hace mucho tiempo, Santidad. Es un problema de amor. Hay muchas variedades de amor, y yo, lo digo sin vergüenza, tengo susceptibilidad y capacidad para una variedad muy especial. —Continuó apresuradamente—: Algunas personas quieren a los niños, otras los consideran unos pequeños monstruos. ¡No las culpamos, las aceptamos como son! La mayoría de los hombres pueden amar a las mujeres, pero, aun así, tampoco pueden amar a todas las mujeres. A mí me atraen los hombres. ¿Por qué debería avergonzarme de ello?
—No debería avergonzarse —dijo Cirilo el Pontífice—. Sólo cuando su amor se hace destructivo, como lo ha sido en el pasado, y puede serlo para el hijo de Campeggio. Un hombre promiscuo no es un amante sincero. Está demasiado concentrado en sí mismo. Le falta recorrer un largo camino para llegar a la madurez. ¿Comprende lo que intento decir?
—Lo comprendo. Y también comprendo que no se llega a la madurez de un salto. Creo que estoy comenzando a llegar a ella.
—¿Sinceramente?
—¿Quién de nosotros es totalmente sincero consigo mismo, Santidad? También eso requiere una vida entera de práctica. Digamos que tal vez estoy comenzando a ser sincero. Pero la política no es la mejor escuela, ni tampoco el mundo.
—¿Está enfadado conmigo, amigo mío? —preguntó Cirilo el Pontífice con una sonrisa.
—No, Santidad, no enfadado. Pero no puede usted esperar que me someta como una colegiala en su primera confesión.
—No lo espero, pero tarde o temprano tendrá usted que someterse. No a mí, sino a Dios.
—También eso requiere tiempo.
—¿Quién de nosotros puede prometerse tiempo? ¿Es tan segura su jornada? ¿O la mía? Calitri guardó silencio.
—¿Meditará usted en lo que le he dicho?
—Sí, Santidad.
—¿Y no me guardará rencor?
—Trataré de no guardarle rencor, Santidad.
—Gracias. Antes de que parta, me gustaría decirle que aquí, en este mismo lugar, estuve y sufrí con un hombre a quien quiero como a mi vida. Lo quiero. Lo quiero en espíritu y en la carne. No me avergüenzo, porque el amor es el sentimiento más noble de la Humanidad… ¿Lee usted el Nuevo Testamento?
—Hace mucho tiempo que no lo leo.
—Entonces debería usted leer la descripción de la Última cena, donde Juan el Apóstol se sentó a la diestra del Maestro, apoyó la cabeza en su pecho, y todos los demás se admiraron y dijeron: «Ved cómo lo ama.» —El Pontífice se puso en pie y dijo vivamente—: Usted es un hombre muy ocupado. Le he quitado mucho tiempo. Discúlpeme, por favor.
Calitri también se levantó, y se sintió empequeñecido por la figura elevada y autoritaria del Pontífice. Dijo con cierto humor:
—Su Santidad corrió un gran riesgo al llamarme aquí.
—Éste es un cargo arriesgado —dijo Cirilo con voz sin inflexión—. Pero poca gente lo comprende… Además, su propio riesgo es mayor. Le ruego que no lo subestime.
Pulsó el timbre, y devolvió el visitante a las manos experimentadas del maestro de Cámara.
Cuando Corrado Calitri cruzó la verja de bronce y salió al sol pálido que brillaba sobre la Plaza de San Pedro, la princesa MaríaRina lo esperaba en el automóvil. Al verlo, lo interrogó con ansiedad y penetración:
—Y bien, hijo, ¿cómo te fue? ¿Nada de problemas, espero? ¿Os habéis entendido? ¿Habló del veredicto? ¿Sobre política? Este tipo de cosas es muy importante, ya lo sabes. Tendrás que convivir con ese hombre durante mucho tiempo.
—¡Por el cielo, tía! —dijo Corrado Calitri con irritación—, ¡cállate y déjame pensar!
A las once en punto de aquella misma noche sonó el teléfono en las habitaciones privadas de Cirilo. El cardenal Rinaldi estaba al aparato. Parecía muy afectado. Jean Télémond había sufrido un ataque cardíaco, y los médicos esperaban otro en cualquier instante. No quedaban esperanzas de salvarlo. Rinaldi le había administrado ya los últimos Sacramentos, y había llamado al padre general de los jesuitas. Cirilo colgó violentamente el auricular y ordenó que dispusieran su automóvil para dentro de cinco minutos, con una escolta de policías italianos.
Mientras se vestía apresuradamente para la visita, a sus labios acudían plegarias, sencillas, infantiles. No debía ser. No podía ser. Dios tenía que mostrarse más bondadoso con Jean Télémond, que había arriesgado tanto durante tanto tiempo.
—¡Por favor, por favor, manténlo un poco aún! Manténlo hasta que yo pueda llegar e infundirle paz. ¡Lo quiero! ¡Lo necesito! ¡No te lo lleves tan bruscamente!
Mientras el gran automóvil rugía a través de la ciudad nocturna, con el estandarte del Vaticano flameando y los policías abriéndole camino con sus sirenas, Cirilo el Pontífice cerró los ojos y pasó las cuentas de su rosario, concentrando todos los recursos de su espíritu en una sola súplica por la vida y el alma de Jean Télémond.
Se ofreció en su lugar como prenda, como víctima, si fuese necesario. Y aún, mientras oraba, debía luchar contra un resentimiento culpable al ver que el hombre que amaba iba a serle arrebatado súbitamente. La oscuridad que había soportado Jean Télémond, parecía haber descendido ahora sobre Cirilo, de manera que incluso cuando desgarraba su voluntad para forzarla a la sumisión, su corazón clamaba amargamente por la suspensión de este juicio.
Pero cuando Rinaldi lo recibió en la puerta de la villa, con el rostro grisáceo y conmovido, supo que su petición no había sido escuchada. Jean Télémond, el viajero inquieto, se había embarcado ya paró su último viaje.
—Decae rápidamente, Santidad —dijo Valerio Rinaldi—. El doctor está con él. No pasará la noche.
Condujo al Pontífice a una antigua habitación, donde el médico y el padre general de los jesuitas bajaban la vista hacia Jean Télémond, y las velas ardían por el espíritu que abandonaba el mundo. Télémond yacía, fláccido e inconsciente, sus manos descansaban sobre el cobertor blanco, su rostro estaba encogido, y sus ojos cerrados se hundían profundamente en las órbitas.
Cirilo se arrodilló junto al lecho y trató de llamarlo a la conciencia.
—¡Jean! ¿Puede oírme? Soy yo, Cirilo. Vine en cuanto pude. Estoy aquí, sosteniendo su mano. ¡Jean, hermano mío, hábleme si puede!
No hubo señales de inteligencia en Jean Télémond. Sus manos seguían lacias, sus párpados, cerrados contra la luz de los candelabros. De sus labios cianóticos brotaba sólo el respirar superficial y estertóreo de los moribundos.
Cirilo el Pontífice apoyó la cabeza en el pecho de su amigo y sollozó como no había sollozado desde sus noches de locura en el calabozo tapiado. Rinaldi y Semmering lo observaban, conmovidos pero impotentes, y Semmering, inconsciente de la triquiñuela del destino, murmuró las palabras del Evangelio: «Ved cómo lo ama.»
Luego, cuando los sollozos se consumieron, Rinaldi posó su vieja mano sobre el hombro sagrado y lo incorporó dulcemente:
—¡Déjelo ir, Santidad! Está en paz. Es lo mejor que podemos desearle. ¡Déjelo ir!
A la mañana siguiente, muy temprano, el cardenal Leone se presentó en las habitaciones papales. Debió esperar alrededor de veinte minutos, y luego se le condujo al estudio del Pontífice. Cirilo se hallaba sentado tras su escritorio, delgado, remoto, con la boca y los ojos fatigados después de su vigilia, de toda una noche. Su actitud era tensa y distante. Parecía como si hablar constituyera para él un enorme esfuerzo.
—Habíamos pedido que se nos dejase solos. ¿Hay algo especial que pueda hacer por Su Eminencia?
El rostro áspero de Leone se contrajo ante el desaire, pero se dominó y dijo:
—Vine para ofrecer a Su Santidad mis condolencias por la muerte del padre Télémond. Supe la noticia por mi amigo Rinaldi. Pensé que a Su Santidad le agradaría saber que esta mañana ofrecí una misa por el descanso de su alma.
Los ojos de Cirilo se suavizaron un poco, pero se atuvo al lenguaje formal.
—Damos las gracias a Su Eminencia. Ha sido una gran pérdida personal para nosotros.
—Me siento culpable de ella —dijo Leone—. Como si, en cierto sentido, fuese yo el responsable de su muerte.
—No hay motivos para sentirlo así, Eminencia. El padre Télémond estaba enfermo desde hacía algún tiempo, y el veredicto del Santo Oficio fue un choque emocional muy fuerte. Pero ni usted ni los Eminentes Padres podrían haber actuado de otro modo. Debería apartar esa idea de su mente.
—No puedo apartarla, Santidad —dijo Leone, con su habitual energía—. Debo hacer una confesión.
—Entonces debería hacerla a su confesor. Leone sacudió su blanca melena, y alzó su vieja cabeza en respuesta al desafío.
—Usted es sacerdote, Santidad. Soy un alma atribulada. Exijo confesarme con usted. ¿Me rechaza?
Por un instante pareció que el Pontífice dejaría estallar su indignación. Luego, lentamente, sus rasgos se distendieron y su boca se curvó en una sonrisa cansada.
—Tiene razón, Eminencia. ¿Cuál es su confesión?
—Estuve celoso de Jean Télémond, Santidad. Hice lo que debía, pero, al hacerlo, mi intención era mala.
Cirilo el Pontífice miró al anciano con ojos perplejos.
—¿Por qué estaba celoso de él?