La villa de Alicia de Nogara era una dispersa estructura seudomorisca situada en la ladera oriental de Epomeo, con una vista espectacular de sol y terrazas de viñedos y agua azul. Abrió la puerta una muchacha pálida y de busto plano, vestida con una blusa gitana y pantalones de seda, que condujo a George hasta el jardín en que la gran escritora trabajaba, en una glorieta de parras. La primera impresión que producía era de asombro. Estaba ataviada como una sibila, con ropas transparentes y flotantes, pero su rostro era el de una muchacha marchita, y sus ojos brillaban de humor. Escribía con una pluma de ganso en papel grueso y caro. Al aproximarse George, la escritora se levantó y tendió su mano delgada y fría para que éste la besara.
Todo parecía tan estilizado, de carácter tan teatral, que George casi rió en voz alta. Pero cuando miró otra vez aquellos ojos luminosos e inteligentes, lo pensó mejor. Se presentó ceremoniosamente, se sentó en la silla que le ofrecían, y trató de ordenar sus pensamientos. La pálida muchacha revoloteaba, protectora, junto a su ama.
Faber dijo desmañadamente:
—He venido a verla por un asunto delicado. Alicia de Nogara hizo un ademán imperioso de despedida:
—Vete, Paula. Puedes traernos café dentro de media hora.
La muchacha pálida se alejó desconsolada, y la sibila comenzó a interrogar a su visitante:
—Usted está bastante preocupado, ¿verdad? Lo siento. Soy muy sensible a las emanaciones. Tranquilícese ante todo. Mire la tierra y el mar. Míreme si lo desea. Soy muy serena, porque he aprendido a flotar en el aire con sus movimientos. Así deberíamos vivir, así deberíamos amar. Flotando en el aire, en la dirección que éste lleve. Usted ha estado enamorado, ¿no es así…? Muchas veces, diría. Y no siempre con felicidad.
—Estoy enamorado ahora —dijo George Faber—. Y por eso vine a verla.
— ¡Qué extraño! Solamente ayer le decía yo a Paula que aunque mis libros no eran extensamente leídos, llegarían a los corazones comprensivos. Me parece que usted tiene un corazón comprensivo. ¿No es así?
—Así lo espero. Creo que usted conoce a un hombre llamado Corrado Calitri.
—¿Corrado? Sí, lo conozco mucho. Un muchacho muy inteligente. Algo pervertido, me temo, pero brillante. La gente dice que también yo soy una pervertida. Usted ha leído mis libros, supongo. ¿Lo cree usted?
—Estoy seguro de que no lo es —dijo George Faber.
—Ya veo que usted tiene un corazón comprensivo. La perversión es algo diferente. Perversión es destruir lo que se ama. Yo quiero protegerlo, alimentarlo. Por eso Corrado está condenado. Nunca podrá ser feliz. Se lo dije muchas veces… Antes de su matrimonio, después de su separación.
—Precisamente de esto quería hablarle. Del matrimonio de Calitri.
—Por supuesto. Lo sabía. Me lo decían las emanaciones. Usted está enamorado de la mujer de Corrado.
—¿Cómo lo supo?
—Soy mujer. Y no una mujer corriente. ¡Oh, no! Mujer sáfica, me llaman, pero prefiero decir que soy una mujer integral, una guardiana de los profundos misterios de nuestro sexo… De manera que usted está enamorado de la mujer de Corrado.
—Quiero casarme con ella.
La sibila se inclinó hacia él, apoyando su pequeño rostro en las manos y fijándolo con sus ojos azules y centelleantes.
—Matrimonio. No creo que deba permitirle que desperdicie su vida en un matrimonio, pero supongo que tendrá que aprender por propia experiencia… Muy bien, lo firmaré.
Cogió la pluma y firmó el documento con un floreo.
—Ya está. ¿Eso es todo?
—Creo que necesitamos un testigo.
— ¡Paula!
La muchacha pálida se aproximó velozmente. Puso su firma al pie del papel, y George Faber lo dobló y se lo puso en el bolsillo. Estaba hecho. Se había ensuciado para hacerlo, pero ya estaba hecho. Permitió que las mujeres le brindaran el ritual del café y una charla aburrida e interminable
Se esforzó por mostrarse amable. Rió con sus chanzas patéticas al despedirse, y se inclinó como un cortesano sobre la mano de la sibila.
Mientras el taxi avanzaba hacia el puerto abarrotado, mientras se apoyaba contra la barandilla del vapor lacustre que lo llevaba de regreso a Nápoles, sentía arder y crujir el documento contra su pecho. La sombría farsa había concluido, y podía comenzar otra vez a ser hombre.
Cuando regresó a Roma, encontró la carta de Chiara en que le comunicaba que su marido había decidido cooperar con su petición y que se había enamorado de otro hombre. Finita la commedia! Rompió el papel en mil fragmentos, y luego procedió a embriagarse, brutalmente, sistemáticamente.
FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.
…He tenido unas vacaciones maravillosas, las primeras en más de veinte años. Me siento descansado, renovado. Me sostiene una amistad que crece día a día en calor y profundidad. Nunca tuve hermanos, y mi única hermana murió en la infancia. De manera que el lazo fraternal que me une a Jean Télémond se me ha hecho muy preciso. Nuestras vidas están llenas de contrastes. Yo me hallo en la cúspide de la Iglesia; él permanece bajo la rígida férula de su Orden. Yo pasé diecisiete años en prisión; él ha viajado veinte años por los rincones más apartados de la Tierra. Y, sin embargo, nos comprendemos perfectamente. Nuestra comunión es rápida e intuitiva. Ambos estamos envueltos en esa esperanza resplandeciente de unidad y de crecimiento común hacia Dios, principio, centro y fin…
Mucho hemos hablado durante estos días de las simientes de verdad que yacen bajo los errores más diversos. Para el Islam, Dios es uno, y éste ya es un avance desde el paganismo hacia la idea de un Creador espiritual único. Es el comienzo de un universo centrado en Dios. El budismo ha degenerado en una serie de fórmulas estériles, pero el código budista, aunque establece pocas exigencias morales, conduce a la cooperación, a la no violencia, a un diálogo cortés entre mucha gente. El comunismo ha suprimido el Dios personal, pero en su tesis está implícita la idea de la fraternidad de los hombres…
Mi predecesor inmediato alentó el desarrollo del espíritu ecuménico en la Cristiandad, la exploración y la confirmación de bases comunes, de creencias y acción. Jean Télémond y yo hemos conversado mucho acerca de la posibilidad de que la idea cristiana comience a penetrar las grandes religiones no cristianas. Si podremos, por ejemplo, penetrar en el Islam, que se está expandiendo tan rápidamente a través de las naciones nuevas de África y a través de Indonesia. Un sueño, tal vez, pero quizá también una oportunidad para otro experimento audaz como el de los Padres Blancos.
¡El gesto sublime! ¡El acto que cambia el curso de la Historia! Me pregunto si tendré oportunidad de ejecutarlo… El gesto de Gregorio el Grande, o de Pío V. ¿Quién sabe? Es un problema de circunstancia histórica y la disposición de un hombre para cooperar con Dios y en el momento…
Desde la visita de George Wilhelm Forster he tratado de pensar con las mentes de Kamenev y del Presidente de los Estados Unidos. Creo que es cierto que los hombres que llegan al poder tienen ciertas actitudes comunes. No siempre son las actitudes acertadas, pero por lo menos proporcionan una base de entendimiento. El hombre en el poder comienza a ver con mayor alcance. Si no está corrompido, sus pasiones tienden a disminuir con los años y la responsabilidad. Busca, ya que no la permanencia, por lo menos un desarrollo pacífico del sistema que ha ayudado a crear. Por una parte, es vulnerable a las tentaciones del orgullo. Por otra, no puede menos de sentirse humilde ante la magnitud y la complejidad del problema humano.. Comprende el sentido de lo contingente y la mutua dependencia…
Creo que es una ventaja que el Papado haya perdido lentamente su poder temporal. Da a la Iglesia la oportunidad de hablar más libremente y despertando menos sospechas de interés material que en otra época. Debo continuar construyendo su autoridad moral, que tiene cierta analogía con la influencia política de naciones pequeñas como Suecia y Suiza, e incluso Israel.
He dado instrucciones a la Secretaría de Estado para que aliente las visitas al Vaticano de representantes de todas las naciones y todos los credos. Son valiosas como útil cortesía diplomática, y pueden llegar a convertirse en el comienzo de una amistad fructífera y comprensiva…
Esta semana almorzó conmigo el cardenal Rinaldi. Me gusta este hombre. Hablé con él de la posible reforma de la Sagrada Rota y me proporcionó datos valiosos sobre sus métodos y personalidades. Con sus modales siempre suaves, me hizo también un reproche. Me dijo que el cardenal Leone sentía que yo no confiaba suficientemente en él. Me señaló que a pesar de su vigor, Leone era un anciano que había merecido bien de la Iglesia, y que tal vez yo debiese concederle alguna muestra de simpatía y reconocimiento. Me cuesta simpatizar con Leone; es tan terriblemente romano… Pero estoy de acuerdo con Rinaldi. He escrito a Leone una carta amable, agradeciéndole su labor y pidiéndole que me visite a mi regreso a Roma. También le he pedido su consejo privado respecto al nombramiento de un nuevo cardenal para remplazar al inglés Brandon, que murió hace dos días. Brandon fue uno de los que votaron contra mí en el conclave, y nuestras relaciones fueron siempre distantes y formales. Pero era un hombre apostólico, y siempre es lamentable la desaparición de un trabajador de la viña. Ayer dije una misa especial por el descanso de su alma.
Las noticias de Polonia y Hungría son malas. Las nuevas leyes impositivas han hecho cerrar sus puertas a varias escuelas y seminarios. Potocki está enfermo en Varsovia. Me informan de que se restablecerá. Pero su mal es grave, y tendré que pensar en algún hombre que pueda ayudarle y hacerse cargo más tarde de sus funciones como primado de Polonia. Potocki es un hombre de visión política y profunda vida espiritual. No será fácil encontrarle un sustituto…
El primer volumen de Jean Télémond, El progreso del hombre, está preparado para la publicación. Constituye la parte crucial de su obra, sobre la cual descansa todo el resto. Jean está impaciente por someterla cuanto antes al Santo Oficio. Y por él, yo también estoy ansioso. He pedido al cardenal Leone que nombre a los encargados de examinar el libro, y que me informen con la mayor rapidez posible. Sugerí que aquéllos no fuesen los mismos que hicieron el primer examen. Tendremos entonces dos grupos de opiniones y no habrá resabios de una obra anterior muchísimo menos completa. Me alegra poder decir que Jean está tranquilo. Parece sentirse bien, aunque noto que se fatiga fácilmente y que a menudo le falta el aliento después de algún pequeño esfuerzo. Le he ordenado que se someta a un reconocimiento por el médico del Vaticano en cuanto regresemos a Roma…
Deseo mantenerlo a mi lado, pero Jean teme hacerme un flaco servicio. La jerarquía y la Curia recelan y temen a una eminencia gris en el Vaticano. El cardenal Rinaldi repitió su invitación para que Jean trabajase en su villa. La idea agrada a Jean, de manera que seguramente tendré que dejarlo partir. Por lo menos, no nos hallaremos a gran distancia, y tendré el placer de su compañía en la cena de los domingos. Ahora que lo he encontrado, detesto la idea de dejarlo ir…
¡Aprendí tanto a su lado durante nuestros viajes por la campiña italiana…! Lo que más me impresionó fue el contraste entre la riqueza atrincherada y la abrumadora pobreza en la cual vive aún tanta gente. Éste es el motivo de la fuerza y la atracción del comunismo en Italia. Se necesitará mucho tiempo, más del que se me concederá, para equilibrar la balanza. Sin embargo, he pensado en un gesto que puede convertirse en un símbolo de lo que se necesita.
La Congregación de Ritos me ha informado de que están a punto de proceder a la beatificación de dos nuevos siervos de Dios. Es un proceso largo y costoso, y las ceremonias que le ponen fin son también muy caras. Me dicen que el costo total será de cincuenta mil dólares americanos. Tal vez se me acuse de disminuir el esplendor de la vida litúrgica de la Iglesia, pero he decidido reducir la ceremonia a una sencilla fórmula y dedicar los fondos disponibles al establecimiento de obras de caridad. Me preocuparé de que se dé amplia publicidad a mis razones, para que la gente comprenda que el servicio de los siervos de Dios es más importante que su glorificación.
Curiosamente, en este momento me viene a la memoria la mujer Ruth Lewin, y la obra que lleva a cabo ella, y otros como ella, sin aliento y sin ayuda espiritual aparente, en diversos lugares del mundo. Recuerdo también las palabras del Maestro: incluso un vaso de agua dado en su nombre es un obsequio que a Él se le hace. Mil velas en San Pedro nada significan junto a un hombre pobre que da gracias a Dios porque siente agradecimiento hacia uno de sus semejantes…
Adondequiera que me vuelvo, me encuentro atraído irresistiblemente hacia el pensamiento primitivo de la Iglesia, .y no puedo creer que se me esté conduciendo hacia el error. No poseo una inspiración privada. Estoy en la Iglesia, a ella pertenezco, y si mi corazón late al unísono con el pulso de la Iglesia, no puedo estar muy equivocado… «Júzgame, oh, Dios, y distingue mi causa de aquella de los indignos.»
El verano declinaba. Los primeros colores del otoño aparecían sobre la Tierra. Había un escozor en el aire, y pronto los vientos fríos comenzarían a soplar desde las estepas, descendiendo por las montañas alpinas. Pero las multitudes endomingadas de la Villa Borghese cortejaban aún la tibieza del sol y desfilaban alegremente entre los vendedores de dulces y los mercaderes de novedades, mientras sus hijos observaban boquiabiertos las correrías de Polichinela.
Ruth Lewin estaba entre ellos, niñera de una criatura afecta de espasmos, que balanceaba la cabeza y babeaba, y a quien Ruth había traído desde su sórdida vivienda para que respirase el aire puro. Estaban sentados en un banco, mirando a un violinista y su mono bailarín, mientras el niño se atiborraba de caramelos y balanceaba su cabeza grotesca, en feliz ignorancia de su infortunio.
A pesar del patetismo de su misión, Ruth Lewin se sentía tranquila y contenta. Su mal había desaparecido. Había regresado descansada de las vacaciones. Finalmente, había echado pie a tierra. Después de años de confusión, su mente estaba despejada. Ruth sabía lo que era y lo que tenía derecho a ser. No era una conversión, sino una llegada. Si no se sentía realizada, por lo menos ya no huía. Si no se sentía colmada, por lo menos podía aguardar algo mejor.