—Por el contrario, Jean. Usted me es muy útil. Me alegro de tenerle conmigo.
En aquel momento se acercó un sirviente que traía café y agua helada, y una carta recibida minutos antes en la verja. Cirilo la abrió y leyó el mensaje, breve y poco ceremonioso:
«Soy un hombre que cultiva girasoles. Me gustaría visitarle mañana a las diez treinta de la mañana.»
Estaba firmado: «George Wilhelm Forster.»
Forster resultó sorprendente en más de un sentido. Su aspecto era el de un bávaro vestido por un sastre italiano. Llevaba toscos zapatos alemanes y gafas muy gruesas, pero su traje, su camisa y su corbata eran de «Brioni», y en su mano pequeña y regordeta brillaba una sortija de oro cuyo sello alcanzaba el tamaño de media avellana. Sus modales eran deferentes, pero vagamente irónicos, como si se burlase de sí mismo y de lo que representaba. A pesar de su nombre alemán, hablaba ruso con un marcado acento georgiano.
Cuando Cirilo lo recibió en su estudio, hincó un rodilla y besó el anillo papal; luego se sentó muy erguido en la silla, equilibrando su sombrero de Panamá sobre las rodillas, tal como un empleadillo a quien se entrevista para darle un empleo. Sus primeras palabras también fueron una sorpresa.
—Creo que Su Santidad ha recibido una carta de Robert.
Cirilo alzó la vista vivamente y vislumbró una leve sonrisa en los labios llenos.
—No hay misterios, Santidad. Basta llevar cuenta del tiempo. El tiempo es muy importante en mi trabajo. Supe cuándo regresó al Vaticano la carta de Kamenev. Supe cuándo regresó a Nueva York el cardenal Carlin. Me dijeron la fecha y la duración de su entrevista con Robert. Desde ese momento era fácil deducir que la carta de Robert llegaría a manos de Su Santidad en Castelgandolfo.
Ahora fue Cirilo quien debió sonreír. Aprobó con la cabeza y preguntó:
—¿Usted vive en Roma?
—Tengo habitaciones allí. Pero como usted supondrá, viajo mucho… Hay mucho movimiento en el negocio de semillas de girasol.
—Así lo imagino.
—¿Puedo ver la carta de Robert?
—Por supuesto.
Cirilo le entregó el documento por encima de la mesa. Forster lo leyó cuidadosamente durante algunos instantes, y luego lo devolvió.
—Puedo entregarle una copia si lo desea —dijo Cirilo—. Como usted ve, el Presidente no se opone a que Kamenev lea la carta.
—No necesitaré copia. Tengo memoria fotográfica, lo que significa una fortuna en mi oficio. Veré a Kamenev dentro de una semana. Recibirá una transcripción exacta de la carta y de mi conversación con usted.
—¿Está usted facultado para hablar por Kamenev?
—Hasta cierto punto, si.
Ante el asombro de Cirilo, Forster citó de inmediato el pasaje de la segunda carta de Kamenev.
«De vez en cuando… recibirá una petición de audiencia de un hombre llamado George Wilhelm Forster. Puede hablarle libremente, pero no ponga nada por escrito. Si logra comunicarse con el Presidente de los Estados Unidos, refiérase a él como Robert. Resulta absurdo, ¿no es así?, que para discutir la supervivencia de la raza humana debamos recurrir a estas tretas infantiles.»
Cirilo se echó a reír.
—Una hazaña impresionante. Pero, dígame, si usted sabe de quién estamos hablando, ¿por qué debemos referirnos al Presidente como Robert?
George Wilhelm Forster se explicó con satisfacción.
—Puede llamarlo una treta mnemotécnica. Nadie puede impedirse del todo hablar en sueños, o cometer deslices verbales en un interrogatorio… De manera que practicamos este tipo de subterfugio. Y resulta, además. Aún no me han cogido.
—Espero que no le cojan ahora.
—También yo, Santidad. Este cambio de cartas puede traer consecuencias prolongadas.
—Me gustaría poder adivinarlas.
—Robert las ha señalado ya en su carta. —Citó otra vez—: «Una acción de tal magnitud y peligro que a ninguno de nosotros debiera permitírsele intentarla.»
—La proposición se contradice —dijo Cirilo mansamente—. Tanto Kamenev como el Presidente…, disculpe, Robert…, señalan la necesidad de tal acción, pero al mismo tiempo ambos afirman que no son ellos quienes la ejecutarán.
—¿Tal vez busquen un tercer hombre, Santidad?
—¿Quién?
—Usted.
—Si yo pudiese prometerlo, amigo mío, créame que sería el hombre más feliz del mundo. Pero tal como dijo una vez nuestro compatriota Stalin: «¿Cuántas Divisiones tiene el Papa?»
—No es problema de Divisiones, Santidad, y usted lo sabe. En el fondo es un problema de influencia y de autoridad moral. Kamenev cree que usted posee o llegará a poseer esa autoridad… —Sonrió, y añadió como una idea propia—: Por lo que he sabido, diría que Su Santidad tiene en el mundo una estatura mayor de la que cree.
Cirilo consideró la idea por unos instantes, y luego se pronunció firmemente:
—Hay algo que usted debe comprender, amigo mío. Repítalo claramente a Kamenev, así como yo lo he transmitido directamente hacia el otro lado del Atlántico. Sé cuán pequeñas son nuestras esperanzas de paz. Estoy dispuesto a hacer lo que sea moralmente recto y humanamente posible para conservarla, pero no permitiré que mi persona ni la Iglesia se vean empleadas como instrumentos para beneficiar a uno u otro lado. ¿Me comprende?
—Perfectamente. He estado aguardando que Su Santidad lo dijese. ¿Puedo hacerle ahora una pregunta?
—Hágalo, se lo ruego.
—Si fuese posible, y pareciese conveniente, ¿Su Santidad estaría dispuesto a ir a algún lugar que no sea Roma? ¿Estaría dispuesto a emplear un medio de comunicación que no fuese la Radio del Vaticano y los púlpitos de las iglesias católicas?
—¿Qué lugar?
—No soy quien debe sugerirlo. Someto mi proposición en líneas generales.
—Entonces responderé con una generalización. Si puedo hablar libremente y mis palabras son repetidas honestamente, iré a cualquier parte y haré cualquier cosa por ayudar al mundo a respirar libremente, aunque sea por breve tiempo.
—Informaré de sus palabras, Santidad. Lo repetiré con alegría. Y ahora hay un pequeño problema de orden práctico. Si no recuerdo mal, el maestro de Cámara tiene una lista de quiénes pueden obtener prestamente una audiencia con Su Santidad. Desearía que mi nombre se añadiese a esa lista.
—Ya está en ella. Será bien recibido en todo momento… Y ahora, yo también tengo un mensaje para Kamenev. Ante todo, le dirá que no estoy negociando, que no estoy suplicando, que no estoy estableciendo condiciones en el libre paso de estas conversaciones a través de mí. Soy realista. Sé hasta qué punto está limitado Kamenev por lo que cree y por el sistema del que es súbdito, como yo lo soy del mío. Habiéndole dicho eso, dígale de mi parte que mi pueblo sufre en Hungría, y en Polonia, y en Alemania Oriental, y en el Báltico. Lo que pueda hacer por aliviarles la carga, por poco que sea, lo consideraré un favor personal, y lo recordaré con gratitud y en mis oraciones.
—Se lo diré —dijo George Wilhelm Forster—. ¿Puedo retirarme ahora?
—Vaya con Dios —dijo Cirilo el Pontífice.
Acompañó al extraño hombrecillo hasta la verja del jardín y lo observó alejarse en su vehículo hacia el mundo brillante y hostil que se extendía en la distancia.
La princesa MaríaRina era un general fogueado, y había planeado la campaña de su sobrino con cuidado excepcional. Ante todo, lo había reconciliado con la Iglesia, sin lo cual no podía subir al Poder ni comenzar a gobernar adecuadamente. Luego había aislado a Chiara durante un mes de su amante americano. La había colocado en medio de agradables diversiones, rodeada de hombres jóvenes, entre los cuales seguramente habría alguno cuyo ardor la sedujese hacia un nuevo afecto. La princesa MaríaRina estaba ahora preparada para su próxima maniobra.
Acompañada por Perosi y con la carta de Calitri en su bolso, se hizo conducir a Venecia, arrancó a Chiara de la playa y la llevó apresuradamente a un tranquilo restaurante de Mu—rano. Luego añadió un brusco comentario a la carta de Calitri:
—…Ya lo ves, hija; ahora todo será muy sencillo. Corrado ha recuperado el seso. Ha tranquilizado su conciencia, y dentro de dos meses quedarás libre.
Chiara estaba aún estremecida y feliz ante tales noticias, y dispuesta a confiar en el mundo entero.
—No comprendo. ¿Por qué? ¿Qué le impulsó a hacerlo?
La anciana princesa descartó la pregunta con un ademán.
—Está madurando. Durante mucho tiempo se sintió herido y amargado. Ahora piensa mejor… El resto no es cosa que necesite preocuparte…
—¿Y si cambia de opinión?
—No cambiará, te lo prometo. Sus nuevas declaraciones se hallan ya en manos de Perosi, aquí presente. Los documentos definitivos estarán preparados para la presentación en la Rota en cuanto terminen las vacaciones. Lo que sigue es sólo una fórmula… Como verás por esta carta, Corrado está dispuesto a ser generoso. Quiere pagarte una cantidad considerable como finiquito. Naturalmente, con la condición de que no harás otras demandas.
No deseo pedir nada. Sólo quiero mi libertad.
—Lo sé, lo sé. Y eres una muchacha razonable. Pero hay un par de asuntos que debemos considerar. Perosi te los explicará.
La maniobra había sido tan hábil, que Chiara se encontró totalmente desarmada. Sólo atinó a permanecer en su asiento, mirando a la princesa y a Perosi, mientras el abogado se explicaba con afable formalidad:
—Usted comprende, signora, que su marido es una figura. Me parece que usted reconocerá que sería injusto, después de su generoso rasgo, exponerlo a comentarios y a cierta notoriedad.
—Por supuesto. Yo tampoco lo deseo.
—Bien. Entonces nos comprendemos. Una vez que el asunto haya concluido, debemos dejar que muera calladamente. Sin publicidad. Sin declaraciones a los periódicos ni actos precipitados de su parte.
—¿Qué clase de actos? No comprendo.
—Se refiere al proyectado matrimonio, querida —dijo la princesa MaríaRina dulcemente—. Sería muy, pero muy inconveniente que tú o Corrado os precipitarais hacia una apresurada unión en cuanto se dicte el decreto de nulidad.
—Sí, ya lo veo.
—Lo que nos trae el problema siguiente —dijo Perosi, midiendo cuidadosamente sus palabras—. Su actual relación con un corresponsal americano. Creo que su nombre es George Faber.
Chiara enrojeció, y súbitamente montó en cólera.
—Eso es asunto mío. No afecta a nadie más que a mí.
—Por el contrario, mi querida señora. Espero convencerla de que es asunto de todos. La suma que usted recibirá como finiquito no podrá ser percibida si usted se casa con Faber… o con cualquier otro, dentro de seis meses.
—Entonces no quiero ese dinero,
—Yo no decidiría tan precipitadamente, hija. Es mucho dinero. Y además… —Extendió su zarpa esquelética y aprisionó la mano de Chiara. Y además, supongo que no querrás equivocarte otra vez. Ya has sufrido bastante. No me gustaría verte herida otra vez. Tómate tiempo, hija. Diviértete. Aún eres joven. El mundo está lleno de hombres atrayentes. Goza un poco de la vida. No te ates antes de echar una mirada a lo que se ofrece en el mercado matrimonial. Y hay otra cosa… Incluso si quisieras casarte con Faber, tal vez encontrarías ciertas dificultades.
—¿Qué clase de dificultades?
Chiara estaba asustada ahora, y sus interlocutores podían leer el miedo en sus ojos. Perosi aprovechó hábilmente la ventaja:
—Ustedes son católicos, de manera que seguramente desean casarse por la Iglesia.
—Por supuesto, pero…
—En ese caso, ambos se encontrarían en seguida en conflicto con la ley canónica. Si puedo decirlo francamente, ustedes han estado viviendo en pecado. Sería un problema delicado decir si, en los términos de la ley canónica, esta situación ha constituido «concubinato público y notorio». Mi opinión es afirmativa. En este caso se aplica un principio: que un culpable no puede gozar de los frutos de su culpa. En la ley canónica, esto se llama crimen, y es un impedimento que invalida el matrimonio. Sería necesario pedir una dispensa a la Iglesia. Y debo decirle que no hay seguridad alguna de que esa dispensa se otorgue.
La anciana princesa dio el toque final:
—Y tú no quieres ese tipo de complicaciones, ¿verdad? Mereces algo mejor. Lo que tú has pasado basta para toda una vida… Lo comprendes, ¿verdad?
Chiara lo comprendía con toda claridad. Vio que la habían atrapado, bloqueado, y que no la dejarían ir sin luchar. Y también comprendió algo más. Algo que la avergonzó y excitó al mismo tiempo. Que deseaba esta solución. Que deseaba librarse de un afecto que se había agriado. Que deseaba estar libre y enlazar sus manos y jugar a juegos de amor con el joven Pietro Antonelli, mientras la luna brillaba y las mandolinas tocaban una música suave en alguna góndola del Gran Canal.
Al día siguiente de su encuentro con Theo Respighi, George Faber regresó a Nápoles. Su dignidad había sufrido bastante en manos de un hombre con demasiado honor, y de otro con muy poco. Se sentía irritado y sórdido. Apenas podía soportar su imagen en el espejo al afeitarse. Aún aparecía allí el rostro de un gran corresponsal, pero tras ese rostro se ocultaba un hombre vacío que m siquiera tenía coraje suficiente para pecar con audacia.
Ansiaba, con desesperación, algo de tranquilidad y el olvido en el amor. Trató de telefonear a Chiara en Venecia, pero nunca la encontró en casa, y como ella no lo llamó a su vez, se sintió invadido por una amarga cólera. Su imaginación se desbocó pintándole una Chiara despreocupada y coqueta, mientras él hacía por ella este viaje sombrío e inquietante hasta el vacío centro de su propio ser.
Aún tenía que entrevistar a una persona: Alicia de Nogara, escritora de Ischia. Pero debía recuperar su compostura antes de hablar con ella. Pasó un día en Nápoles buscando algún ejemplar de las obras de esa mujer, y, finalmente, halló un volumen breve y muy caro, La isla secreta. Se sentó en los jardines, tratando de leerlo, pero pronto abandonó su tentativa, desalentado por su prosa florida y sus recatadas insinuaciones de amor pervertido entre doncellas. Finalmente, lo dejó para obtener información que le permitiese entablar un diálogo, y luego lo regaló a un pillete andrajoso, que lo empeñaría por el valor de un bizcocho.
Regresó al hotel, y llamó a Ruth Lewin. Pero la sirvienta de Ruth le dijo que su señora estaba de vacaciones y no regresaría hasta dentro de varios días. George renunció a sus llamadas con disgusto, y en súbita reacción decidió divertirse. Si Chiara podía jugar, también lo haría él. Partió hacia Capri en una escapada de soltero, para pasar allí tres días. Nadó durante el día, flirteó esporádicamente por las tardes, bebió mucho más de lo conveniente y terminó con una noche fracasada en la cama de una viuda alemana. Más disgustado que nunca consigo mismo, a la mañana siguiente preparó sus maletas y se dirigió a Ischia.