—Pídalo —dijo Rudolf Semmering.
—Creo —dijo Télémond cuidadosamente—, creo que he avanzado cuanto es posible avanzar en este camino solitario. Estimo que lo que he hecho necesita la prueba de discusiones y debates. Desearía comenzar a publicar para someter mi tesis a la crítica. Ésta es la única forma en la cual el conocimiento crece, la única forma en la cual se ensanchan los horizontes del espíritu… Nunca he pedido algo antes, pero en esto pido su apoyo, y el apoyo de la Compañía.
—Lo tiene —dijo Rudolf Semmering.
En los estrechos asientos del automóvil que los llevaba velozmente, los dos hombres se encararon, superior y subordinado, el hombre que debía obedecer y el que le exigía el cumplimiento de su voto.
El rostro de Télémond se encogió levemente y sus ojos azules se hicieron nebulosos. Dijo torpemente:
—No…, no esperaba tanto. Ésta es una verdadera bienvenida al hogar.
—Es aún más —dijo el padre general afectuosamente—. Pero todavía hay riesgos.
—Siempre supe que los habría. ¿Qué desea que haga?
—Ante todo, deberá someterse a una prueba. Será dura, y deberá prepararse en menos de un mes.
—¿Qué tipo de prueba?
—El treinta y uno de julio es el día de San Ignacio de Loyola.
—Me ordené en semejante día.
—Eso es un buen presagio, pues, porque ese día Su Santidad visitará la Universidad Gregoriana, que, como usted sabe, debe su iniciación a nuestro fundador y a san Francisco de Borja… Quiero que pronuncie usted el discurso conmemorativo en presencia de Su Santidad, del profesorado y de los estudiantes.
—Que Dios me ayude —dijo Jean Télémond—. Que Dios ayude a mi temblorosa lengua.
Y mientras se dirigían hacia el clamor de la ciudad a través de la Puerta de San Paolo, escondió el rostro entre las manos y lloró.
Ruth Lewin estaba sentada bajo una sombrilla listada en la Via Veneto, bebiendo una aranciata y observando a las multitudes que se dispersaban de sus almuerzos hacia la siesta. El aire suave del verano levantaba su espíritu, y sentía que con un bostezo largo podría librarse de todo el peso del mundo. Incluso la ciudad parecía haber adquirido un nuevo rostro. El bullicio del tránsito sonaba amistosamente en sus oídos. La gente vestía mejor que de costumbre. Los camareros se mostraban más corteses. Las miradas de los hombres la halagaban.
Su situación no había variado. Sus dudas y dilemas no estaban resueltos, pero su carga parecía más liviana y la llevaba de mejor ánimo. Le parecía que su larga convalecencia había terminado y que ahora podía tomar confiadamente su lugar en el comercio normal del mundo.
No todo era ilusión. Había sufrido durante demasiado tiempo las peligrosas alternativas de euforia y depresión para engañarse respecto a su estado de salud espiritual. Pero los vaivenes eran ahora más cortos; las alturas, menos elevadas; los abismos, menos aterradores. El pulso de la vida recobraba su ritmo normal. La fiebre desaparecía por fin, y su momento de crisis había sido su encuentro con Cirilo el Pontífice en una callejuela romana.
Incluso ahora se iluminaba este recuerdo con una especie de extasiada admiración. Era tan extraño el aspecto del Papa… La cicatriz, la barba, el contraste entre su posición y su humilde vestimenta… Pero cuando estuvo frente a frente con él en su propia casa, ante la trivialidad del café y las galletas, ya no la impresionó su rareza, sino su extraordinaria sencillez.
Desde su ruptura con la Iglesia, Ruth había sentido una profunda antipatía hacia las formas orales y las costumbres clericales. Este hombre no las cultivaba. Llevaba su Fe como una epidermis y expresaba sus convicciones con la suavidad de quien las ha adquirido a un precio que no deseaba exigir a otros. Sus palabras fluían espontáneas y vibrantes de sinceridad:
«…Toda la vida es un misterio; pero la respuesta a ese misterio está fuera de nosotros, no dentro. No podemos quitarnos capa tras capa de nuestra piel, como si fuésemos cebollas, esperando que al quitar la última capa descubramos la verdadera cebolla. Al final no queda nada. El misterio de la cebolla sigue sin explicación, porque, como el hombre, es el producto de un eterno acto creador… Yo represento a Dios, pero no puedo decirle nada más. ¿No comprende? Eso es precisamente lo que debo enseñar: ¡un misterio! La gente que exige una explicación absoluta de la Creación, pide lo imposible. ¿Ha pensado alguna vez que al pedir el conocimiento de toda explicación comete un acto de orgullo? Somos limitados. ¿Cómo podemos abarcar la eternidad…?»
En boca de otros, estas palabras hubiesen sonado secas y pomposas; pero en Cirilo surgían con cierto poder de curación, porque no provenían de un libro, sino de las profundidades de su corazón. No le reprochó su abandono de la Fe bautismal, sino que había hablado bondadosamente de esa Fe, como si fuese, de por sí, una especie de gracia.
—No hay dos personas que lleguen a Dios por el mismo camino. Hay muy pocos que llegan a Él sin tropezar y caer. Hay semillas que crecen largo tiempo en la oscuridad antes de echar sus retoños al sol… Hay otras que salen a la luz de una vez, en un solo día… Usted está ahora en la oscuridad, mas si desea la luz, ésta llegará a su debido tiempo… ¿Comprende? El alma humana encuentra barreras que debe salvar, y no siempre es posible salvarlas de un solo salto. Lo importante es la dirección en que viaja el alma. Si se aleja de sí misma, entonces llegará finalmente a Dios. Si se vuelve hacia sí misma, inicia el camino del suicidio, porque nada somos sin Dios… Por tanto, todo lo que la impulsa hacia un crecimiento exterior: servir, amar, los intereses sencillos del mundo, todo eso puede ser un paso hacia Dios…
Perturbada como se hallaba aquella noche, Ruth no pudo captar el significado total de lo que Cirilo le dijo. Pero las palabras permanecieron impresas en su memoria, y cada día encontró en ellas nuevo sentido y nueva aplicación. Si ahora podía permanecer tranquilamente al sol, observando los coqueteos y las insensateces de la ciudad, sin juzgarlos ni juzgarse, era debido a ese Cirilo cuya misión podía impulsarlo a juzgar, pero que, sin embargo, rehusaba pronunciar un veredicto.
¡Amor…! Una palabra camaleónica, y Ruth había conocido de sus variaciones y matices más de lo que podía admitir sin ruborizarse.
Toda gran ciudad tiene su cuota de lisiados, vagos y seres extraños que soportan la vida como pueden y agradecen cualquier alivio temporal de su miseria solitaria. Aquí, en Roma, el reino de los mendigos de amor era una región misteriosa y poliglota, y Ruth la había recorrido casi en su totalidad.
Había sido un viaje traicionero para una viuda de treinta y cinco años, con dinero en el Banco y un corazón vacío. Sobre su pecho habían sollozado muchachos desconsolados que lloraban por sus madres. A su puerta habían golpeado maridos descarriados y turistas en busca de placeres. Hombres de nobles apellidos le habían confiado sus exóticos afectos. La hermandad secreta femenina le había brindado el acceso a sus misterios sálicos. Finalmente, había emergido, estremecida e insatisfecha, sabiendo que tampoco había lugar para ella en el mundo de los seres extraños.
¡Amor…! Aquí, en la Via Veneto, noche tras noche lo vendían por entregas hermosas muchachas que tiraban de la correa de sus poodles. En los clubs y bares, cualquier mujer con acento extranjero podía comprarlo por una sonrisa y el coqueteo de un pañuelo de encaje… Pero, ¿dónde y cómo encontrar la persona en quien derrochar este ser que acababa de descubrir en sí misma, tan frágil y súbitamente tan precioso?
Milagrosamente se habían unido otra vez los fragmentos de Humpty Dumpty y éste se hallaba suavemente sobre la muralla, sonriendo y batiendo palmas ante la concurrencia. Pero si volvía a caer y la goma se despegaba…, ¿quién podía pegar de nuevo su cascarilla? ¡Oh, pequeño espíritu blanco y vagabundo, por favor, por favor, continúa de una pieza!
En el bullicio del tránsito, Ruth escuchó pronunciar su nombre.
— ¡Ruth Lewin! ¿Dónde te habías escondido?
Ruth alzó la vista y vio ante ella a George Faber, con sus cabellos grises, y gallardo como un galán romano.
En su estudio privado, Cirilo el Pontífice se hallaba conferenciando con dos de sus ministros más importantes: el cardenal Goldoni, su Secretario de Estado, y el cardenal Clemente Platino, prefecto de la Congregación para la Propagación de la Fe. El propósito de su reunión consistía en un balance prolongado de los asuntos de la Iglesia, Santa, Universal y Apostólica. El estudio era un cuarto grande, desprovisto de ornamentos, con la excepción de un crucifijo de madera tallada tras el pupitre del Pontífice, y en la pared opuesta, una caja llena de mapas que señalaban la distribución de las comunidades católicas a través del mundo.
En otro ambiente y con otras vestimentas, habrían parecido un trío de hombres de negocios internacionales: el Pontífice, moreno, barbudo y exótico; el Secretario de Estado, canoso, rechoncho y de ruda elocuencia; Platino, alto, de cutis aceitunado, cortés y con una nariz aguileña heredada de algún antepasado español.
Pero en este lugar y en ese momento se hallaban dedicados, hasta el límite de sus respectivos talentos, a una locura que prometía escasos beneficios a cualquier negocio: la preparación de todos los hombres para la muerte y para la unión con un Dios invisible. Su charla versó sobre una multitud de temas: dinero, política, tratados militares, acuerdos económicos, personalidades en los altos cargos del mundo entero; pero la esencia de la discusión era siempre la misma: cómo difundir por el mundo el conocimiento de Cristo, sus enseñanzas y la sociedad que Él había establecido para conservarla y diseminarla.
Para ellos, cada problema —cómo se casaba un hombre, cómo se le educaba, cuánto se le pagaba, su lealtad nacional— era, en el fondo, una cuestión teológica. Se referían al Creador, y a las criaturas, y a la eterna relación entre ellos. Todo lo que se hacía en la dimensión del tiempo tenía sus raíces y su prolongación en la eternidad.
Cuando el Secretario de Estado designaba un embajador para Austria o un cónsul para Uruguay, su función consistía en mantener una relación oficial con el Gobierno, de modo que, en un clima de armonía entre la Iglesia y el Estado, las almas pudiesen avanzar más fácilmente hacia el conocimiento y la práctica de una verdad salvadora.
Cuando Platino designaba tal o cual congregación misionera para internarse en las junglas del Amazonas, lo hacía con el total convencimiento de que estaba obedeciendo un claro mandato de Cristo: llevar el Evangelio de esperanza a quienes vivían en la oscuridad y en la sombra de la muerte.
Pero este punto de vista traía consigo una secuela de problemas. Los hombres que ejecutaban una misión sagrada descuidaban a menudo su aspecto humano. Los hombres que hablaban en términos de eternidad tendían a mirar esperanzadamente hacia el futuro y a dejar que el presente escapara de entre sus manos. Aquellos a quienes sostenían los dos mil años de estructura de la Iglesia, se hallaban protegidos con excesiva blandura de las consecuencias de sus propios errores. Con tanta tradición tras ellos, a menudo se mostraban quisquillosos y suspicaces ante nuevas modalidades de la acción cristiana.
Pero, a pesar de todo, hombres como Platino y Goldoni eran plenamente conscientes del mundo en que vivían, y sabían que para efectuar el trabajo de Dios, tenían que reconciliarse con lo que el hombre había hecho para sí mismo o de sí mismo. Y esto era lo que Platino acentuaba ahora. Su dedo largo y moreno señaló un lugar en el sudeste de Asia.
—…Por ejemplo, Santidad, aquí está Tailandia. Constitucionalmente es una monarquía. De hecho, es una dictadura militar. La religión del Estado es el budismo. Todos los varones de la familia real y todos los dignatarios del reino adoptan en algún período de su vida la túnica azafranada y pasan algún tiempo en un monasterio. Tenemos allí algunas escuelas, dirigidas por monjas y sacerdotes dedicados a la enseñanza. Se les permite impartir instrucción religiosa, pero no dentro de las horas de escuela. Los que desean recibir instrucción en la Fe deben acudir a la escuela fuera de estas horas. Ésta es nuestra primera dificultad. Hay otra. Los nombramientos gubernativos, necesarios para todo cargo de cierta importancia, sólo se conceden a los budistas. Oficialmente, por supuesto, esta discriminación no existe, pero en la práctica, sí. El país está subdesarrollado. La mayor parte del comercio se halla en manos de los chinos, de manera que quien se hace cristiano debe renunciar prácticamente a toda esperanza de progreso social o económico… El temperamento del pueblo, condicionado también por la creencia budista, resiste a los cambios y recela de la influencia exterior…
»Por otra parte, entre los hombres jóvenes se hace evidente un creciente conflicto interior. Cada día se hallan en contacto más estrecho con la civilización occidental a través de la ayuda militar y económica de los Estados Unidos, pero encuentran pocas oportunidades y escasas posibilidades de trabajo. Una estadística, que creo fidedigna, afirma que el veinticinco por ciento de los estudiantes varones de los últimos cursos son adictos a la heroína antes de abandonar el colegio. Ya ve usted el problema. ¿Cómo actuamos para penetrar realmente la mente y el corazón del pueblo?
—¿Cómo resumiría usted la labor que ahora estamos desarrollando allí? —preguntó gravemente el Pontífice.
—Básicamente, como una labor de educación y caridad. En el aspecto humano, estamos ayudando a elevar el nivel de alfabetización. Tenemos hospitales que sirven de centros de entrenamiento. Poseemos un hogar para la rehabilitación de las muchachas que hemos sacado de los prostíbulos… Servimos a la comunidad. Exponemos nuestra fe a los que pasan por nuestras manos. Sin embargo, el número de conversiones es pequeño, y no hemos penetrado con eficacia la mente y el corazón del país.
—Nuestra posición en Japón es peor —dijo Goldini con su habitual energía—. Tenemos un concordato que nos asegura condiciones de trabajo mucho más efectivas que las que tenemos en Tailandia, pero tampoco allí hemos logrado traspasar realmente la barrera.
—Y, sin embargo, lo hicimos una vez —dijo Cirilo, con una sonrisa—. Comenzó con un hombre, san Francisco Javier. Los descendientes de sus conversos aún permanecen allí: los antiguos cristianos de Nagasaki y Nara. ¿Por qué fracasamos ahora? Tenemos el mismo mensaje. Dispensamos la misma gracia que dispensaba la Iglesia de las catacumbas. ¿Por qué fracasamos? —Se alzó de la silla y se detuvo junto al mapa, señalando un país tras otro y midiendo los fracasos y retiradas de la Iglesia—. Miren África. Mis predecesores proclamaron constantemente la necesidad de una rápida preparación del clero nativo: hombres identificados con su propio pueblo, que comprendiesen sus símbolos y sus especiales necesidades. Se ha hecho demasiado poco y demasiado lentamente. Ahora el continente avanza hacia una federación de naciones africanas independientes, y nosotros perdimos nuestra oportunidad… Aquí en Brasil hay una fabulosa expansión industrial y una inmensa población de campesinos que viven en la pobreza más agobiante. ¿Y a quién vuelven sus ojos los campesinos como campeones de su causa? Hacia los comunistas. ¿No predicamos nosotros la justicia? ¿No debiéramos estar preparados a morir por ella, como por cualquier otro artículo de Fe? Les pregunto una vez más. ¿Dónde está nuestro fallo?