George Faber abandonó Roma en las primeras horas de una mañana de domingo. Salió por la Puerta Lateranense y descendió por la Via Apia hacia la Autostrada que llevaba hacia el Sur.
Ante él tenía cinco horas de viaje. Terracina, Formia, Nápoles, y luego el serpenteante camino peninsular a Castellammare, Sorrento, Amalfi y Positano. No llevaba prisa. El aire de la mañana era fresco aún, y el tránsito, muy intenso, y Faber no deseaba arriesgar su vida además de su reputación.
En Terracina lo detuvieron dos muchachas inglesas que recorrían la costa confiando en la buena voluntad de los automovilistas. Durante una hora le resultó agradable su compañía, pero al llegar a Nápoles, se alegró de librarse de ellas. Su risueña seguridad respecto al mundo y sus costumbres le hicieron sentirse abuelo.
El calor del día pesaba ahora sobre él: una opresión seca y polvorienta que hacía danzar el aire y llenaba la nariz con el hedor amoniacado de la ciudad antigua y abarrotada. Giró hacia la calle Caracciolo, y se sentó un rato en un café de los muelles, bebiendo café helado y meditando acerca de lo que haría al llegar a Positano. Tenía que visitar a dos personas: Sylvio Pellico, artista; y Theo Respighi, actor ocasional; ambos, según los informes reunidos por Faber, habían tenido relaciones infortunadas con Corrado Calitri.
Hacía semanas que George pensaba en la mejor manera de abordarlos. Había vivido en Italia el tiempo suficiente para conocer la afición italiana al drama y a la intriga. Pero su temperamento nórdico se rebelaba contra el espectáculo de un corresponsal americano jugando al detective latino de impermeable y fieltro negro. Finalmente había decidido iniciar la conversación con sencilla franqueza.
«He sabido que usted conoció a Corrado Calitri… Estoy enamorado de su mujer y quiero casarme con ella. Me parece que usted puede proporcionarme algunas pruebas contra él. Estoy dispuesto a pagarlas bien…»
Durante mucho tiempo había rehusado razonar más profundamente. Pero ahora, a tres horas de Roma, y a mayor distancia aún de Chiara, estaba dispuesto a hacer frente a todos los interrogantes. Si todo fracasaba, se habría demostrado a sí mismo lo que era capaz de hacer. Habría demostrado a Chiara que estaba dispuesto a arriesgar su carrera por ella. Podría exigir toma y daca en el amor. ¿Y si eso también fracasaba? Finalmente estaba comenzando a creer que podría sobrevivir a ese fracaso. La mejor cura para el amor era enfriarlo un poco y dejar que el hombre pudiese comparar a una mujer con otra, y el tormento de un amor unilateral, con la fría paz de no amar en absoluto.
No podía hacer rebotar un corazón ya maduro de un amorío en otro, como si fuese una pelota de goma; pero era levemente reconfortante pensar en Ruth Lewin y en su negativa a comprometer el corazón de George o el suyo propio en un nuevo dolor sin promesa de seguridad.
Ruth era más sabia que Chiara. George lo sabía. Su prueba había sido más dura, y la había superado mejor. Pero el amor era una palabra arco iris que tal vez señalase hacia una oculta olla de oro, o tal vez no. George pagó su bebida, salió al crudo sol e inició la última etapa de su viaje hacia la incertidumbre.
La bahía de Nápoles era un espejo plano oleoso, quebrado sólo por la estela de los vapores de excursión y la espuma de las alicafi, que zarandeaban su carga de turistas a cincuenta millas por hora hacia las islas serenas de Capri e Ischia. La cima del Vesubio se divisaba vagamente en una nube de polvo y calor. El stucco pintado de las casas aldeanas se descascarillaba al sol. La tierra gris de los cultivos estaba reseca, y los campesinos caminaban arriba y abajo entre las hileras de tomates como figuras de un paisaje medieval. Había olor a polvo y a estiércol, a tomates podridos y a naranjas frescas. Las bocinas sonaban en todas las curvas, y las carretas de madera rodaban ruidosamente sobre los adoquines. De vez en cuando llegaban oleadas de música, mezclada con gritos de niños y el ocasional taco de algún campesino atrapado en el denso tránsito veraniego.
George Faber se encontró conduciendo con rapidez y libertad, entonando una canción sin melodía. En la escarpada espiral de la carretera de Amalfi, un automóvil deportivo que corría velozmente casi lo lanzó fuera del camino, y Faber maldijo en voz alta y alegremente, empleando el dialecto romano. Al llegar a Positano, el pueblecillo raído y espectacular que trepaba en forma abrupta y escalonada desde el agua hasta la cumbre del cerro, Faber se sentía dueño de sí mismo, y la sensación era tan embriagadora como el vino crudo de las montañas de Sorrento.
Dejó el automóvil en un garaje, cargó su maleta y bajó por una calleja escarpada y estrecha a la plaza de la ciudad. Media hora más tarde, después de un baño y de haberse puesto pantalones de algodón y una camisa marinera listada, se hallaba bajo un toldo, bebiendo un «Carpano» y preparándose para su encuentro con Sylvio Pellico.
La galería del artista era un túnel largo y helado que se extendía desde la calle hasta un patio sembrado de chatarra y de fragmentos de antiguos mármoles. Sus cuadros colgaban en las murallas del túnel; abstracciones ostentosas, algunos retratos en el estilo de Modigliani, y una cantidad de paisajes baratos para embaucar al turista sentimental. Era fácil ver por qué Corrado Calitri lo había abandonado con tanta rapidez. Más difícil era comprender por qué lo había protegido alguna vez.
El pintor era un joven alto y de rostro delgado, con una barba desordenada; vestía blusa de algodón, desteñidos pantalones de tela burda y zapatos de lona muy gastados. Se hallaba tendido sobre dos sillas en la entrada del túnel, y dormitaba al sol con un sombrero de paja echado sobre los ojos.
Cuando George Faber se detuvo a examinar los cuadros, se animó inmediatamente y se presentó a sí mismo y su trabajo con un floreo.
—Sylvio Pellico, señor, a sus órdenes. ¿Le gustan mis cuadros? Algunos de ellos han sido exhibidos en Roma.
—Lo sé —dijo George Faber—. Estuve en la exposición.
— ¡Ah! Entonces usted es un connaisseur. ¡No trataré de tentarle con esta basura! —Descartó los paisajes con un ademán de su flaca mano—. Ésos no tienen valor. Sólo sirven para comer.
—Lo sé, lo sé. Todos tenemos que comer. ¿Le va bien esta temporada?
— ¡Bah…! Ya sabe usted cómo son las cosas. Todos miran, nadie quiere comprar. Ayer vendí dos cuadros pequeños a una americana. El día anterior, ninguno. Y el día anterior a ése… —Se interrumpió y examinó a George Faber con ojo comercial—. ¿Usted no es italiano, signore?
—No. Soy americano.
—Pero habla un italiano espléndido. —Gracias… Y, dígame, ¿quién patrocinó su exposición en Roma?
—Un hombre muy importante. Un ministro de la República. Y muy buen crítico, además. Tal vez conozca su nombre. Se llama Calitri.
—Sí, conozco su nombre —dijo George Faber—.
Me gustaría hablarle de Calitri.
—¿Por qué? —inclinó hacia un lado su enmarañada cabeza, como un papagayo amistoso—. ¿Lo envió él a verme?
—No. Se trata de un asunto personal. Pensé que usted podría ayudarme. Me agradaría pagar esa ayuda. ¿Le interesa?
—¿A quién no le interesa el dinero? Siéntese; permítame prepararle una taza de café.
—No, gracias. No le entretendré mucho.
Pellico desempolvó una de las sillas, y ambos se sentaron cara a cara bajo la estrecha arcada.
Faber explicó su posición y lo que deseaba, y luego hizo su oferta:
—…Quinientos dólares americanos por una declaración jurada referente al matrimonio de Calitri, escrita en los términos que yo le dictaré.
Echándose atrás en su silla, encendió un cigarrillo y esperó, mientras el artista sostenía su rostro cobrizo en las manos y pensaba largamente. Luego, Pellico levantó la cabeza y dijo:
—Le agradecería un cigarrillo americano. Faber le entregó el paquete, y luego se inclinó hacia él con un encendedor.
Pellico fumó algunos minutos, y luego comenzó a hablar.
—Soy un hombre pobre, señor. Además, no soy un buen pintor, de manera que seguramente seré pobre mucho tiempo. Para alguien como yo, quinientos dólares es una fortuna; pero temo que no podré hacer lo que usted me pide.
—¿Por qué no?
—Por varias razones.
—¿Tiene miedo a Calitri?
—Un poco. Usted ha vivido en este país, sabe cómo funciona. Cuando se es pobre, se está siempre algo fuera de la ley, y no conviene enemistarse con la gente importante. Pero ésa no es la única razón.
—Dígame otra.
El delgado rostro se arrugó, y la cabeza del pintor pareció embutirse más entre sus hombros. Se explicó con singular sencillez:
—Comprendo lo que esto significa para usted, señor. Cuando un hombre está enamorado, ¡eh…! Hielo en el corazón y fuego en las entrañas… Se pierde temporalmente todo orgullo. Cuando el amor se desvanece, el orgullo vuelve. A menudo es lo único que queda… Yo no soy como usted… Soy, si lo quiere, más como Calitri. Calitri fue bondadoso conmigo en una época… Le tuve un gran afecto. No creo que pueda traicionarle por dinero.
—Pero él le traicionó a usted, ¿no es así? Le proporcionó una exposición y después le abandonó.
— ¡No! —Las delgadas manos se hicieron súbitamente elocuentes—. No. No debe entenderlo así. Por el contrario, Calitri fue muy honrado conmigo. Me dijo que todo hombre tenía derecho a una prueba de su talento. Si el talento no existía, más le valía olvidarlo… Pues bien, me brindó la prueba. Fracasé. No le culpo.
—¿Cuánto cobraría por culpado? ¿Mil dólares?
Pellico se levantó y se sacudió las manos. A pesar de su desaliño, pareció investido de una curiosa dignidad. Señaló las murallas grises del túnel.
—Por veinte dólares, señor, puede usted comprar mis visiones. No son grandes visiones, lo sé. Son lo mejor que tengo. Yo no me vendo. Ni por mil dólares, ni por diez mil. Lo siento.
Mientras se alejaba por la calle empedrada, George Faber, el puritano nórdico, se permitió una sensación de vergüenza. Su rostro ardía, sus manos estaban húmedas. Sintió un resentimiento súbito e irrazonable contra Chiara, que tomaba el sol en Venecia, a quinientas millas de distancia. Se dirigió a un bar, pidió un whisky doble y comenzó a leer el historial de su próximo contacto: Theo Respighi.
Respighi era un italoamericano nacido en Nápoles y trasladado a Nueva York durante su infancia. Era un actor mediocre que representaba papeles cortos en televisión, papeles cortos en Hollywood, y luego regresaba a Italia para representar papeles cortos en episodios bíblicos y necedades seudoclásicas. En Hollywood había provocado algunos escándalos de poca importancia: conducción en estado de ebriedad, un par de divorcios, un romance breve y turbulento con una estrella que comenzaba a brillar. En Roma se había unido al grupo bravucón que vivía de esperanzas y ocasionales producciones, y de la protección de los libertinos romanos. En suma, Faber vio en él a un personaje dudoso, que seguramente respondería cordialmente al crujido de los billetes de Banco.
Aquella misma noche atrapó a Respighi en un bar, junto a los acantilados, donde bebía con tres muchachos muy alegres y una francesa marchita que hablaba italiano con acento genovés. Tardó una hora en apartarlo de sus compañeros, y otra, en librarlo de los efectos del alcohol con comida y café muy fuerte. Pero, aun así, cuando lo tuvo relativamente sobrio, se halló ante un cascarón musculoso y hueco, que tendía nerviosamente la mano hacia la botella de aguardiente cada vez que la apartaba de sus largos cabellos rubios. Faber sofocó la voz vacilante de su conciencia y explicó otra vez su proposición:
—…Mil dólares por una declaración firmada. Sin compromisos ni problemas. Todo lo que se presenta ante la Rota se mantiene en estricto secreto. Nadie, y Calitri menos que nadie, sabrá jamás quién prestó ese testimonio.
— ¡Idiotas! —dijo el rubio categóricamente—. No trate de engañarme, Faber. En Roma no existen los secretos. No me importa si se trata de la Iglesia o de Cinecittá. Tarde o temprano, Calitri llegará a saberlo. ¿Y qué me sucederá entonces?
—Tendrá mil dólares más, y Calitri no podrá hacerle daño.
—¿Lo cree? Mire, encanto, usted sabe cómo se hacen las películas en este país. El dinero viene de todas partes. La nómina de los capitalistas se extiende de Nápoles a Milán, y de allí hasta aquí. Y también tenemos aquí una lista negra, como en Hollywood. El que figura en esa lista es hombre muerto. Y no quiero morir por esos cochinos mil dólares.
—No ha ganado una suma así durante seis meses —le dijo Faber—. Me consta, porque me informé.
—¿Y qué? Así sucede en este oficio. Se pasa un poco de hambre, luego se come, y se come bien. Ahora, si usted me hablase de diez mil dólares, entonces tal vez comenzara a considerarlo. Con esa suma podría irme a los Estados Unidos y aguardar hasta que se me presentara una oportunidad decente… ¡Vamos, encanto! ¿Qué quiere obtener? ¿Un gran amor o un paquete de rosetas de maíz?
—Dos mil —dijo Faber.
—No.
—No puedo ofrecerle más.
— ¡Migajas! Puedo ganármelas levantando el auricular del teléfono y diciéndole a Calitri que usted anda tras su pellejo… Le propongo otra cosa. Deme mil dólares, y no haré esa llamada.
—Váyase al diablo.
George Faber empujó su silla hacia atrás y salió del bar. La risa del mocetón lo persiguió como una burla hasta la calle oscurecida.
—Mientras más vivo —decía Jean Télémond pensativamente—, más claramente comprendo la profunda vena de pesimismo que tiñe la mayor parte del pensamiento contemporáneo, incluyendo el pensamiento de muchos dentro de la Iglesia… Nacimiento, crecimiento, decadencia. El esquema cíclico de la vida es tan evidente que oscurece el esquema subyacente, el del crecimiento constante, y, digámoslo burdamente, el esquema del progreso humano. Para mucha gente, la rueda de la vida gira simplemente sobre su propio eje; no parece dirigirse a parte alguna.
—Y usted, Jean, ¿cree que se dirige a alguna parte?
—Más que eso, Santidad. Creo que tiene que dirigirse a alguna parte.
Se habían quitado las sotanas, y estaban sentados cómodamente a la sombra de un pequeño arbusto, con una hilera de fresas silvestres tras ellos, y al frente el agua lisa y brillante del lago Nemi. Jean Télémond chupaba su pipa con fruición, y Cirilo lanzaba guijarros al agua. El aire vibraba con el grito estridente de las cigarras, y en las rocas y los troncos tomaban el sol las lagartijas pardas.