Las siete puertas del infierno (28 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
7.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Es un hombre, sí. De gran tamaño, es cierto; pero de todos modos un hombre. ¿Adonde irá corriendo así?»

Apenas había acabado de plantearse la pregunta cuando el desconocido pasó sobre él con tanta facilidad como si hubiera sido una brizna de hierba y prosiguió su loca carrera hacia el oriente.

—¡Eh! ¡Vos! ¡Señor Rápido, aquí!

¿Le había oído? Aparentemente no, porque la figura del extraño individuo ya se empequeñecía en el horizonte.

—¡Menuda es mi suerte! Tengo una oportunidad entre un millón de tropezarme con alguien aquí, y va y resulta que es sordo…

Ya volvía a partir hacia el oeste, en la dirección que suponía que era la del Krak de los Caballeros, cuando una voz gruñó a su espalda.

—¿Cómo me habéis llamado?

Emmanuel se volvió, y se encontró frente a un hombre con la constitución de una montaña, ancho de espaldas, con una gran barba, que le contemplaba con aire inquisidor, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Señor Rápido, porque avanzáis a grandes zancadas!

—Cierto. Es que tengo prisa, aunque estoy muy cansado.

—Entonces, mi señor, sois muy amable al deteneros para conversar conmigo.

—No charlaré mucho tiempo, ya voy con gran retraso. Pero decidme, de todos modos, ¿qué hacéis en estos parajes?

—Me he perdido.

—¿Queréis que os deje en alguna parte?

Emmanuel reflexionó rápidamente y tendió el dedo en dirección a poniente.

—Voy hacia allá.

—Y yo hacia allá —dijo el gigante señalando la dirección opuesta.

Emmanuel no lo dudó ni un instante.

—Entonces yo también, si no os molesta.

—Nones.

Y sin decir una palabra más, el gigante lo levantó y lo sujetó contra su pecho, donde Emmanuel podía oír los «bum, bum» del corazón del gigante, que palpitaba como si fuera un tambor militar.

—¿Puedo saber adonde me lleváis?

—Al infierno —respondió Gargano.

Capítulo 36

Gargano. La montaña había recibido su nombre por él, o bien, según ciertos libros, era él quien había recibido su nombre por la montaña.

Jacobo de la Vorágine,

La leyenda dorada

De camino a Tartaria, Septiembre de 1.188

El gigante daba unas zancadas tan largas que una sola le bastaba para salvar una colina, dos un montecillo, y diez un bosque. En torno a ellos, los paisajes se reducían a manchas de color, amarillo polvo, arena y oro patinado. A pesar del viento que les silbaba en los oídos, Emmanuel y Gargano no paraban de conversar.

—¿Aún estamos en septiembre, pues? —preguntó Emmanuel al gigante.

—Sí, ¿por qué?

—Porque es el mes de mi caída. Quería saber cuántos días, o semanas, habían pasado desde que perdí completamente la noción del tiempo…

Sin embargo, una duda atormentaba a Emmanuel. «Septiembre, septiembre… No puedo creer que mi curación haya sido tan rápida…» Sus heridas, en el muslo y en los brazos, hacía tiempo que se habían cerrado y habían cicatrizado del todo. Por otra parte, sus cabellos habían crecido mucho y la barba le llegaba al pecho.

—Septiembre… Pero ¿de qué año? —se arriesgó a preguntar con voz temblorosa.

—1188 —respondió Gargano.

Un primer brinco les llevó a la cima de un cerro, y un segundo, abajo del todo. Emmanuel sintió que el corazón le subía a la garganta.

—Entonces ¡hace un año! Contadme…

Gargano le informó de la tragedia que había padecido la cristiandad en Tierra Santa, y a Emmanuel le embargó un inmenso sentimiento de culpa.

—Vuestra presencia no hubiera cambiado nada. Deberíais pensar más bien que es una suerte que os encontréis aún con vida para participar en la reconquista.

—La verdad es que me cuesta un poco compartir vuestra forma de ver las cosas.

Poco tiempo después llegaron a un árbol gigantesco, cuya verticalidad contrastaba vivamente con las llanuras que acababan de atravesar.

—Qué árbol más curioso —comentó Emmanuel, que solo había tenido tiempo de echarle un vistazo, tan rápido iba el gigante.

—Sí, es el Árbol Seco, o el Árbol Solo… Llegamos al fin del mundo, y él marca la frontera.

—La frontera…

—La primera de las fronteras, porque la auténtica llega ahora. ¡Sujetaos!

Emmanuel pasó los brazos en torno al cuello de Gargano y miró en dirección al lugar hacia donde corría el gigante. Era una muralla enorme, con la cima almenada de nubes.

—¿Qué es eso?

—La muralla de Alejandro Magno.

Tras coger impulso, el gigante voló por encima de la puerta de Hierro en un salto que pareció durar una eternidad. Se encontraron en medio de las nubes, donde unos pájaros espantados se apartaron graznando.

—¿No vamos bajo tierra? —preguntó Emmanuel a Gargano.

—No —respondió este—. El infierno está al otro lado.

—Ah…

—¡Sujetaos bien que bajamos!

Su caída tuvo lugar en medio de unas ráfagas de viento tan intensas que no intercambiaron ni una palabra más. Cuando finalmente Gargano tocó tierra, Emmanuel recibió una sacudida tan brutal que se preguntó si había hecho bien en aceptar la ayuda del gigante.

—Tengo los sesos en la planta de los pies —le dijo a Gargano, para describir el lamentable estado en que se encontraba.

—Podéis consideraros afortunado, porque los míos me han salido por las nalgas —replicó Gargano.

Y continuaron su camino en medio de una noche sin estrellas.

—¿Y ahora qué buscamos? —le preguntó Emmanuel.

—Un pájaro.

De pronto se escuchó un ruido de huesos triturados.

—¿Qué ha sido eso?

—Creo que acabo de aplastar algunos cráneos —respondió el gigante mirando bajo su pie—. En fin, qué le vamos a hacer.

—Dicen que trae suerte.

—Ha sido con el pie derecho.

—Oh, no hay que hacer mucho caso de esos cuentos…

Prosiguieron su camino en medio de las tinieblas. Como un centinela de guardia en lo más alto de una torre de vigía humana, Emmanuel cumplía con su tarea con una profesionalidad adquirida a lo largo de cientos de noches de vigilancia desde el Krak de los Caballeros.

—El pájaro que buscáis, ¿cómo es? —preguntó.

—Como un halcón peregrino.

—Ah, ya veo. Pequeño, rápido. De color azul y pardo.

—¡Veo que sois un experto!

—¿Y qué tiene de especial?

—Es el halcón de mi ahijada, que se encuentra en grave peligro.

—Pues entonces ¡apresurémonos!

Gargano aceleró aún más; pero la noche sucedía a la noche, copiándose a sí misma sin el menor atisbo de originalidad. ¿Cuánto tiempo hacía que corrían? Emmanuel se dijo que no debía de hacer más de una hora.

—¡Qué rápido corréis! ¡Qué pulmones!

—Y eso que me caigo de sueño.

Emmanuel estaba estupefacto.

—De todos modos, ¡es algo pasmoso!

—No soy yo —le explicó Gargano—. Son mis botas. Son ellas, y solo ellas, las que me permiten ir tan rápido. Y si me doy tanta prisa es porque ya he perdido mucho tiempo buscando a su propietaria para pedirle que me las prestara.

—¿Y aceptó fácilmente?

—Era para salvar a su hija.

—Ah —dijo una vez más Emmanuel—. Debe de ser una joven realmente extraordinaria para tener semejante madre y semejante salvador.

—¡Semejantes salvadores! —le corrigió Gargano—. ¡Porque ahora somos dos!

«Decididamente —pensó Emmanuel—, todo esto es muy extraño. Pero, después de todo, no más que mi estancia en el oasis de las Cenobitas…»

—¿Y cómo se llama vuestra ahijada?

—Casiopea.

—¡Bonito nombre!

—Bonita persona.

—¿Está casada?

—Aún no.

—¡Apresurémonos! ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!

Gargano sonrió y continuó a su ritmo, rápido y regular. No quería agotarse en las primeras leguas, porque no sabía nada sobre la superficie de los infiernos, llamados también Tenebroc o país de los tártaros. Y sobre todo, sabía que probablemente tendría que correr en círculos concéntricos para tener una oportunidad de encontrar a Casiopea, si el halcón no aparecía antes.

—¡Gargano! ¡Mirad!

Sacando una mano del estrecho capullo formado por los brazos del gigante, Emmanuel señaló un resplandor rojizo en el horizonte.

—¡Un incendio!

—No —dijo el gigante—. Es la aurora…

Era efectivamente la luz de la aurora, que crecía rápidamente, como si el sol tuviera prisa por recuperar el tiempo que había pasado iluminando la otra vertiente de la tierra.

—No dejemos que les alcance la luz, eso la mataría.

—¡Por todos los cielos! ¿Es que vuestra Casiopea es una vampira para temer así al astro solar?

—Nones. Simplemente se encontraría expuesta a él de tal manera que perdería la vida. Vamos, escrutad el cielo en busca de una mancha gris-azul con tintes pardos…

—¿Como esa?

Emmanuel tendió el dedo hacia un punto que giraba en el cielo, cada vez más azul.

—¡Cocotte, por fin!

Gargano saltó en dirección al halcón.

—¡Mirad si distinguís algo en la vertical del pájaro, vos que tenéis tan buena vista! —dijo a Emmanuel.

Este se irguió en la atalaya que formaban los brazos del gigante y escrutó el horizonte en el punto donde el alba ahuyentaba a las sombras. Siguiendo con los ojos el largo rayo de luz que barría la estepa grisácea, distinguió de pronto un minúsculo fulgor.

—¡Ahí abajo!

Gargano giró en la dirección que le indicaba, y unos instantes después los dos camaradas se encontraban a solo unos pies de tres cabezas posadas en el suelo: las de Simón, Casiopea y Rufino, que chilló:

—¡Por fiiin!

Capítulo 37

Y sorprendí a mi hermana envuelta en el castigo divino, a mi hermana que había permanecido en la parte oscura de la noche.

Sohrawardi,

El exilio occidental

Emmanuel y Gargano cavaron la tierra en torno a Casiopea y Simón, procurando liberarlos con la máxima delicadeza posible de la tumba donde les habían enterrado los tártaros. Por momentos, los dos jóvenes abrían los ojos y dirigían miradas vacías a sus salvadores. Parecían más muertos que vivos, así que Emmanuel tuvo que recurrir a todos sus talentos como hospitalario para resucitar las partes de sus cuerpos que habían empezado a morir. Masajeando una pierna o un brazo, obligando a una rodilla a doblarse, a una mano a cerrar los dedos, Emmanuel se concentró en recuperar a los dos desventurados viajeros a los infiernos que los tártaros quisieron matar a fuego lento después de que Simón hubiera querido abrasarles a ellos.

—Este joooven ha perdido totalmeeente la cabeza —les explicó Rufino—. Trató de incendiaaar su campameeento, y en parte lo logróoo…

—¿Por qué razón? —preguntó Emmanuel.

—Estaba convenciiido de que había iiido a parar entre demonios, porque la hoooja de la espada de Casiopeeea emitía un resplandooor azul.

—¿Su hoja brillaba?

Emmanuel se detuvo a examinar con mayor atención la vaina y la espada que Gargano había retirado del agujero adonde habían arrojado a Casiopea, y reconoció enseguida a
Crucífera.

—¡Pero si es la espada de Morgennes!

—Y ahora es la de su hija —añadió Gargano señalando a Casiopea.

—¿Morgennes tenía una hija? —preguntó Emmanuel, sorprendido, observando el rostro tumefacto de la joven, marcado por una exposición demasiado prolongada al sol.

—¿Conocíais a Morgennes?

—Le conozco tanto como él me conoce a mí, ¡y nadie me conoce mejor que él! Incluso fui su escudero…

—También fue mi amigo.

—¡Y el míiio! —añadió Rufino resoplando ruidosamente.

—Pero, por la Virgen María, ¿por qué habláis de él en pasado? —les preguntó Emmanuel, que se había estremecido al pensar que podía haberle ocurrido una desgracia al hombre a quien siempre había considerado como un padre sustituto.

Gargano iba a responderle cuando un estertor resonó a su lado: Casiopea gemía para atraer su atención.

—¡Mi ahijada! Trata de decirnos algo —dijo Gargano, precipitándose hacia ella.

El gigante le levantó la cabeza y Emmanuel pegó su oreja contra la boca de la joven.

—Crucífera…
—murmuró.

—Está aquí —respondió Gargano—. En manos del noble y buen sire Emmanuel.

Casiopea miró a Emmanuel a través de sus párpados entreabiertos y le observó tan atentamente como pudo. Debido a la fatiga y a la oscuridad, creyó ver a Morgennes, con la espada en la mano.

—Papá —susurró.

—Delira —dijo Gargano—. Tenemos que apresurarnos y llevarla a un médico.

—¡Una tormenta de polvo! ¡Viene hacia nosotros…! —gritó de pronto Emmanuel.

—¡Tenemos que irnos de aquí!

—Pero ¿cómo? —dijo Rufino, preocupado—. Los tártaros se llevaron nuestras monturas.

Por toda respuesta, Gargano se limitó a sonreír. Con un formidable salto, alcanzó el refugio de los aires, llevando a Simón bajo un brazo y a Casiopea bajo el otro, a Emmanuel agarrado a su espalda y a Rufino en su alforja. No corría tan rápido como a la ida para no distanciarse del halcón, que les seguía volando.

—¿Adonde vamos? —inquirió Emmanuel.

—A Damasco.

—¡Pero allí está Saladino!

—Sí, pero también los mejores médicos del mundo.

Confiando en el destino, seguro de haber encontrado a unos excelentes compañeros, Emmanuel renunció a discutir. Se limitó a levantar las cejas, divertido, y volvió la cabeza, intrigado por saber qué ocurría a su espalda. La tormenta había alcanzado finalmente las tumbas de Simón y Casiopea. Resplandores de sables y caballos corveteantes se dibujaban en las trombas de polvo. Los tártaros estaban ciegos de ira. Uno de ellos, un hombre muy joven, apuntó su espada en dirección a la puerta de Hierro y juró vengarse.

Capítulo 38

Hay que dejar que los muertos duerman con los muertos.

En este mundo de iniquidad, no caigas presa de la pena.

Con el amigo de dulces labios y estatura de hada. Entrega tu corazón y bebe tu vino, no lances tu vida al viento…

Omar Jayyam,

Rubayat

Guyana de Saint-Pierre no podía creer lo que veía.

¡Casiopea estaba ahí, viva! Acariciando la frente de su hija, besándola tiernamente, le prodigó toda la ternura que había omitido darle durante casi veinte años.

«¡Gracias, Dios mío! ¡Sabía que Nâyif ibn Adid se equivocaba! —se decía recordando la campana de bronce que el jeque de los muhalliq le había mostrado—. ¿Por qué he esperado a estar en Damasco para abrazar a mi hija?»

Other books

El nazi perfecto by Martin Davidson
Manolito on the road by Elvira Lindo
Sixteen Small Deaths by Christopher J. Dwyer
Mrs. Jeffries Pinches the Post by Emily Brightwell
The Blue Light Project by Timothy Taylor
Texas Gothic by Clement-Moore, Rosemary