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Authors: David Camus
Año 1188. El rey musulmán Saladino acaba de conquistar Tierra Santa. Los reyes de Francia e Inglaterra preparan sus tropas para empezar la tercera cruzada. La bella Casiopea, una intrépida muchacha que se encuentra en Constantinopla, recibe una carta de su madre en la que le anuncia la muerte de su padre y la insta a reunirse con ella. La joven aventurera inicia un viaje que tiene como único objetivo dar sepultura cristiana a su padre y devolverle el honor. Una novela épica que funde recreaciones históricas y fantasía en la lucha entre el bien y el mal, la fe y la traición, el amor y el odio.
David Camus
Las siete puertas del Infierno
ePUB v1.1
jubosu20.12.11
Título original: Crucifère
Autor: David Camus
Primera edición: septiembre, 2011
© 2011, Random House Mondadori, S. A
ISBN: 9788425345616
Para Cath
Y caí como cae un cuerpo muerto.
Dante,
El Infierno
No morí, y no permanecí vivo: juzga por ti mismo, si tienes flor de inteligencia, en qué me convertí, sin muerte y sin vida.
Dante,
El Infierno
Lugar indeterminado, fecha indeterminada
Emmanuel se despertó cubierto de contusiones, con la espalda y los hombros magullados. No sentía los miembros, y su torso no era más que un dolor inmenso. Trató de lanzar un grito, pero no pudo articular ni un sonido. Quiso mover la cabeza, pero su cuello no le obedecía. Intentó empuñar su espada, pero no pudo levantar el brazo. «Si es que aún tengo uno…», pensó.
Miró alrededor.
«¿Dónde estoy?»
En la penumbra de una gruta, en la ribera de un río. ¿Sería el Aqueronte, el que atraviesan los muertos para entrar en el reino de las Sombras? Emmanuel se encontraba parcialmente en la orilla. Solo sus pantorrillas estaban sumergidas en el agua.
«¿Qué me ocurre, Dios mío? ¡No siento nada! No tengo ni frío ni calor, ni hambre ni sed, solo este dolor atroz…»
Trató de gritar pidiendo ayuda. En vano. Su lengua se mantenía pegada al paladar. «Calma —se dijo—. Intenta recordar lo que ha pasado…»
Cerró los ojos y se esforzó en rememorar lo que le había sucedido en las últimas horas. Vio a un misterioso caballero negro con el torso envuelto en cadenas, montado en un enorme corcel de color rojo. El caballero le amenazaba con su poderosa espada bastarda, e iba acompañado de monjes soldado que blandían lanzas y largas espadas.
«¡Los templarios blancos! Se habían aliado con los asesinos para…»
Pero su memoria no le era de ninguna ayuda. No conseguía concentrarse. De pronto, su corazón empezó a palpitar dolorosamente. Si hubiera podido, se habría llevado la mano al pecho, pero no consiguió mover ni siquiera un dedo. Al bajar los ojos, vio que estaba desnudo. «¿Dónde está mi armadura? ¿Y mi espada?»
Miró a derecha e izquierda, todo lo que su maltrecho cuerpo le permitía. «¿Dónde está mi caballo?» Al intentar atravesar con la mirada la oscuridad de la caverna donde yacía, entrevió un paisaje desolado. Una mezcla de ruinas, rocas desprendidas y palmeras rotas le rodeaba. En la luz sepulcral de la gruta, las palmeras parecían blancas. Sin duda eran árboles muy viejos que habían perdido el color con los años. ¿Acabaría también él así, tan pálido y seco como esos troncos descarnados? «El río me ha arrojado a la orilla, estoy en las puertas del infierno. Pero ¿qué he hecho para merecer este destino?»
Aguzando el oído, pudo oír cómo fluía el agua en medio de una calma absoluta que nada turbaba a excepción de su propia sangre, que palpitaba en sus sienes. «Al menos sigo con vida…» Al examinar con la mirada las construcciones derruidas, distinguió un montón de escombros ennegrecidos por las llamas, así como un resto de fachada y columnas desplomadas por todas partes. En el aire flotaba un olor a excrementos, polvo y humedad.
«¿Será esta gruta la guarida de un animal salvaje? ¡Tengo que salir de aquí cuanto antes!»
Percibió un roce impreciso justo detrás de él. Con el rabillo del ojo vio una mano que se acercaba a su frente. Una mano pequeña y muy vieja, toda arrugada, casi tan blanca como las palmeras. Parecía una araña con cinco patas.
«¡Por la Virgen María!»
La mano sostenía un paño humedecido en agua, que escurrió sobre su rostro. Unas gotas cayeron sobre su frente como una lluvia reconfortante.
«¡Oh, qué alivio! Gracias, seáis quien seáis.»
De nuevo la mano escurrió el paño. Emmanuel trató de abrir la boca, y, para su gran sorpresa, sus labios se entreabrieron y sintió en la lengua —«¡Alabado sea Dios!»— la caricia líquida.
Volvió a verse cayendo al río.
Una caída increíblemente larga, que duró varios latidos. Su caballo y él, unidos hasta el momento del impacto, se habían separado al chocar contra el agua. Prisionero de su cota de malla, Emmanuel se había hundido por su lado, mientras su montura se alejaba, arrastrada por las aguas teñidas de rojo.
Mientras se hundía en lo que aparentemente era un río sin fondo, Emmanuel había sentido que le sujetaban por los brazos y las piernas. «¿Nereidas?» Esas ninfas del mar tenían la reputación de haber salvado unas veces, y condenado otras, a muchos náufragos. «¡Santa Madre de Dios, a quien siempre he servido, me pongo en vuestras manos!»
Y unas manos —o unas poderosas corrientes marinas— le habían arrastrado río arriba por el al-Assi, ese extraño curso de agua que fluía al revés, del mar hacia la tierra. Con la boca y los pulmones llenos de agua salada, Emmanuel se había sentido zarandeado como un niño que acaba de nacer y pasa de mano en mano después de salir del vientre materno. Hasta el último momento había recitado en su mente: Ave Maria, gratia plena: Dominus tecum; benedicta tu in mulieribus…
Estas habían sido sus últimas palabras; o mejor dicho, sus últimos pensamientos. Al menos eso creía. Lo único que recordaba con certeza era que lo habían herido: en el muslo, con una lanzada, y en el brazo derecho, con dos virotes de ballesta. Por desgracia, el rostro de sus agresores se había borrado de su memoria. Apenas recordaba a un joven templario, de poco menos de veinte años. Un europeo. Sin duda un pardillo recién desembarcado en Tierra Santa ansioso por liquidar sarracenos. Un oriental de unos treinta años le acompañaba. ¿Un asesino? Sus ojos brillaban como dos brasas en medio de las cenizas; dos brasas que aún le quemaban. Pero lo que nunca olvidaría era el sonido del olifante que había oído resonar en la bruma; el sonido del cuerno que les había atraído, a él y a sus hermanos de armas, a una trampa mortal.
Emmanuel aspiró una bocanada de aire húmedo e hinchó el pecho. «Esto, al menos, aún funciona…»Volviendo la mirada hacia su brazo derecho, buscó las heridas causadas por los virotes. No vio más que dos gruesas cicatrices en forma de estrella. ¿Y su pierna? No la veía. Pero tenía la sensación de que también esta herida había cicatrizado.
«¡Mi muerte no te pertenece!», se oyó gritar al misterioso caballero negro. ¿Cómo se llamaba?
«¡Reinaldo de Châtillon!»
Había creído pronunciar el nombre, pero de su garganta solo había surgido un estertor. La mano volvió a acariciarle la frente.
«Gracias, gracias… —pensó de nuevo, como si el enigmático propietario de esa mano pudiera oírle—. Pero, por favor, decidme dónde estoy…»
La mano desapareció de su campo de visión, misteriosa, como si no perteneciera a nadie.
«¡No, por piedad! ¡No os vayáis! ¡Volved!»
Creyó percibir el sonido de un cuerpo desplazándose por la caverna, justo detrás de él. Algo increíblemente ligero se deslizaba sobre la piedra y podía oír el roce de una tela. No era un animal, y menos aún un animal salvaje. Debía de ser un hombre. Probablemente un ermitaño. Decían que había algunos en el desierto. Vivían en grutas, donde se alimentaban de insectos y bebían el agua de los cactus. ¿Sería uno de esos seres solitarios quien le había sacado del al-Assi y le había desnudado, cuidado y alimentado?
Le debía la vida. ¿Cómo podría agradecérselo?
«Para empezar, debería recuperar el uso de mis miembros… Luego tendría que salir de aquí y volver al Krak…»
La mano volvió. Esta vez Emmanuel la observó lo mejor que pudo. Era una mano pequeña, extremadamente fina. Casi una mano de niño. Tenía mugre incrustada en las uñas y era tan delgada que los huesos sobresalían. Hubiera dado cualquier cosa por ver qué aspecto tenía su dueño.
Luego una segunda mano, gemela de la primera, le abrió los labios y le hundió en la boca un objeto redondo y blando. ¡Un dátil! Temiendo tragarse el hueso, Emmanuel intentó escupirlo, pero enseguida se percató de que lo habían deshuesado. Resucitada por ese contacto, su lengua apretó el fruto contra el paladar, aplastó la pulpa, extrajo el jugo.
—Habladme —consiguió articular por fin, después de tragarse el dátil—. Decidme algo…
La mano le acarició, le puso un dedo sobre los labios y desapareció igual que había venido.
—¡Decidme dónde estoy! ¿Estoy muerto?
—No —susurró una voz extraña, parecida al rumor del viento en los árboles.
—¿Quién me habla? ¿Sois vos?
—¿Vos? —continuó la voz—. Pero ¿a quién os dirigís, caballero?
Emmanuel comprendió la incongruencia de su pregunta y la reformuló:
—A quien me cuida.
Se escuchó como un entrechocar de ramas.
—No soy yo —respondió la voz temblorosa.
—En ese caso, ¿con quién tengo el honor de hablar?
—Lo cierto es que también yo me lo pregunto a veces… Hace mucho tiempo, en otra vida, me llamaba Guillermo de Tiro. Pero ahora ya no tengo nombre.
—¿Guillermo de Tiro? ¿Sois vos, excelencia? —preguntó Emmanuel recuperando la esperanza.
Trató desesperadamente de volver el rostro en dirección a quien afirmaba ser el antiguo arzobispo de Tiro —cuando todo el mundo sabía que hacía varios años que había muerto—, y puso tanto empeño en ello que al final sus esfuerzos se vieron recompensados. Inclinó la cabeza hacia la derecha y vio un árbol muy hermoso, un sicómoro, medio camuflado en la oscuridad. Una forma envuelta en una tela se acurrucaba en el hueco que formaban sus raíces.
—Excelencia, ¿por qué os ocultáis?
Una cabeza coronada por unos horribles cabellos rígidos y secos, que parecían ramas de apio, emergió de debajo de la tela como una rata de su madriguera. Era una mujer, con unos ojos parecidos a granos de uva, hundidos en sus órbitas. La mujer no dijo nada, pero se arrastró hacia Emmanuel, que no pudo evitar un estremecimiento.