Las siete puertas del infierno (6 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Tiempo —refunfuñó Simón—. Siempre el tiempo… ¿Por qué no salta de alegría? Le ha costado una fortuna a Montferrat, y no es más que una piltrafa humana. Me extrañaría mucho que la madre de Josías se alegrara de verlo.

Casiopea miró a Simón directamente a los ojos.

—¿Y si me hubiera ocurrido a mí? ¿No te gustaría saberme libre, aun con la salud estragada, antes que agonizando en los calabozos del Vaticano?

—¡Yo nunca hubiera permitido que te encarcelaran!

—¿Crees que Fenicia o Josías tuvieron elección?

—Siempre se tiene elección.

—¿Así que tú elegiste dejar caer a mi padre en el infierno?

—A tu padre, no. ¡Al mío, sí! —replicó rabiosamente Simón, girando sobre sus talones.

Casiopea lo observó mientras se alejaba para echar una mano a los marineros, que levaban anclas y hacían girar los timones para volver a descender por el Tíber hacia el Mediterráneo.

Capítulo 8

Pedro Damián dice también que san Odilón descubrió que junto al volcán de Sicilia a menudo se oían las voces y los aullidos de los demonios que se lamentaban de que las almas de los difuntos les fueran arrancadas de las manos por las limosnas y las plegarias.

Jacobo de la Vorágine,

La leyenda dorada

A pesar de todo, Casiopea estaba segura de que habían tomado la decisión correcta. Arrancar a Chefalitione de los calabozos papales era tal vez la primera de las numerosas pruebas que tendría que superar para salvar a su padre. ¿Acaso al sacrificar su tesoro de guerra, Montferrat no había obedecido a Jesús? ¿No decía este: «Felices los pobres, porque suyo será el reino de los cielos»? ¿No había explicado muchas veces que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara en el paraíso?

Con los brazos cruzados sobre el pecho, de cara al viento marino y a la oscuridad de la noche, Casiopea tenía ganas de reír. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía llena de alegría; un fuego le calentaba el pecho.

El viento soplaba con fuerza y las salpicaduras de las olas barrían los puentes, pero Casiopea no se preocupaba por ello. Se sentía colmada. Tenía deseos de dar gracias al mar y de abrazar al viento. De dejarse azotar por las frías aguas que se estrellaban contra La Stella di Dio. Sentía ganas de gritar, de dar gracias a Dios. ¡Encontraría a su padre! Estaba convencida. No sabía dónde ni cuándo, pero sabía que le encontraría y que podrían abrazarse y hablarse. Luego retomaría la redacción de su Continuación y fin de Perceval, para plasmar en ella la historia del mejor caballero del mundo.

De pronto se le ocurrió que Chefalitione podía necesitarla, así que abandonó el puente principal y se dirigió hacia la popa del barco, donde se encontraba la cabina del capitán.

Después de haber llamado a la puerta sin recibir respuesta, ya se disponía a irse cuando una voz débil inquirió:

—¿Quién va?

—Soy yo, Casiopea. Nos conocimos en…

—Me acuerdo muy bien de vos —susurró Chefalitione—. Pasad, por favor.

Casiopea abrió la puerta y entró en una cabina atiborrada de libros, portulanos e instrumentos de navegación: astrolabio marino, esferas armilares… En una alcoba, en una cama individual, descansaba Chefalitione. Parecía encontrarse algo mejor, pero todavía era incapaz de levantarse solo.

—¿Cómo os sentís? —preguntó Casiopea tomándole la mano.

—Mejor, gracias a vos —susurró Chefalitione.

Estaba tan cansado que se le cerraban los ojos sin que pudiera evitarlo.

—Deberíais agradecérselo sobre todo al marqués de Montferrat. Fue él quien pagó vuestro rescate.

—No dejaré de hacerlo… —dijo el capitán cerrando los ojos del todo.

Se había dormido. Casiopea le miró. Con la cabeza apoyada sobre la almohada, parecía un niño. A pesar de su barba y sus largos cabellos grises, su rostro tenía algo de ingenuo.

Los días siguientes, mientras navegaban a lo largo de la costa de Italia, Casiopea adquirió la costumbre de llevarle un cuenco de sopa y algo de pan. Cuando se dormía, agotado, ella permanecía a su lado. Una mañana, un marinero le dijo que el capitán se encontraba mejor y deseaba hablar con ella. «Quiere daros las gracias por haber velado por él.»

Casiopea le encontró sentado en su cama comiendo, rodeado de pergaminos. Eran cartas marinas.

—Capitán…

Chefalitione miró a Casiopea con una amplia sonrisa dibujada en el rostro.

—¿Sabíais que esta nave se llamaba simplemente La Stella en otro tiempo? —le preguntó.

—Sí. Es realmente magnífica.

—¿Os habéis fijado en lo bien aparejada que está? ¿Sabéis con cuántos timones cuenta?

—Con tres.

—Al menos os habéis fijado en ello. Pero eso no es todo…

Casiopea se sentía feliz de ver que se encontraba mejor. Al hablar de su nave, Chefalitione parecía revivir. Una llamita se encendía en el fondo de sus ojos y sus manos se ponían a bailar. El capitán apartó una de sus mantas.

—¡Estoy faltando a todos mis deberes! —dijo a Casiopea—. En tanto que capitán, debo mostraros el barco.

—Deberíais descansar…

—¡Pamplinas!

Antes de que Casiopea tuviera tiempo de ofrecerle su ayuda, el capitán ya se había incorporado para ponerse, por encima del camisón, unas calzas de tela gruesa y calzarse luego unas grandes botas de marino.

—¡No deberíais levantaros!

Pero Chefalitione no la escuchaba, concentrado en vestirse para regresar a su barco y a su puesto de capitán.

—¡Estoy de vuelta! —exclamó.

Por sorprendente que pareciera, Tommaso Chefalitione volvía a tomar forma humana. Como si, al modo de Anteo, que recuperaba fuerzas cuando tocaba la tierra, renaciera cuando estaba a bordo de La Stella di Dio.

—Esta nave tiene un alma, ¿sabéis?

Rozó una de las paredes de su cabina, y La Stella di Dio emitió un crujido sordo, como reaccionando a su caricia.

—Dirigía mis oraciones a María —prosiguió a media voz—. Le pedía, no que me salvara a mí, sino que salvara a mi querida Fenicia.

—Pronto volveréis a verla y podréis casaros.

El capitán sacudió la cabeza.

—No, no enseguida…

Chefalitione se sentía en deuda con ella y con el marqués de Montferrat, que le había contado la historia de Casiopea.

—Es verdad —explicó— que he recuperado mi barco y su tripulación; pero debo conduciros a buen puerto y luego hacer todo lo que esté en mi mano para ayudaros en vuestras respectivas misiones. Vos, la de salvar a vuestro padre, y el marqués, la de salvar a Tierra Santa de las hordas de Saladino. En cuanto sea posible, enviaré un correo a Fenicia para avisarla. Pero, por el momento, vamos rumbo a Tiro… ¿A menos que prefiráis desembarcar antes?

—¿Desembarcar antes? ¿Por qué razón?

El capitán esbozó una sonrisa enigmática y respondió como si fuera la cosa más evidente del mundo.

—Pues para ir a los infiernos…

Después de cubrirse con un jubón, mostró a Casiopea las numerosas cartas marinas que se apilaban sobre su cama y su escritorio.

—¡Ahí tengo todo el Mediterráneo y todos los ríos que fluyen en la superficie y bajo la tierra! Todo lo que puede navegarse está representado en una u otra de estas cartas, heredadas de una colección iniciada por mi augusto antepasado, el incomparable poeta Virgilio. ¡Esta es mi pasión! ¿Os he dicho que coleccionaba portulanos? ¿Astrolabios? ¿Clepsidras? ¿Todo lo que puede ayudar a situarse en el espacio y el tiempo?

Sin darle apenas tiempo a responder, Chefalitione continuó:

—Comprenderéis, pues, cuan grande fue mi angustia al verme privado de ellos en los calabozos del Vaticano. Ya no sabía ni dónde estaba ni qué día era; había perdido el sentido de la orientación a causa de la oscuridad permanente en que me encontraba sumido.

Clavando en ella dos ojos inyectados en sangre, el capitán prosiguió:

—Con La Stella di Dio, sueño con dar la vuelta al globo. ¡Una hazaña que nadie ha realizado hasta ahora! ¡Surcarlo a lo largo y a lo ancho, en todas direcciones y bajo todas las latitudes!

Sus ojos relampagueaban, revivía. Con el corazón palpitante de emoción, Casiopea le vio revolver en su montaña de cartas marinas en busca de un documento. Finalmente extrajo de debajo de una pila de manuscritos un pergamino enrollado. A juzgar por su aspecto, era muy antiguo. Unas manchas marronosas lo hacían casi ilegible, pero colocándolo ante la lámpara que ardía en el techo de su cabina, Chefalitione hizo aparecer sobre él nueve lúgubres puntos negros del tamaño de una uña.

—Tanto si lo creéis como si no, este es el mapa de los infiernos. O mejor dicho, de las puertas del infierno…

El capitán lo tendió a Casiopea y volvió a concentrarse en el examen de sus documentos hasta que encontró un nuevo pergamino.

—Y este es el del reino de las Sombras —dijo mostrándoselo—. Ved cómo pueden distinguirse en él las tres principales regiones infernales: el Erebo, el Tártaro y los Campos Elíseos…

Casiopea vio tres zonas coloreadas de naranja y de rojo recorridas por venas que parecían ríos. Acercó el dedo para tocarlo, pero lo apartó enseguida por miedo a dañarlo.

—¡No temáis! —le dijo Chefalitione—. ¡Este mapa ha pasado por pruebas más duras!

Y para probárselo, lo acercó a la lámpara y llegó incluso a ponerlo en contacto con la llama. Casiopea creyó que el pergamino iba a arder, pero no ocurrió nada. Al contrario, parecía agradarle el contacto con el fuego.

—Observad cómo reacciona al calor… —dijo el capitán.

Ante los ojos sorprendidos de Casiopea, las líneas se pusieron a brillar y adoptaron un bonito tono pardo con reflejos dorados.

—Son los cinco ríos del infierno. Separan el reino de las Sombras del de los vivos. Mejor que los barrotes de una prisión, impiden que los muertos vuelvan a la tierra.

Con la punta del índice acarició uno de los ríos que serpenteaban por el mapa.

—El Aqueronte, llamado también «río de la Aflicción». Es el primer río de los infiernos, el que Caronte ayuda a atravesar si el viajero tiene con qué pagar.

—¿Y si no?

—Si no, errará por sus orillas eternamente. Luego está el Corito, el «río de los Lamentos». Se dice que sus aguas están formadas por las lágrimas de los ladrones y los asesinos, por el llanto de los malvados.

Casiopea tragó saliva, mirando el mapa con los ojos muy abiertos.

—Y este es el Flegetonte —prosiguió Chefalitione mostrándole un trazo rutilante—. Un afluente del Aqueronte. Se dice que es un río de llamas y que su fuente se encuentra en la región de Nápoles, en los Campos Flégreos.

—¿Nápoles? Eso está muy cerca de aquí…

Chefalitione levantó los ojos de su mapa y miró a Casiopea.

—Está a solo dos días de navegación. Y si estos mapas son correctos, llegaríais al infierno directamente, sin necesidad de pasar por el Pozo de las Almas. ¡Lo que os ahorraría varios meses de viaje!

El rostro de Chefalitione se ensombreció.

—Sin embargo, debo poneros en guardia —añadió el capitán—. Si conseguís llegar a los infiernos, prometedme que nunca os acercaréis a este río…

Le mostró con el dedo uno de los cinco ríos que surcaban la carta.

—¿Es el Estigia?

—No. El Leteo. El río del olvido, en el que los muertos están obligados a beber para olvidar su vida pasada. Si por desgracia bebieseis en él, ¡os condenaríais a errar por los infiernos por toda la eternidad!

—Os prometo que me mantendré apartada de ese río —dijo Casiopea—. Pero habladme un poco más de esos Campos Flégreos.

Chefalitione inclinó la cabeza con aire docto.

—Si hay que creer a mi antepasado Virgilio, cuyos relatos arrullaron mi infancia, dos de las nueve puertas de los infiernos se encuentran en ellos; aunque, como decía el poeta, «todos los caminos conducen al infierno». Estas puertas estarían situadas en la Campania, en las inmediaciones del Vesubio. Y una de ellas se encontraría muy cerca del Averno, en los pantanos del Aqueronte…

—¿El Averno? ¿No es ese lago al fondo del cual descendió Eneas, guiado por la sibila de Cumas, para ir en busca de su padre a los infiernos?

—Sí. Pero este paso es impracticable, dada la imposibilidad de respirar bajo el agua. De modo que deberemos buscar en otra parte, concretamente cerca de los volcanes. No por nada los italianos los llaman las «citas del Diablo» o las «bocas de los Infiernos». Sin duda recogieron estas informaciones de los antiguos griegos, que por su parte situaban la entrada del reino de Hades al sur de las llanuras del Peloponeso, en una gruta de la zona del Ténaro… Por ella descendieron a los infiernos Heracles y Orfeo; uno para traer al Cerbero, y el otro la dríada de la que estaba enamorado.

Casiopea conocía perfectamente esa historia por haberla leído y releído en la biblioteca de la abadía donde había pasado su infancia. Eurídice era una ninfa protectora de los árboles de la que Orfeo, un gran poeta y un gran músico, estaba locamente enamorado. Cuando Eurídice murió, de una mordedura de serpiente, Orfeo se dirigió a los infiernos para arrancarla de ellos. Una vez llegado al reino de las Sombras, tocó su lira para seducir a Caronte, y luego a Cerbero, y conseguir que le autorizaran a pasar. Cuando llegó ante Hades y Perséfone, los señores de esos lugares, volvió a tocar, y una vez más obtuvo de ellos lo que quería, que le permitieran llevar a Eurídice al mundo de los vivos…

—Por desgracia —explicó Casiopea—, cuando la luz del día iluminó el túnel por el que ascendían, Orfeo se volvió hacia Eurídice para ver si le seguía…

—Lo que le había prohibido terminantemente Perséfone.

—Apenas tuvo tiempo de entrever su rostro, y ya había vuelto a convertirse en sombra y se encontraba de nuevo prisionera en los infiernos, para siempre jamás.

Callaron, meditando sobre el sentido de esa historia.

—Venid —dijo Chefalitione al cabo de un momento—. Lo prometido es deuda; ¡os llevaré a visitar mi nave!

Casiopea ofreció su brazo al capitán, que se sujetó a él. A pesar de encontrarse de nuevo en su nave, aún no se sentía con fuerzas para volver a tomar el mando y recorrer los puentes sin ayuda.

La bandera con la calavera chasqueaba al viento del atardecer como unos dientes castañeteando. Los marineros se afanaban a babor y a estribor, y todos redoblaron sus esfuerzos cuando su capitán apareció del brazo de Casiopea. Se escucharon pitidos y se lanzaron órdenes. Los hombres se erguían, hinchaban el pecho, y parecía que incluso La Stella di Dio hendía la espuma con renovado ardor.

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