Las siete puertas del infierno (8 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—He sido yo quien les ha dicho que no vinieran.

—No estaban obligados a hacerte caso.

—Cada uno debe seguir su propio camino.

—En cualquier caso, el hecho es que yo estoy aquí y ellos no —insistió Simón secándose la frente.

—Me alegro de que estés aquí —respondió ella, pensando que, aunque efectivamente era un compañero, no era, tal vez, el compañero ideal.

«Pero ¿quién podría serlo?»

El sendero por el que ascendían tosiendo se bifurcó, dejando a su derecha uno de los conos del volcán. Luego el suelo cambió. Las piedras dieron paso a agónicas coladas de lava de las que escapaban múltiples penachos de humo. En algunos lugares, intumescencias de un rojo anaranjado eran indicio de tensiones ocultas de las que era mejor mantenerse apartado, tensiones como las que inflamaban súbitamente algún arbusto escapado milagrosamente de las primeras cóleras del volcán.

De pronto, un rugido sordo les hizo levantar la cabeza. Creyeron que era una tormenta, pero el siguiente les hizo comprender que se habían equivocado. Aquello procedía de abajo. «Los clamores de la tierra… —pensó Casiopea—. El diablo siente mi presencia…»

De nuevo desenvainó a Crucífera, y de nuevo la hoja conservó su color de metal. Entonces desplegó el mapa de Chefalitione, con el objeto de hallar una referencia.

—Creo que la entrada que buscamos no está lejos —dijo.

Simón no respondió; se limitó a asentir con la cabeza mientras continuaba avanzando pesadamente.

Ya habían ascendido hasta más de la mitad de la altura del volcán y se encontraban rodeados de nubes. Nevaba cenizas que lo cubrían todo de gris. Casiopea y Simón parecían dos seres minerales, dos pobres almas de piedra que volvían gimiendo al vientre de donde habían surgido. El viento soplaba desde el mar haciendo llegar hasta ellos clamores de oleaje, gritos de pájaros marinos… «¿Qué hago aquí? —se preguntó Casiopea—. ¿Tengo siquiera derecho a arrastrar conmigo a Simón? El marino tenía razón. Estoy completamente loca…»

—¿Estás segura de que podremos pasar? —inquirió Simón—. ¿No hay que pagar por ello? Algo, no sé…

—Tal vez, tal vez… —respondió ella, protegiéndose la boca detrás de un pañuelo.

Casiopea empezaba a dudar. «No será así como encontraré a mi padre. Esta puerta de los infiernos es inaccesible. Tengo que encontrar otra. Después de todo hay nueve. Tengo que…»

Recordó que Eneas, antes de que se le autorizara a entrar en el reino de los muertos, había tenido que cumplir ciertos ritos propiciatorios. Para ganarse los favores de los dioses, se había visto obligado a coger el ramo de oro.

«¿Y yo? ¿Qué tipo de ramo de oro debería procurarme?»

Al escrutar a su alrededor, solo vio montones de cenizas envueltas en niebla. A su lado, Simón no era más que un fantasma resollante que no dejaba de toser; sabía que ella misma debía de parecer un espectro.

—Volvamos —dijo en voz muy baja, como si no quisiera que la oyeran.

—De acuerdo —asintió Simón bajando los ojos.

De pronto avergonzada, no solo por ella sino también por Simón, Casiopea rectificó:

—Quiero decir que vuelvas tú. Yo continúo. Es demasiado arriesgado para ti…

Pero sabía que, si acababa su explicación de ese modo, él no querría abandonarla. «¿Realmente tengo necesidad de él hasta este punto?»

—Ni hablar —resopló Simón mirándola fijamente—. Me quedo contigo. Hasta el final…

Casiopea tragó saliva, con gusto a ceniza, y siguió caminando al azar en la bruma. Finalmente alcanzaron la boca del volcán, que exhalaba un aliento infernal.

—Ya hemos llegado —dijo.

Una vez más sacó la espada de su funda. Seguía sin brillar. «Crucífera, Crucífera…, ¿cómo puedes decirnos que no hay ningún peligro cuando los infiernos están a dos pasos?»

Desesperada, bajó la vista. El cráter no estaba iluminado desde arriba sino desde abajo. Había fuegos que ardían al azar en sus flancos, que descendían como un embudo hacia el fondo, donde palpitaba un brasero, un ojo de lava incandescente que les desafiaba a que se acercaran.

Casiopea tenía tanto calor que se quitó la chaqueta antes de iniciar el descenso. Detrás de ella Simón no se había movido. Tenía el rostro como la grana y sus ropas humeaban.

—¿Vienes? —le preguntó.

Él no respondió. Un silencio elocuente hablaba por su miedo.

—Como quieras.

Casiopea encontró una zona menos abrupta que las otras para descender al cráter, y empezó a aproximarse al ojo que brillaba al fondo del precipicio. Su frente estaba cubierta de hollín y surcada de sudor. Nunca se había sentido tan mugrienta como en ese momento. A pesar de su miedo, de su temor a morir sin haber visto de nuevo a su padre, siguió avanzando. En torno a ella el aire vibraba bajo el efecto del calor y en algunos lugares parecía consumirse cuando la tierra se abría para vomitar una llama. En dos ocasiones el fuego estuvo a punto de alcanzarla. Para su gran sorpresa, y cuando había descendido tanto que ya no veía a Simón, se dio cuenta de que la lava había adoptado un tono azulado, orlado de corrientes amarillas y anaranjadas. Luego se escuchó un silbido, tan fuerte que tuvo que taparse los oídos. Ahí, ante ella, los vapores ascendían siseando hacia los cielos, como murallas mefíticas que cerraban las puertas de los infiernos.

«Qué importa —se dijo Casiopea—. ¡Pasaré!» Adelantó la mano, pero se quemó a pesar del guante. Aquello casi la sorprendió. Habitualmente resistía bien el calor. Un nuevo silbido. Se volvió y vio otros vapores que convergían hacia ella, compactos y amenazadores. Presa del pánico, buscó a quien pedir auxilio, y el único nombre que le vino a la mente fue el de su compañero.

—¡Simón!

Quiso desenvainar su espada; sujetó la empuñadura, pero volvió a quemarse. Crucífera ardía tanto que no podía sostenerla. Casiopea empezaba a asfixiarse. El humo le picaba en los ojos y hacía tanto calor que una de sus mangas se inflamó. La apagó con el guante, preguntándose si no iba a morir como su padre. Miró a derecha e izquierda, como un animal sorprendido en una trampa que no tiene más salida que caer víctima de su predador.

Examinó una vez más el fondo del precipicio y creyó ver en él la boca de un dragón inmenso que se disponía a soplar. Estuvo a punto de perder el sentido, creyó que se desvanecería de terror, pero un grito en los cielos hizo que recuperara el valor. Su halcón velaba por ella.

Después de enjugarse la frente, decidió dar media vuelta; pero, por desgracia, el terreno por donde había bajado se había transformado en un caos de lavas atormentadas, de serpientes ardientes que se entremezclaban.

Pensó en el abismo que se extendía bajo ella, y se dijo que descendiendo a la garganta del dragón solo conseguiría hacerse devorar. Recordó cómo había muerto Plinio, mientras el Vesubio arrasaba Herculano y Pompeya, y pensó que haría mejor en buscar otra puerta de los infiernos.

—¡Casiopea! —gritó una voz.

Era Simón. Nunca se había sentido tan feliz de oírle.

—¡Sí! —dijo tosiendo.

—¿Dónde estás?

—¡Por aquí!

Agitó el brazo, como si él pudiera verla, y, a pesar de las lágrimas que le nublaban la vista, escrutó las brumas desde donde Simón había gritado. Entornando los ojos, creyó discernir entonces una forma a caballo, algo imposible en aquellos lugares. Su corazón se puso a palpitar desbocado, y avanzó, casi a pesar suyo, en dirección al extraño jinete.

—¿Taqi?

El nombre escapó de sus labios, y sin preocuparse de los vapores tórridos y las coladas de lava que querían obstaculizarle el paso, Casiopea corrió hacia Taqi ad-Din, su primo adorado, que había seguido a Morgennes a los infiernos.

—¡Taqi!

La forma se precisó, cobró densidad. Sobre su caballo encabritado, empuñando su espada, Taqi estaba ahí no sabía por qué milagro.

—¡Taqi!

—¡Casiopea!

Simón emergió de la bruma ante ella y la sostuvo en brazos en el mismo momento en que iba a desplomarse.

El fuego estaba en él

Capítulo 10

Hay que ahuyentar y vencer este miedo al Aqueronte, que, penetrando hasta lo más profundo del hombre, introduce la confusión en su vida y la tiñe toda con la negritud de la muerte.

Lucrecio,

De natura rerum

—¿Dónde estoy? —preguntó Casiopea al despertarse.

—A bordo de La Stella di Dio —le respondió una voz que le costó reconocer.

Sus ojos se acostumbraron poco a poco a la penumbra, y distinguió a Simón, inclinado sobre ella.

—Todo va bien —le dijo.

Acercó la mano para acariciarla, pero ella volvió la cabeza. «Sueño en un nido de llamas…»

—¿Qué dices?

—Nada.

Cerró los ojos y volvió a ver las imágenes que habían poblado sus pesadillas. «Vivos y muertos atormentados por los muertos, círculos de llamas y pozos de fuego, cuchillos de fuego, chispas, almas, y todo un paisaje ardiendo, valles, ríos, montañas y bosques, árboles y plantas inflamados, casas devoradas por las llamas, carbones ardientes, muros, fosos, monstruos que escupen fuego, cóleras de agua hirviente, sombras sin sepultura…»

—No fue enterrado —suspiró.

—¿De quién hablas?

—De mi padre.

—Ve con cuidado —dijo Simón—, no vayas a transformarte en Antígona. No olvides que a fuerza de querer enterrar a su hermano a cualquier precio provocó su desgracia y la de los suyos.

—¿Y de quién voy a provocar la desgracia yo?

Simón apretó los labios y decidió cambiar de tema.

—Me alegro de ver que te encuentras mejor. Te has recuperado sorprendentemente bien. Faltó poco para que no salieras de esta. Si no me hubieras llamado…

—¿De modo que fuiste tú? ¡Estaba convencida de que era Taqi!

—¿Taqi?

—A caballo, en el volcán.

—Delirabas.

Casiopea cerró los ojos. Sí, era evidente.

—Supongo que tienes razón.

—Sufriste graves quemaduras. No sé cómo pudiste llegar tan lejos en el interior del cráter. Hace tres semanas que divagas. Tres semanas desde que abandonamos Nápoles. De modo que cuando Chefalitione propuso ir a ver el Etna, donde, según él, se encontraba otra puerta de los infiernos, le dije…

—No.

—Efectivamente, me negué.

—Hiciste bien.

Simón inclinó la cabeza pensativamente.

—Te curé con ayuda de los ungüentos que nos dio Guillermo de Tiro en el oasis de las Cenobitas —dijo señalando una serie de frasquitos de colores que se encontraban en un rincón de la cabina.

—Sabía que acabarían por ser útiles —dijo ella.

—Puede decirse incluso que te han salvado la vida.

—Quiero ir a Jerusalén. Tengo que encontrar el cuerpo de mi padre y enterrarlo. Debo…

La cabeza empezó a darle vueltas.

—Nunca deberíamos haber ido al Vesubio —dijo Simón—. Hubiéramos podido matarnos… ¡Todo por culpa de Chefalitione y sus malditos mapas! Fue un error garrafal. ¡En realidad habría que quemar esos documentos!

—Resisten al fuego —dijo Casiopea sonriendo—. No olvides que están hechos para guiar a los viajeros de los infiernos.

—¿De verdad? Me gustaría verlo…

Casiopea miró a derecha e izquierda, para ver dónde estaba el mapa que Chefalitione le había dado.

—Si buscas tu mapa, se lo he devuelto a su propietario… —la informó Simón.

—Hubiera podido ser útil. Hay nueve puertas de los infiernos; nosotros solo hemos probado una —dijo incorporándose sobre un codo.

Una punzada de dolor recorrió su cuerpo, pero se esforzó en hacer caso omiso y aguzó el oído.

—¿Oyes eso?

Olas rompiendo contra el casco de La Stella di Dio, chirridos del barco, voces de los marineros llamándose de un puente a otro. El grito de una primera ave marina. De una segunda. Y luego de una tercera.

—¿Nos acercamos a tierra?

—Sí. Tiro no está lejos.

—Quiero verla. Salgamos.

—No estás en condiciones de hacerlo.

—¡Sí lo estoy!

Se miraron, pensando en todas las pruebas por las que habían atravesado. Primero el feudo de los asesinos, luego el castillo de La Fève. A continuación una larga travesía por el desierto, y después el oasis de las Cenobitas. El descubrimiento de la Vera Cruz, seguido del retorno al Krak de los Caballeros. Y, finalmente, el asedio de Jerusalén, con Saladino. Al término de este, Morgennes se había precipitado a los infiernos, en el curso de un impresionante combate. Y ahora el Vesubio… El destino les había unido, pero parecía que sus caminos debían separarse. O esa era al menos la impresión que tenía Casiopea, que, escoltada por Simón, hizo su aparición en el castillo de proa de La Stella di Dio.

Desde la nave se avistaba el puerto de Tiro, cuyas aguas estaban extrañamente tranquilas.

—Demasiado tranquilas —comentó Montferrat acariciándose la barba.

Desde el castillo de popa, Chefalitione dio orden de amainar las velas.

—Me alegro de volver a veros —dijo Montferrat a Casiopea—. ¿Cómo os sentís?

—Bien.

La Stella di Dio redujo la marcha.

Chefalitione bajó a reunirse con ellos y se acercó a besar la mano de Casiopea.

—Gentil señora, no puedo deciros hasta qué punto lamento lo sucedido. Si hubiera sabido para qué servirían esos mapas, mi antepasado Virgilio jamás habría empezado a coleccionarlos. De hecho, me estoy planteando vender mi colección.

—¡Sobre todo no se os ocurra hacerlo! —respondió Casiopea—. ¡La próxima vez que explore un volcán esperaré a que no haya ninguna erupción!

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