Las siete puertas del infierno (9 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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El capitán la saludó y balbució mil excusas, antes de volver junto al piloto del barco.

Todos tenían los ojos clavados en la ciudad, con sus riberas bajas que se perdían en la bruma, sus blancas murallas y la estrecha entrada del puerto defendida por dos torres. Desde el lugar donde se encontraban no se distinguía ninguna embarcación, pero eso no significaba en absoluto que no estuvieran allí.

—La ciudad fue construida de modo que pudiera observarse el mar desde la entrada del puerto, sin que desde el mar pudiera verse el interior. Los musulmanes, ¡que Dios los confunda!, podrían muy bien estar emboscados en él —explicó el marqués de Montferrat.

—Y nosotros no lo sabremos hasta que hayamos entrado —señaló Simón.

—Además —añadió Montferrat—, la entrada del puerto solo tiene setenta pies de ancho, lo que es poco para maniobrar. Y se puede cerrar fácilmente con una cadena. Si el enemigo se ha apoderado de la ciudad, nos arriesgamos a meternos en una trampa.

—Todo está tan tranquilo… —dijo Casiopea—. Ni un vigía en las murallas, ni un soldado haciendo la ronda. Solo esos muros almenados, en los que se intercalan torres y terrazas.

—¿Qué opináis? ¿Debemos acercarnos o no?

—Si es una trampa, nos habrán visto —dijo Simón.

—Si todo está en orden, deberíamos tranquilizarles —añadió Casiopea.

—¡Debemos pensar en nosotros!

—¡Debemos pensar en ellos!

—Calma —atajó el marqués de Montferrat—. Ya sé lo que hay que hacer… ¡Baja la bandera con la calavera e iza el escudo! —ordenó volviéndose hacia el grumete.

El muchacho corrió a ejecutar la orden. El pabellón de la calavera fue arriado y un escudo adornado con una enorme cruz roja fue izado a lo alto del mástil, para indicar que sus intenciones no eran belicosas.

—Y si la ciudad es musulmana, ¿qué haremos? —preguntó Simón.

Montferrat le miró, rascándose la barba.

—Tengo una idea —dijo Casiopea.

Montferrat le sonrió.

—¿Ya os he dicho que me alegraba de volver a veros?

Ella le devolvió la sonrisa y tendió el puño hacia el cielo. Casi al instante, su halcón se posó en él. Casiopea le habló al oído, muy flojito, murmurándole palabras que ni Montferrat ni Simón llegaron a comprender. Pero ¿eran realmente comprensibles? Ninguno de los dos hubiera sabido decirlo. Luego el ave alzó súbitamente el vuelo para alcanzar la zona del cielo en la vertical de la ciudad.

—Gracias a él sabremos si podemos acercarnos —murmuró Casiopea.

—Los lazos que os unen a ese pájaro siempre me sorprenderán —dijo Montferrat sonriendo.

—Y a mí —añadió Simón en tono amargo.

«¿Acaso estás celoso?», pensó Casiopea; pero se guardó bien de preguntárselo, especialmente delante de Conrado de Montferrat, y se contentó con observar a su halcón sin decir palabra.

Así, al modo de Noé, que había lanzado cuervos y palomas desde el arca para saber si las aguas del diluvio por fin habían bajado, la tripulación de La Stella di Dio se encomendaba a un ave para saber si Tiro estaba o no en manos del enemigo. Porque después de la partida de Montferrat, seis meses atrás, la situación de los francos en Tierra Santa se había deteriorado enormemente. Según las últimas informaciones, los cristianos solo poseían ya dos plazas fuertes importantes, Marqab y el Krak de los Caballeros, y un puñado de ciudades, entre las cuales se contaban Antioquía, Trípoli y Tiro, que el marqués de Montferrat había salvado, por así decirlo, en el último instante. Pero ¿quién podía asegurarles que en su ausencia no se había vuelto musulmana toda Tierra Santa? Tal vez Tiro hubiera caído.

Y con ella la base desde la que poder lanzar la contraofensiva que permitiría recuperar Jerusalén.

Montferrat se sentía personalmente responsable de la suerte de Tiro. Cuando entró en ella, en mitad del verano de 1187, la ciudad ya estaba a punto de rendirse. ¿Quién sabía si no había cedido ante los musulmanes, que la rodeaban con sus tropas?

Desgranando en su cabeza los segundos que habían transcurrido desde que su halcón había alzado el vuelo, Casiopea espiaba el cielo sobre Tiro.

—¡Ahí está! —gritó de pronto.

Todos levantaron los ojos, y vieron una mancha azul que descendía en picado hacia ellos.

—Perfecto —dijo Casiopea más tranquila—. Podemos ir…

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Montferrat—. El pájaro ni siquiera ha gritado.

—Para indicarnos que debíamos partir, hubiera dibujado un círculo. En cambio ha volado en picado, señal de que debemos darnos prisa…

—Pues ¡apresurémonos!

En el castillo de popa del barco resonó un pitido, y Chefalitione empezó a lanzar órdenes en todas direcciones.

—¡Izad las velas! ¡Sacad los remos! ¡Os quiero a todos en la maniobra, como si el mar fuera a retirarse!

No había acabado de decirlo y la tripulación ya le obedecía, uniendo esfuerzos para dirigirse a la que el maestro de Josías, su predecesor en el trono de arzobispo de la magnífica ciudad, acostumbraba a llamar «la ilustre metrópoli de Tiro».

Capítulo 11

Es una ciudad tan bien fortificada que se habla de ella proverbialmente.

Una ciudad que se niega a obedecer o a someterse a quien quiere tomarla.

Ibn Gubayr,

A través del Oriente

Tiro, Marzo de 1.188

Tiro se disponía a capitular.

Después de haber sido conquistada en una primera ocasión por Alejandro Magno, en 332 a. de C, la orgullosa y supuestamente indomable Tiro tenía intención ahora de rendirse a Saladino. Las banderas negras de los ayubíes ya habían sido acogidas en el interior de la ciudad, y allí las descubrió Conrado mientras La Stella di Dio entraba en el puerto.

Dos soldados —dos francos— subían por la estrecha escalera exterior que conducía del puerto a lo alto de las murallas, al camino de ronda, cargando sobre sus hombros con el peso, sobre todo moral, de dos banderas negras.

—¡Eh, vosotros! —les gritó Conrado desde el puente—. ¡Deteneos!

Los soldados le miraron sin reconocerle y siguieron subiendo.

Conrado dio rienda suelta a su cólera.

—¡Si os atrapo, os cortaré a tiras y luego os haré freír!

Los soldados aflojaron el paso, dudando sobre el comportamiento que debían adoptar. En todo caso, lo que estaba claro era que no tenían ninguna gana de convertirse en objeto de las iras de un individuo que ni siquiera había esperado a que su barco estuviera convenientemente amarrado para saltar al muelle y correr tras ellos.

—¡Soy el marqués de Montferrat, señor de esta ciudad!

Sorprendidos, los soldados se miraron y luego se detuvieron al mismo tiempo.

—Señor…

Conrado subió corriendo hasta ellos.

—¿Qué significa esto? —chilló, señalando sus estandartes.

Avergonzados, los soldados no supieron qué responder.

—¡Arrojadlos inmediatamente a la fosa! —ordenó Montferrat cuando uno de ellos finalmente se disponía a abrir la boca.

—Pero Saladino…

Conrado de Montferrat hizo el gesto de desenvainar su espada, de modo que, atrapados entre esas dos tempestades humanas, los soldados se resignaron a obedecer a aquella cuyos rayos crepitaban más cerca de sus cráneos.

Y así fue como las nobles banderas de los ayubíes, en lugar de ser izadas en lo más alto de la ciudad, fueron lanzadas a la fosa.

La Stella di Dio acababa de amarrar por fin y los dos soldados francos habían vuelto a bajar de la muralla con Conrado de Montferrat cuando una voz atronadora resonó al otro lado del puerto. Un caballero seguido de una decena de hombres armados se acercaba caminando a grandes zancadas.

—¿Quién ha osado? —gritó agitando los brazos.

—¿Quién osa preguntarlo? —replicó fríamente Montferrat.

—Yo, Reinaldo, barón de Sidón, a la cabeza de Tiro desde que Montferrat la abandonó cobardemente.

—¿Cobardemente? ¿Os atreveréis a mantener esa acusación ante mí?

Entre los hombres armados que seguían a Reinaldo de Sidón se elevaron murmullos; este reconoció entonces al marqués de Montferrat. Rojo de confusión, empezó a balbucir excusas, hasta que Montferrat le indicó con un gesto que las aceptaba.

—¿Qué intenciones teníais al acoger aquí esas banderas? —le preguntó—. ¿Pretendíais convertirnos a todos al islam?

—En absoluto. Únicamente pretendía salvarnos la vida.

—¿Y cómo es eso?

—Saladino está a nuestras puertas. Asomad la cabeza por encima de las almenas y le veréis caminando arriba y abajo ante la ciudad, con los brazos cruzados. Le prometí nuestra rendición…

—¿A cambio de…?

—A cambio de nuestras vidas, mi señor. El sultán prometió respetar las vidas de todos los habitantes de Tiro si le entregábamos la ciudad.

—¿Entregarle la ciudad? ¿Cuando Acre ha caído? ¿Y desde dónde pensáis reconquistar Jerusalén si se pierde Tiro?

—Bien, yo… pensaba en Trípoli.

—No sabéis lo que decís. Trípoli está demasiado al norte. Es imprescindible que conservemos Tiro.

—Pero nuestras vidas…

—Están en mis manos, ¡y están bien protegidas en ellas!

Un gruñido de cólera recorrió las filas de los soldados que seguían a Sidón.

—Gruñid, gruñid —les dijo Montferrat—, pero no contra mí. Y en lugar de enviar banderas a lo alto de estas almenas, subid vosotros mismos allí para gritar vuestra cólera. Si queréis gruñir, hacedlo contra Saladino. Escupidle las piedras de vuestras balistas y los virotes de vuestras ballestas. ¡Insultadle con vuestras flechas, y si no escucha vuestras palabras, salid a caballo para metérselas a la fuerza por las orejas!

—Pero entonces todos nuestros esfuerzos diplomáticos, nuestras conversaciones… —intervino de nuevo Sidón.

—¡Concluidas! Estoy aquí de vuelta, soy vuestro jefe y opto por la vía de las armas. Los que tengan algo que objetar contra esta decisión pueden marcharse ahora mismo. No les retengo.

De nuevo se elevaron voces de protesta entre los compañeros del barón de Sidón, y un puñado de ellos aceptaron seguirle al exterior de la ciudad.

—¡Adiós! —les gritó Montferrat mientras observaba cómo se alejaban—. ¡Y no se os ocurra volver, o mandaré que os ensarten como a cerdos!

Cuando el último hombre de Sidón hubo partido, Conrado de Montferrat se calmó, y, volviéndose hacia Simón y Casiopea, aspiró una bocanada de aire de la ciudad.

—¡Esto ya huele mucho mejor! —declaró.

Después de volver a La Stella di Dio, donde supervisó la descarga del material de guerra, Conrado de Montferrat se dirigió a Simón y Casiopea.

—Nuestros caminos se separan. Pero vosotros sois mis amigos. Los únicos, con Josías de Tiro y el capitán Chefalitione, en quienes tengo una confianza ciega.

Mientras se preocupaba de que los toneles de víveres y los barriles de agua se repartieran entre los habitantes de la ciudad, el marqués dijo a sus amigos que tenía intención de preparar la llegada de los soberanos europeos y hacer de Tiro la base a partir de la cual fuera posible reconquistar Jerusalén.

—Tal vez lleve tiempo hacer que estos reyes se muevan, pero acabarán por venir. Josías no puede fracasar. Y entonces necesitarán Tiro. Sin ella, no hay esperanza.

Después de inspirar profundamente, y mientras a su alrededor marineros y soldados se afanaban en vaciar las bodegas de La Stella di Dio, Montferrat siguió explicando a Simón y a una Casiopea que era todo oídos:

—La ciudad es como la cebolla de ese cuento en el que una vieja arpía trata de salir de los infiernos agarrándose a la cebolla que un día dio a un pobre… Si perdemos Tiro, se acabaron nuestros sueños de revancha contra los musulmanes. Y esto será el infierno en la tierra.

—¿Decís que se puede salir de los infiernos agarrándose a una cebolla? —preguntó Simón, estupefacto.

—Es solo un cuento —replicó Casiopea.

—Aun así, es interesante —prosiguió Simón—. ¿Y si nos sirviera para salvar a Morgennes?

—¿Qué quieres? ¿Que echemos cebollas al infierno, confiando en que Morgennes las utilice para escapar?

—Perdonadme los dos —intervino Montferrat—, pero creo útil precisar que esa cebolla entregada a un pobre representaba la única buena acción que esa vieja había realizado en toda su vida. Morgennes, en cambio, dio su vida por la Vera Cruz y la cristiandad.

—Y por eso se encuentra en el infierno —concluyó amargamente Casiopea.

—No te preocupes —le dijo Simón—. Te prometo que encontraremos un medio de ayudarle. Puedes contar conmigo.

Casiopea estaba furiosa. Le indignaba lo poco que parecía importarle a la cristiandad la suerte de su padre; mientras que Saladino, al contrario, había prometido hacer todo lo posible para salvar a Morgennes y a Taqi. ¿No había declarado acaso, después de su caída a los infiernos: «Alá no aceptaría que no hiciéramos nada. Debemos ayudarles»?

Es verdad que se encontraban en guerra. Y que la cristiandad tenía preocupaciones más importantes que ir a salvar de los infiernos a un héroe que, después de todo, había aceptado sacrificarse por ella. Pero sin duda Saladino se había mostrado más generoso con Morgennes que todos los papas y soberanos europeos. De hecho, Casiopea tenía intención de acudir a su lado una vez estuviera asegurada la defensa de Tiro.

—Pero para que la ciudad resista —precisó Montferrat—, tendremos que trabajar duro. Hay que reforzar las murallas, elevar los taludes y cavar nuevos fosos. Tiro debe ser como un islote entre el mar y la tierra firme. Un islote en el que los musulmanes no podrán asentarse porque lo defenderemos con uñas y dientes.

—Con Chefalitione y vos, estoy segura de que Tiro resistirá a todos los ejércitos —dijo Casiopea.

Montferrat le gustaba. Rebosaba energía, y jamás se daba por vencido. ¿Por qué el marqués no podía unirse a su búsqueda?

—Nos quedaremos con vos en Tiro —dijo— hasta que lleguen los reyes. Y luego vendréis con nosotros en busca de mi padre.

—Por desgracia, querida Casiopea, no sé si eso es muy razonable. Ya sabéis que los reyes pueden llegar tanto dentro de un mes como de un año. ¿Estáis dispuesta a esperar todo ese tiempo? En cuanto a mí…

Montferrat sacudió la cabeza, como si se resistiera a decirle lo que sentía en el fondo de su corazón.

—Me pregunto si vuestra búsqueda no es totalmente insensata. ¿Tenéis aunque solo sea la sombra de una oportunidad de salir airosa? No, creedme… En lo que respecta a vuestro padre, más vale rezar que recorrer el mundo en busca de no sé qué gruta o volcán que conduce a los infiernos. Pensad en todos esos héroes de la Antigüedad. Pensad en Teseo, que fue uno de los más grandes. Incluso él se dejó caer en la trampa y fue condenado a sentarse en la Silla del Olvido.

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