Las siete puertas del infierno (10 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Hasta que Hércules le salvó —explicó Casiopea.

—Y en vuestro caso, ¿quién será vuestro Hércules?

Simón iba a decir que era él, pero Casiopea se le adelantó:

—Hércules soy yo. Y Teseo es mi padre.

Montferrat le asió las manos y las apretó entre las suyas.

—Lo que tiene lugar antes del nacimiento y después de nuestra muerte es el dominio reservado de los dioses —dijo—. Dejadles que arreglen esto entre ellos. No lo penséis siquiera y esforzaos más bien en considerar que la muerte no existe, lo que es, en cierta medida, la estricta verdad. En todo caso, yo, como decía nuestro querido san Agustín, «si supiera que mi padre está en el infierno, no rezaría más por él de lo que rezo por el diablo».

—No estoy de acuerdo —replicó Casiopea—. Si no rezamos por los que están en el infierno o por los que merecen ir a él, ¿por qué, por quién rezamos? Incluso el diablo necesita nuestro amor y nuestra compasión.

—¡Palabra de santa! Pero, por desgracia, yo solo soy un hombre, y sobre todo un soldado.

Y dicho esto, Montferrat se fue a dar órdenes a sus oficiales.

Quería que, antes de caer la noche, varias naves hubieran abandonado la ciudad llevando a bordo tantos ballesteros como fuera posible embarcar. Su objetivo era doble. Se trataba, en primer lugar, de asegurar la defensa de la ciudad del lado del mar. Y en segundo, de ir a hostigar al enemigo para atraparlo en una tenaza desde uno y otro lado del istmo donde tenía su campamento. Montferrat se frotaba las manos ante la perspectiva de sus futuros éxitos.

Una vez transmitidas sus instrucciones, volvió caminando a grandes zancadas hacia su cabina, seguido de Casiopea y Simón.

—Tengo un regalo que haceros —les dijo.

Después de entrar en la cabina, se dirigió hacia un cofrecillo, lo abrió y sacó un pequeño cuadro que había paseado por todas las cortes de Europa, un retrato que tenía en gran aprecio y que había encargado, sin reparar en gastos, al pintor con más talento de Tierra Santa: Hassan Basras. El artista había representado en él a un caballero musulmán montado sobre un magnífico corcel blanco victoriosamente encabritado sobre el Santo Sepulcro. Este cuadro había impresionado profundamente a Casiopea, que estaba convencida de que el jinete era su primo Taqi.

Pero cuando Montferrat miró la pintura, lanzó un grito de estupor.

—¡Por la lengua de Dios!

—¿Qué ocurre? —preguntó Casiopea con preocupación.

—¡Taqi! ¡Taqi! —balbució Montferrat—. ¡Ha desaparecido!

Casiopea y Simón intercambiaron una mirada, estupefactos.

—¿Qué queréis decir?

—Miradlo vosotros mismos.

Y girando el cuadro en su dirección, les mostró esa tela que tan bien conocían. Solo que ahora, en el lugar donde antes se veía a Taqi —o, en todo caso, a un jinete que se le parecía muchísimo—, no había nada. Solo el Santo Sepulcro bajo un cielo azul.

—Taqi ha desaparecido —murmuró Simón, mientras Casiopea volvía a pensar en el extraño jinete que había surgido ante sus ojos en el cráter del Vesubio.

Capítulo 12

Siempre que se apoderaba de una ciudad o una fortaleza, respetaba las vidas de sus habitantes y les permitía retirarse a Tiro con sus mujeres, sus hijos y sus riquezas.

Ibn al-Athir,

Historia perfecta

Saladino echaba espuma por la boca.

El Jefe de los Ejércitos del Islam, aquel a quien su pueblo acostumbraba a llamar «el Clemente», «el Único», «el Generoso», «el Vencedor de los infieles, los rebeldes y los politeístas», «el Sol de los méritos», el hombre que con su grandeza interior hacía olvidar su pequeña talla, estaba fuera de sí.

—¡Por las barbas del Profeta! Concedo a esos infieles el libre paso a Trípoli e incluso la posibilidad, si así lo desean, de proseguir el combate, ¡¿y así me lo pagan?!

Sus ayudantes le escuchaban con la cabeza humildemente inclinada y aire contrito. ¿Por qué estaba tan furioso Saladino? Porque acababa de enterarse de que las nobles banderas de los ayubíes habían sido arrojadas a las fosas de Tiro. El trataba de hacer gala de humanidad en cualquier circunstancia, ¿y así se mofaban de su generosidad?

—¡No permitiré que me arrastren de este modo por el fango!

A su lado, su hijo acariciaba con mano distraída a las dos panteras que le acompañaban a todas partes. Desde que los asesinos habían tratado de matarle, Saladino no se desplazaba nunca sin sus dos mortales compañeras, con colmillos como puñales. Lanzando miradas inquietas a los felinos, el cadí Ibn Abi Asrun, que se ocupaba de los asuntos judiciales, civiles y religiosos del reino, tomó la palabra.

—Tal vez podríamos destruir Tiro a modo de represalia.

Saladino le dirigió una mirada torva en la que brillaban dos cimitarras.

—No antes de haber recuperado nuestras banderas. ¡Que vayan a buscarlas!

Por desgracia, el invierno y seis meses de asedio habían hecho mella en las tropas de Saladino, que ya solo esperaban volver a sus hogares. En el dique de tierra donde acampaba el ejército, fueron muchos los valientes que rechazaron el honor de ir a recuperar los estandartes que Conrado de Montferrat había arrojado al fango.

«Por Alá —pensó Saladino—, es una mala señal… Prueba de que mis tropas están a dos dedos de abandonar el combate. Señal de que están cansadas de ver que se les prohíbe el pillaje…»

Pero no era cuestión de echarse atrás y replantearse esta decisión. Saladino no había olvidado de qué modo el rey Amaury I de Jerusalén se había visto privado del apoyo de los territorios que había conquistado porque no había podido impedir que sus ejércitos los saquearan.

«Ah, qué lejos parece quedar todo aquello», se dijo rememorando la época en que había acompañado a su tío a conquistar Egipto.

Incluso Amaury le parecía ahora simpático. «Lástima que no tuviéramos tiempo de convertirnos en amigos…»

Estos pensamientos le turbaban. ¿Por qué le asaltaban ahora y aquí? «Envejezco…» Miró una vez más a sus hombres, ninguno de los cuales se había presentado voluntario para ir a buscar las nobles banderas de los ayubíes.

«Si Taqi estuviera aquí, ¡habría corrido a hacerlo!»

Luego miró a su hijo, al-Afdal, cuyos pocos años no eran, a sus ojos, excusa suficiente para justificar su inacción. «Al-Afdal, ¿soy yo el responsable de que seas tan pusilánime? ¿Te he educado mal? ¿Una vida de opulencia te ha maleado el alma? ¿Mis hazañas te condenan a no realizar nada importante? ¿O es que eres simplemente un cobarde, indigno de su padre?»

—Ya que así están las cosas, iré yo. ¡Solo! ¡Que me traigan a Éxtasis Místico! —ordenó reprimiendo un arrebato de cólera en el que se mezclaba un sentimiento de tristeza.

Un instante después, el noble semental se encontraba ante él, piafando de impaciencia. Saladino saltó a su grupa y partió a todo galope en dirección a las murallas de Tiro, bajo las miradas perplejas de sus guardias de corps, de sus consejeros y, sobre todo, de su ejército.

El cadí Ibn Abi Asrun dejó que se alejara un centenar de metros, y luego fue a ver al jefe de los mamelucos.

—Seguidle, pero a distancia —le ordenó—. Sobre todo que no os vea…

Veinte mamelucos pesadamente armados montaron y desaparecieron en medio de una nube de polvo.

—¡Por Alá todopoderoso os lo juro! Si muere, lo pagaréis con vuestra vida —siseó a su espalda el cadí Ibn Abi Asrun.

«Tomad ejemplo —pensó Saladino mientras galopaba hacia la ciudad—. He ahí cómo debe conducirse un jefe de ejército, marchando al combate en primera línea…»Y mientras espoleaba a Éxtasis Místico, recordó las palabras de su tío, Shirkuh el Voluntarioso: «El jefe de ejército debe tener las cualidades naturales de ocho animales diferentes: la bravura del gallo, la audacia del león, la fuerza de ataque del jabalí, la circunspección de la grulla, la prudencia del cuervo, el ímpetu del lobo, la astucia del zorro y la constancia del camello».

—Todos estos animales para un ejército de cerdos, ¡qué ironía! —exclamó al viento—. En fin, así son las cosas.

Saladino guió a su montura en dirección a Tiro y murmuró una plegaria cuando una lluvia de flechas se abatió sobre él: «Mi oración y mi sacrificio y mi vida y mi muerte pertenecen a Alá el Señor de los Mundos». ¿Le escuchó Alá? El caso es que apenas llegó al alcance de la vista de las pesadas puertas de la ciudad, los proyectiles dejaron de llover y las puertas se abrieron. ¿Le invitaban a entrar? No, solo se habían abierto para dejar salir a Reinaldo de Sidón y al puñado de soldados que habían aceptado seguirle.

—¡Por las barbas del Profeta! —exclamó Saladino al reconocer al caballero con quien había negociado la rendición de Tiro—. ¡Qué poco esperaba verte aquí!

—¡Por san Martín de Francia y de Navarra! —exclamó Sidón—. Y vos, excelencia, ¿puedo preguntaros qué venís a hacer a este lugar, tan cerca de nuestras murallas?

—Vengo a buscar mis bienes —respondió Saladino mostrando sus enseñas enlodadas.

—Excelencia, en nombre de todos los francos, os ruego que aceptéis mis más sinceras excusas por este ultraje, aunque no esté de ningún modo relacionado con él.

—¿Quién es el responsable, pues?

—El nuevo jefe de Tiro.

—¿El nuevo? Pero si creía que eras tú…

—Lo fui. Durante un tiempo…

Antes de continuar explicándose, Sidón se dirigió a la fosa, bajó y se hundió en ella hasta medio cuerpo. Caminando, hundiéndose y luego nadando en el fango, se acercó a las enseñas de los ayubíes, las recogió y luego subió de nuevo a la orilla. Allí, chorreando y apestando como un porquero, plantó la rodilla en tierra, bajó la cabeza y presentó humildemente las dos banderas a Saladino.

—Excelencia, esto es vuestro. Os lo devuelvo.

—Te doy las gracias, noble Sidón —dijo Saladino aceptando las inmundas banderas—. No me equivocaba al tratar contigo. Eres un hombre de corazón.

—No todo el mundo opina lo mismo.

—¡Pues bien, ese «todo el mundo», si es de tu sustituto de quien hablas, pagará esta afrenta con la vida! Juro que su cabeza rodará de sus hombros en el momento en que menos lo espere.

Antes de que Reinaldo de Sidón tuviera tiempo de responder, los mamelucos llegaron en medio de un sordo estruendo de armas y relinchos, y tras rodear a los francos, los amenazaron con sus armas.

—¡Que nadie les moleste! —tronó Saladino—. Están bajo mi protección.

Luego levantó bien alto sus banderas negras al cielo para mostrarlas a sus hombres.

—¡Un franji me ha traído lo que vosotros temíais ir a buscar! —exclamó.

En el dique de tierra se hizo un pesado silencio, y miles de miradas cargadas de celos y de odio se volvieron hacia Reinaldo de Sidón.

—¡Que la vergüenza caiga sobre vosotros!

Bajo el toldo de la tienda de Saladino, el cadí Ibn Abi Asrun observaba la escena, admirado. Luego su mirada se dirigió a al-Afdal y pensó: «Qué curioso muchachito… ¿Es este su heredero? Ni siquiera estoy seguro de que haya captado el alcance de este drama… Cuando pienso que él también fue salvado por unos franjis, por ese Morgennes y la prima de Taqi…».

Viendo que el niño le miraba, el cadí le dirigió una amplia sonrisa. Y el niño se la devolvió antes de ponerse a jugar de nuevo.

Después de regresar al campamento con sus invitados, Saladino ordenó que trajeran ropa limpia y un barreño de agua para Reinaldo de Sidón.

—Decidme, ¿quién es el nuevo jefe de Tiro? —le preguntó mientras se lavaba.

Reinaldo le habló de Conrado de Montferrat, trazando un retrato de él que años más tarde el historiador Ibn al-Athir resumiría de este modo en su
Historia perfecta
: «Un hombre semejante a un demonio, lleno de prudencia, siempre vigilante y dotado de un gran valor».

Saladino escuchó a Reinaldo con la mayor atención mientras picaba distraídamente unos pistachos de una copa de cobre y se acariciaba su barbita de chivo.

—Humm… —dijo finalmente cuando Reinaldo hubo terminado de lavarse—. Conozco a ese hombre. La ciudad ya se salvó en una primera ocasión gracias a él, el último verano… Es, en efecto, un adversario temible.

Pero en lugar de mostrarse consternado, como hubiera podido esperarse, el sultán se contentó con esbozar una sonrisa divertida.

—Alabado sea Alá, por fortuna tengo más de una carta en la mano… —añadió.

Chasqueando los dedos, atrajo la atención de su cadí.

—Acércate.

El cadí se inclinó tanto que pareció tocar la nariz de su sultán, que le murmuró una frase al oído. ¿Qué le dijo? Reinaldo de Sidón, a pesar de estar dotado de un oído extremadamente fino, no pudo oírlo, porque Saladino habló muy bajo.

Pero el cadí le había comprendido perfectamente.

—A vuestro servicio, Esplendor del Islam. ¡Todo se hará conforme a vuestras nobles órdenes! —dijo.

Y tras requerir que le prepararan su montura, salió de la tienda y partió hacia el interior del territorio.

Entonces Reinaldo de Sidón, vestido con un turbante y un brial de seda al modo oriental, se aclaró la garganta.

—Excelencia, perdonad mi curiosidad, pero ¿podríais decirme por qué no atacáis? —preguntó a Saladino.

—Porque tengo un trato que proponer a ese Conrado de Montferrat.

—¿Cuál?

—La vida de su padre a cambio de la ciudad —dijo Saladino masticando un pistacho.

Capítulo 13

Si supiera que mi padre está en el infierno, no rezaría más por él de lo que rezo por el diablo.

San Agustín,

La ciudad de Dios

Conrado de Montferrat estaba sentado en su cabina, con la cabeza entre las manos.

—¿Adonde ha podido huir ese sarraceno? ¡Yo no lo he soñado!

—Nooo —mugió Rufino, al que Casiopea había traído para que también él viera el cuadro—. Incluso yooo lo he viiisto.

Por enésima vez, Conrado orientó el cuadro hacia la luz de un farol con la esperanza de encontrar alguna huella del paso de ese misterioso jinete que se parecía tanto a Taqi.

—¡Maldita sea! No hay nada. Es inexplicable… Sin embargo, estoy seguro de que estaba ahí.

Con la punta del dedo rozó la pintura en el lugar donde anteriormente se encontraba Taqi.

—Ni sombra de una marca…

—¿Puedo verlo? —preguntó Casiopea.

—Desde luego —respondió Conrado tendiéndole el cuadrito.

Casiopea lo examinó a su vez, en compañía de Simón.

—Lo más extraño —señaló— es que aunque se consiguiera explicar la desaparición del jinete, eso no nos diría por qué hay cielo, en vez de no haber nada, en el lugar donde se encontraba.

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