Las siete puertas del infierno (29 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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Recordó el nacimiento de Casiopea, en El Cairo, el 23 de diciembre del año de gracia de 1169. Y luego la llegada a Francia, donde Chrétien de Troyes y el padre Poucet («¡que Dios le tenga en su gloria!») las habían acogido, para hacerlas entrar luego en Saint-Pierre de Beauvais disfrazadas de monjes. No había ni que pensar, pues, en demostrar ninguna clase de amor a la joven persona que la seguía a todas partes. Algo que, sin embargo, no les había impedido ser felices allí.

Precisamente para rendir homenaje a esta abadía, Guyana había elegido como apellido Saint-Pierre; porque, aparte de su hija, no tenía familia… Su madre, Leonor de Aquitania, consideraba que ella no existía, y su padre, Shirkuh el Voluntarioso, había muerto hacía tiempo. A manos de Morgennes. Es verdad que estaba este último, con quien se había casado. Pero no había vuelto a verle desde hacía casi veinte años…

—Casiopea —murmuró—. Cúrate, te lo suplico…

Gracias a los cuidados del buen doctor Ibn al-Waqqar, el antiguo médico de Nur al-Din y ahora el de Saladino (cuando residía en Damasco), Casiopea se restablecía poco a poco; pero necesitaría meses para recuperarse de la dura prueba a que se había visto sometida en Tartaria, por culpa de Simón.

—Fue a causa de la espada…

—¿Cómo? —preguntó Guyana de Saint-Pierre—. ¿Qué quieres decir?

—Crucífera…
—articuló Casiopea.

Guyana miró la espada, que seguía guardada en su vaina junto al lecho donde descansaba su hija.
¡Crucífera!
De modo que esa era la famosa espada que Morgennes había renunciado momentáneamente a buscar porque Amaury I de Jerusalén le había ordenado que emprendiera la búsqueda de «la mujer que no existía», es decir, de ella misma.

Intrigada, Guyana se levantó del sillón, del que prácticamente no se había movido desde que Gargano había traído a Casiopea, y se dirigió hacia la espada.

—Aquí estás, pues…

Como una mujer a quien presentaran a la amante de su marido, observó la espada con aire grave, sin atreverse a tocarla. «Esta cruz…» Al ver la cruz de bronce engastada en la empuñadura de la espada, reconoció la cruz que Morgennes llevaba siempre encima. «La cruz de su padre.»

—Papá… —suspiró Casiopea—. ¡Morgennes!

Guyana de Saint-Pierre se volvió hacia su hija, con los ojos bañados en lágrimas. «Perdón, mi niña, mi amor. Perdón por haberte ocultado su existencia durante todos estos años.» Refrenando la cólera que empezaba a surgir en su interior —la cólera que se había apoderado de ella al enterarse de que Morgennes había envenenado a su propio padre, Shirkuh el Voluntarioso—, Guyana se acercó a la espada y la extrajo de su funda. A la luz del día, que penetraba por las grandes ventanas orladas de cortinas blancas del
bimaristan
, Guyana vio brillar la hoja con un resplandor metálico, plateado.

Después de haber examinado a su rival casi desdeñosamente, la devolvió a su vaina y regresó junto a su hija. «¿Quién hubiera dicho que acabarías convirtiéndote en una guerrera?»

—Tu padre, probablemente —suspiró al recordar cuánto había soñado Morgennes en ser armado caballero.

—¿Mamá?

Casiopea abrió un ojo y miró a su madre, que le tomaba la mano.

—¿De verdad eres tú?

—Estoy aquí, querida.

Guyana se inclinó sobre su hija y la estrechó entre sus brazos.

—Estoy contenta de haberte encontrado al fin —murmuró Casiopea.

—Yo también.

Madre e hija permanecieron abrazadas mucho rato.

—¿Volverás al convento? —le preguntó Casiopea.

—No —respondió Guyana—. Ahora ya no…

Se separaron, y Casiopea, que había recuperado el color, se incorporó en su cama y miró alrededor.

—¿Dónde estoy?

—En Damasco. Gargano os trajo, a Simón, a Rufino y a ti, con la ayuda de un joven caballero llamado Emmanuel.

—¿Emmanuel? ¿Quién es?

—Un amigo de tu padre.

—¿De modo que ya no es realmente un joven?

—Sí lo es. Porque, si he entendido bien lo que me explicó, no era más que un niño cuando tu padre lo tomó a su servicio. Era su escudero.

—Entonces debe de ser un hombre de bien.

—Eso creo, sí.

Casiopea sintió de repente un intenso dolor de cabeza, y se masajeó en la frente.

—¿Y papá? Lo has… —quiso saber.

—Por desgracia, no, no lo he encontrado, si era eso lo que preguntabas. Pero, sabes, en cierto modo tu padre no nos ha dejado. Está ahí —dijo posando la mano sobre el corazón de su hija—, y aquí también —añadió tocándose el suyo.

—Me hubiera gustado tanto conocerle mejor…

—Lo sé. Pero aún es posible. Existe una biblioteca, en Francia, donde Chrétien de Troyes escondió un importante manuscrito. En él relata su encuentro con tu padre y los viajes que hicieron juntos.

—¿Dónde está ese manuscrito?

—En Saint-Pierre de Beauvais. En la biblioteca de la abadía existe un pasaje secreto que conduce a una segunda biblioteca, donde están cuidadosamente guardados, como preciosos tesoros, todo tipo de manuscritos iluminados. Uno de ellos es justamente el de
Morgennes
, en el que Chrétien trabajó durante muchos años sin poder acabarlo. Ese libro explica la historia de tu padre, desde su nacimiento hasta que fue armado caballero… Ve a Saint-Pierre, encuéntralo, y si quieres conocer a tu padre, sumérgete en esa obra.

Casiopea apretó la mano de su madre.

—Lo recuperaré. ¡Te lo juro! —prometió.

Guyana le regaló una amplia sonrisa.

—Querida, tengo que confesarte una cosa…

Casiopea miró a su madre y esperó a que hablara. Pero Guyana no sabía cómo abordar el tema, de modo que fue Casiopea quien habló.

—Has encontrado a alguien de quien te has enamorado. Se lee en tu rostro.

Guyana sonrió de nuevo y murmuró un tímido «gracias». Con casi cuarenta años, la madre de Casiopea había adquirido un tipo de belleza que le envidiarían muchas muchachas con una tercera parte de su edad. Una especie de seguridad, una forma de estar en el mundo, que le permitía aprovechar los placeres de la vida sin falsa vergüenza.

—Soy tan feliz. Más de lo que…

No acabó la frase, porque no tenía muchas ganas de confesar a su hija que el hombre que había encontrado la llenaba más que su padre.

—Gracias, mamá.

—¿Por qué me das las gracias?

—Porque una madre feliz es el más hermoso regalo con el que pueda soñar un hijo. Junto con un padre feliz…

—¡He decidido que no regresaré al convento, pardiez! Parto a la India a reunirme con mi amigo.

—¿A la India? ¿Es un indio?

—No. Es un francés que se llama Felipe. Pero conoce bien las tres Indias y sus lenguas. En otro tiempo fue el médico y embajador extraordinario de su santidad Alejandro III, que lo envió a buscar… Querida, ¿puedes guardar un secreto?

—¿No dicen los árabes: «Más vale abrazar a una serpiente que confiar un secreto a una mujer»?

—Lo dicen, sí. Pero tú eres mi hija, y a ti me dirijo. Sabes que el año pasado partí precipitadamente a Tierra Santa porque deseaba volver a verte…

—Sí, lo leí en tu carta.

—De hecho, no era la única razón.

Guyana se mordió el labio, como si lo que tenía que comunicarle fuera algo muy difícil de decir. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Hablaría de ello a su hija, y tanto peor si no la creía. Levantándose de nuevo de su silla, caminó hacia la mesa, donde había dejado un pequeño paquete envuelto en tela. Lo deshizo y mostró el contenido a su hija.

—¡Un cuadro! —exclamó Casiopea.

—Un icono, pintado hace más de medio siglo por un amigo de tu abuelo, el padre de Morgennes… Contemplar este cuadro fue lo que hizo que me aficionara a la pintura. De algún modo puede decirse que gracias a él practico la iluminación. Mira.

Casiopea examinó la pintura y vio a un joven con una mirada chispeante de picardía y el cuerpo tatuado.

—¿Es él, mi abuelo?

—No. El individuo que ves aquí se llama Azyme. Era un copto al que conocí bien, un gran amigo de tu padre y mío. En su juventud había acogido en su casa al padre de Morgennes, que viajaba en compañía de un monje llamado Pixel.

—Pixel… Ya he oído ese nombre —dijo Casiopea, esforzándose en asimilar las informaciones que le transmitía su madre—. ¿No era un almero? ¿Un hombre capaz de hablar con los muertos?

—Sí. Pero sobre todo era un pintor de enorme talento. Murió asesinado hace unos cuarenta años, por unos asesinos que le obligaron a beber sus potes de pintura…

—¡Qué horror!

—Este cuadro es prácticamente todo lo que me queda de tu padre. Azyme me lo ofreció, porque…

Guyana parecía trastornada, a punto de estallar en lágrimas; pero pronto se rehízo.

—Tengo tantas cosas de que hablarte, mi dulce y bienamada hija —prosiguió—, que no sé por dónde empezar. Te pido que me disculpes. Este icono ha cambiado, misteriosamente. Azyme me había ofrecido una pintura que le representaba en compañía de tu abuelo, el padre de Morgennes. Y ahora tu abuelo ha desaparecido. Sé que te resultará increíble, pero este icono, que era todo lo que me ligaba a Morgennes, cambió el año pasado. Más o menos en el momento en que tu padre moría. En esa época, evidentemente, yo no tenía ninguna razón para pensar en él. Hacía tantos años que estábamos separados… Pero cuando me di cuenta de que la figura de tu abuelo se había borrado del icono, supe que había ocurrido algo terrible.

Casiopea palideció bruscamente.

—¡Es increíble! —exclamó—. De un cuadro pintado por un artista musulmán, llamado…

—Hassan Basras.

—¿Le conoces?

—Desde luego. Fui a verle, mientras estaba con los muhalliq.

Como es un gran conocedor de las artes, pensé que podría informarme sobre las técnicas empleadas por Pixel para pintar este icono. Y fue, en efecto, una conversación de lo más provechosa. Me dijo que empleaba los mismos pigmentos que habían utilizado algunos pintores de la Antigüedad. Pigmentos, me explicó, que tenían la propiedad de dar vida a aquellos a los que representaban… Sé que trabajaba en el retrato de Nâyif ibn Adid. Espero que lo haya terminado.

—Mamá, ha muerto.

—¿Muerto? Pero ¿cómo?

—Los asesinos lo mataron.

Casiopea le contó lo que había visto en el desierto de Samiya y lo que le había explicado Nâyif ibn Adid, para quien la terrorífica tempestad de fuego que se había abatido sobre su tribu solo podía ser obra de Sohrawardi, señor de los
djinns
y temible nigromante al servicio del Viejo de la Montaña…

Las dos mujeres se miraron un momento sin decir nada.

—Escúchame, Casiopea —dijo finalmente Guyana de Saint-Pierre—. Debes pensar en ti. Y dejar que los muertos duerman con los muertos. Deberías volver a Francia, recuperar el manuscrito de Chrétien de Troyes y casarte…

—Mamá —la interrumpió Casiopea—, aún no ha llegado el momento. Estoy de acuerdo contigo. Me equivoqué al arrastrar a Simón a esta loca búsqueda de los infiernos, en Tartaria o Dios sabe dónde. Porque el único infierno que encontré allí fue el que yo misma creé. Sobre todo, ocurra lo que ocurra, es una búsqueda que debo llevar a cabo sola… Aunque al escucharte casi pienso que papá vivirá siempre con tal de que llegue a encontrar descanso, no en la tierra, sino en mi obra.

Guyana de Saint-Pierre le acarició la mejilla.

—Si un día vas a la India, ven a verme. Resido en el palacio del Preste Juan.

—¿El Preste Juan? ¿No era el hombre a quien obedecían los tártaros?

—Por el momento, pero son orgullosos y fieramente independientes. Cuando aquel con quien comparto ahora mi vida se enteró de cuál era el objeto de mi búsqueda, les pidió un mapa de los infiernos; pero en lugar de ofrecérselo respetuosamente, trataron de vendérselo… Felipe teme que sea un primer signo de rebelión contra su autoridad. Se puede tener controlada a la gente con ficciones, hasta que estalla una crisis…

—¿Ficciones? ¿De qué hablas?

Guyana sonrió enigmáticamente y confesó:

—Después de haber recorrido en vano las Indias Maior, Minor y Media en busca del Preste Juan —confesó—, Felipe comprendió que no era más que una leyenda. ¿Quién la forjó? ¿Cuándo? ¿Por qué razones? Tal vez el tiempo nos lo diga, pero de momento no sabemos nada al respecto. Lo que puedo explicarte, sin embargo, es cómo Felipe utilizó esta leyenda en su favor. Con sus draconoctes, esos soldados de élite encargados de cazar a los dragones, se forjó un reino en la India, donde tomó el título de Preste Juan. Nadie, hasta el momento, ha discutido su poder. Bajo este nombre reina ahora sobre las tres Indias y los reinos que las rodean, entre ellos Tartaria. Y a este hombre encontré mientras os buscaba, a tu padre y a ti…

—Lo adiviné cuando me crucé con Gargano al pie del Árbol Seco.

—Gracias a las botas que Poucet me legó, recorrí miles de leguas antes de llegar a ese árbol. Y allí, en sus ramas, descubrí un mapa. El tiempo y la intemperie lo habían deteriorado mucho, pero decidí seguirlo e ir a donde me decía que fuera.

—¿Es decir?

—¡Al reino del Preste Juan!

—Pero yo creía que no existía.

—A mi llegada existía. Felipe lo había fundado.

A Casiopea le parecía formidable la forma en que las leyendas cobraban vida, casi independientemente de las voluntades humanas. Como si las ideas se impusieran a los hombres, hicieran lo que hicieran para escapar de ellas. No era una cuestión de locura o razón. Algunas ideas debían nacer. La humanidad les servía de receptáculo. Eso era todo.

Capítulo 39

¡Bien loco es quien desea su propia muerte como haces tú, por inconsciencia!

Chrétien de Troyes,

El Caballero de la Carreta

Después del tiempo de las leyendas llegó el del sueño, y Guyana dejó que su hija descansara. Cerró con suavidad la puerta de la habitación y volvió al jardín del
bimaristan
. Allí, Gargano y un Emmanuel peinado y recién afeitado charlaban tranquilamente, dando sorbitos a una taza de café sobre el brocal de una fuente en la que gorjeaban los pájaros.

—¡Qué magnífico jardín! —observó Guyana—. Es como encontrarse en el paraíso…

—Solo desde que vos habéis llegado —dijo Emmanuel con galantería.

Guyana le sonrió, apreciando el cumplido.

Esta escena le recordaba a otra que se había desarrollado casi veinte años atrás, en El Cairo. Un caballero había surgido en el seno del Cofre donde vivía encerrada y la había raptado. Ese caballero era Morgennes. «En realidad —se dijo—, el azar no existe. No por nada Morgennes propuso a este joven que se convirtiera en su escudero.»

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