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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (8 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—Creo que vamos a concentrar nuestros esfuerzos tras las huellas del equipo Chelsey de la Universidad de Michigan —anunció Hesse.

—¿Por qué, Herr profesor?

—En su anuario habla de un pozo. Es exactamente el tipo de enterramiento que harían los que sepultaron a Lotario de Voss en 1308. Debe de estar en la cuadrícula B, 12, pero para cerciorarnos vamos a levantar también las nueve cuadrículas adyacentes.

El 3 de mayo, Hesse estaba íntimamente convencido de que los aliados se les echarían encima antes de encontrar lo que estaban buscando. A las diez de la mañana, uno de los nativos que excavaba junto a la estructura romana del este dio la alarma:

—¡Huesos! ¡Aquí hay huesos!

Hesse acudió inmediatamente.

Los excavadores habían descubierto un amasijo de estelas sepulcrales dispuestas en dos filas casi paralelas, lo que podría responder a un primitivo emplazamiento en forma de tejadillo que se hubiera hundido con el tiempo. Al levantar una de las estelas había aparecido lo que parecía la cabeza de un fémur humano.

El profesor Hesse no perdió el tiempo.

—Fotografíen la disposición de estas estelas y retírenlas inmediatamente —ordenó.

—¿Las numero, profesor? —preguntó uno de los arqueólogos.

—Está bien, pero no pierda más de un minuto. Luego retírelas.

Un momento después el terreno estaba despejado y los arqueólogos habían reemplazado a los obreros árabes en la excavación de la tumba. Bajo las cucharas y las brochas fueron apareciendo el pubis, el cráneo, las costillas y las vértebras de un esqueleto de aventajada estatura.

—Que no se pierda un hueso, tengan especial cuidado con los de la mano derecha.

El fotógrafo andaba de un lado a otro tomando instantáneas a medida que avanzaba la excavación.

En la mano derecha del difunto sólo había dos hileras de huesecillos, algunos de los cuales presentaban una malformación.

—¡Ésta es la amputación de Lotario de Voss! —exclamó Hesse, triunfante—. ¡Hemos encontrado lo que buscábamos!

Y retiró aquellos huesos cuidadosamente, uno por uno, y los fue colocando en un estuche.

—¡Profesor, aquí hay algo!

Bajo el barrido de una escobilla aparecía una protuberancia que resultó ser una bolsa de cuero medio podrida que contenía una especie de amasijo de carbón húmedo. El profesor Hesse se hizo cargo personalmente del hallazgo, arañó delicadamente con un bisturí a través de la masa bituminosa.

—Es una especie de alquitrán que envuelve un cuerpo duro. Páseme la cuchara, Bergen.

El profesor excavó alrededor del objeto. Los demás lo rodeaban incorporados a medias.

El objeto tenía forma cuadrada. Apartó ligeramente el polvo aceitoso que lo cubría y descubrió que no era un objeto sino dos. Dos objetos duros, fusiformes, que a través de la suciedad acumulada parecían ser de piedra negra o de alguna madera dura. La superficie toscamente pulida estaba recorrida por extraños signos.

—¡Son los
tabotat
! —exclamó Hesse con los ojos arrasados de lágrimas—. Hemos encontrado la reliquia más preciosa de la antigüedad. ¡Caballeros, el Reich los recompensará por esto! Han colaborado en el hallazgo arqueológico más importante de todos los tiempos.

Hesse pensaba sobre todo en su propia recompensa. Quizá el propio Führer lo recibiría en la cancillería, quizá lo condecoraría por su contribución a la ciencia, por haber excavado la tumba de un héroe de la raza aria sin miedo a las balas, en el epicentro del campo de batalla. ¿Acaso no zumbaban los obuses británicos a escasos kilómetros de distancia? Sacudió la cabeza y regresó a la realidad.

Cuando los extrajeron de la tierra, los
tabotat
parecían dos larvas de algún extraño animal prehistórico brillando bajo el ardiente sol africano. El profesor los sostuvo un momento en alto, como si fuese el sacerdote de una extraña religión, y sintió que un vahído amargo le subía a la boca. De pronto lo asaltó la sospecha de que estaba desencadenando una fuerza de la naturaleza, una fuerza maligna, quizá la magia judía, pero se repuso y llamó a Bergen.

—A sus órdenes, profesor.

—Telegrafíe inmediatamente al
Reichsführer
Himmler: «Hemos encontrado la tumba de Lotario de Voss y los
tabotat.
Esperamos instrucciones. ¡
Heil
Hitler!»

12

Boppard, Alemania, 5 de mayo de 1943

Más allá de las ventanas, por encima de las copas de los abetos, el Rin se deslizaba lamiendo los viejos muros de Kamp-Bornhofen, pero en la vieja hospedería de Boppard, la ciudad imperial renana, olía a éter, a alcohol de quemar, a agua de lavanda, a formol, a sangre coagulada, a matadero, a carne fermentada. Olía a hospital.

Se oían rumores difusos, lejanos, rumores familiares, rumores de conversaciones, ruidos metálicos de instrumentos sobre bandejas de acero, de sillas de ruedas que entrechocaban suavemente, toses ahogadas, suspiros, roce de ropas almidonadas, los sonidos propios de un hospital.

Con los ojos cerrados, Von Kessler hizo memoria. Oigo y huelo. Estoy vivo todavía, pero estoy en un hospital. Si abro los ojos sabré si puedo ver.

Un techo de gasa fruncida caía sobre la cama, cobijándolo. Una luz eléctrica en una lámpara elegante. No es uno de esos sucios hospitales de campaña, sino un palacete campestre en Alemania, en Baviera quizá, requisado para hospital de sangre.

Eso quiere decir que las heridas fueron graves. No recuerdo nada.

Sólo entonces reparó en el dolor de la pierna izquierda, una quemazón lejana.

Dos voces se acercaron. Seguramente le preguntarían cómo se encontraba y le darían un poco de conversación compasiva. Volvió a cerrar los ojos y fingió que dormía.

Las dos voces examinaron al herido de la cama de al lado, un pianista de la Cámara de Viena que había perdido las dos manos en el frente del Este, después se detuvieron frente a su cama. Un roce. La enfermera que los acompañaba había apartado la gasa.

—Está sedado, coronel doctor. ¿Quiere que lo despierte?

—No, no será necesario. ¿Cómo se llama?

—¿No lo reconoce usted? Bueno, es natural, con la cara hinchada, la cabeza vendada y el ojo tapado: es el cadete de las SS que sirvió de modelo para los carteles del atleta ario en la olimpiada de Berlín, hace siete años.

—¡Caramba, así que tenemos aquí a una celebridad! —comenta el médico con acento cínico.

—Nos hemos procurado una copia de su hoja de servicios —dice el enfermero jefe. Consulta sus apuntes.

—Otto Von Kessler. Nacido en Breslau en 1913. Un héroe de la patria. —El herido creyó advertir un punto de sorna en las palabras de aquel tipo, sin duda un cobarde que nunca había estado en el frente—. Comenzó la guerra con la División
SS-standarte Germania.
Campañas de Polonia, Holanda y Francia. Condecorado con la Cruz de Hierro por su actuación en el paso del Bethune. —Te equivocas, querido amigo, el Bethune es una ciudad; el río se llamaba Pierre. Los franceses habían volado los puentes y les arrebaté el único que habían dejado intacto para retirar a sus tropas. Éramos jóvenes guerreros y no había fuerza capaz de detenernos. Capturamos a unas docenas de soldados negros de las colonias y los fusilamos contra las tapias de la fábrica de lámparas—... en 1940 lo transfirieron a la División
Das Reich.
Campaña de Yugoslavia y campaña de Rusia. Destacada actuación en la defensa del saliente de Yelnya, su carro de combate destruyó a seis carros rusos en un solo día. Participó en el asalto de Moscú, en la toma de Gshastsk, donde fue citado dos veces en el orden del día y nuevamente condecorado.

—Todo un héroe —comenta la voz cínica del coronel médico—. Y ahora dígame, ¿qué le duele?

—Una carga antitanque le amputó una pierna, una mano y le arrancó media mandíbula —informa el enfermero jefe de sala—. También ha perdido el ojo derecho.

13

Castillo de Wewelsburg, Alemania

Himmler extrajo un manojo de llaves del bolsillo del pantalón de montar y abrió la alta puerta de roble.

La cripta del Santuario de los Arios era una gran sala circular bajo la torre mayor del castillo. Sus muros, de lajas de pizarra, formaban una ojiva de quince metros de altura cerrada por una enorme clave de granito con la cruz gamada. La sala circular estaba jalonada por trece pedestales desnudos destinados a albergar las reliquias sagradas de la nueva religión aria. En el centro de la sala había una enorme mesa octogonal de granito con ocho sillones góticos alrededor, el de la presidencia mayor que los otros y rematado por una águila nazi que sostenía entre sus garras la esvástica y las runas SS.

Había una caja lacada sobre la mesa.

—Los
tabotat
—dijo Himmler—. Tenga la bondad de examinarlos, profesor Ulstein.

Ulstein abrió la caja y apartó el paño de terciopelo. Había dos compartimentos forrados de terciopelo negro, ocupados por sendos objetos fusiformes parecidos a hachas neolíticas de piedra. Tomó uno de ellos: estaba caliente y pesaba como si fuera de plomo. Lo examinó a la luz del ventanal gótico. Una maraña de líneas que se entrecruzaban recorría la superficie pulimentada, pero era difícil distinguirlas de los meros arañazos causados por el tiempo a lo largo de milenios de agitada historia.

—No hemos adelantado nada, después de tanto esfuerzo y de tanto gasto —dijo Himmler sin disimular su malhumor—. Tenemos en nuestras manos el componente esencial del Arca de la Alianza, tenemos el fundamento del poder que permitió a una tribu de judíos desharrapados y cobardes derrotar a los pueblos arios de Canaán asentados en ricas ciudades, tenemos en nuestras manos el dominio del mundo y, sin embargo, no sabemos hacer que esas piedras funcionen. Las han examinado eruditos de la
Ahnenerbe
capaces de descifrar las runas más enrevesadas, pero ninguno de ellos es capaz de descifrar esas piedras judías.

Ulstein sintió que la piedra aumentaba de temperatura y le quemaba las manos, quizá fueran figuraciones suyas, quizá se dejaba sugestionar por la historia y la leyenda de aquel objeto misterioso. Con cierta desazón, la colocó en su sitio y volvió a cubrir el estuche con el paño de terciopelo.

—Ésta es una forma de escritura sagrada muy antigua, Herr
Reichsführer,
una escritura mucho más antigua que la silábica que precedió a la alfabética convencional. Esta escritura debe descifrarse partiendo de la Cábala geométrica. El Arca de la Alianza sólo funcionará si damos con el
Shem Shemaforash.

El
Reichsführer
emitió un profundo suspiro.

—¡Otra vez ese embrollo judío! Tengo sobre la mesa de mi despacho el informe que usted mismo preparó hace meses, profesor Ulstein. En 1912, una comisión en la que figuraban rabinos judíos, representantes del Vaticano e incluso miembros de una secta templaria no logró el
Shem Shemaforash.
Los dos alemanes que formaban parte de la comisión han muerto ya. Incluso el judío alemán, ese Gerlem, ha muerto. ¿Cómo podremos conseguirlo nosotros?

—Ellos no tenían los
tabotat,
Herr
Reichsführer.
Basaron su investigación en meras especulaciones sobre un legado histórico denominado la Mesa de Salomón. Ni siquiera estamos seguros de que llegaran a descifrar el
Shem Shemaforash.
Nosotros tenemos el objeto esencial del Arca; el poder mismo.

Himmler reflexionó, las manos en actitud orante.

—La Gestapo ha capturado el archivo intacto de uno de los componentes de aquella comisión, un francés llamado Louis Plantard —prosiguió Ulstein—. Hay un informe completo sobre la inscripción del
Shem Shemaforash
que efectuó ese templario... —consultó sus apuntes—, ese Vergino en un monasterio español. Podríamos acceder fácilmente a ella.

El
Reichsführer
escuchaba atentamente.

—Este Vergino debe de ser el mismo que robó los
tabotat
en Etiopía y los ocultó en Túnez después de asesinar a Lotario de Voss —aventuró Ulstein.

—Si esa sociedad...

—La logia de los Doce Apóstoles,
Reichsführer.

—Si buscó el Nombre Secreto en España, es razonable suponer que ésa sea la pista más fiable.

—Razonable, Herr
Reichsführer.
Los elementos que formaron los Doce Apóstoles siguen buscando las claves templarias que conducen al Nombre Secreto. Incluso han comprado las pinturas de una ermita castellana, la de San Baudelio, que guiaron a Vergino y a los templarios hacia el Arca de la Alianza. Hace trece años las arrancaron de los muros y las trasladaron a Estados Unidos.

—Hay que encontrar el modo de que el Arca funcione sin reparar en medios —dijo Himmler, golpeando débilmente la mesa con su manita infantil— El tiempo apremia.

—Lo haremos,
Reichsführer.
Por los papeles de Plantard, conocemos el lugar exacto donde hay que buscar la inscripción. Lo malo es que está en el sur de España, en plena sierra Morena, en un paraje que llaman la Piedra del Letrero, cerca de Montizón.

—¡Que esté en España no es ningún problema! —repuso Himmler alegremente—. Mantenemos excelentes relaciones con el gobierno del general Franco. Supongamos que encontramos la Palabra. ¿Qué hacemos entonces con ella si ninguno de los científicos del
Ahnenerbe
sabe cómo funciona la maldita magia judía?

—En la Comisión de los Doce Apóstoles figuraba un rabino berlinés, un tal Moshé Gerlem, que tenía un hijo —repuso Ulstein—. Creo que este hijo ha escrito un par de libros sobre la Cábala. Hace diez años era profesor de Religiones Comparadas en la Universidad de Berlín. Es posible que él sepa cómo funciona el Arca. Si vive todavía podíamos obligarlo a trabajar para el Reich, que busque en la Piedra del Letrero esa palabra que hace funcionar el Arca. Claro, todo depende de que siga vivo y quiera colaborar.

—Si vive todavía colaborará, délo por seguro —dijo Himmler.

El
Reichsführer
Himmler cruzó la capilla dando las zancadas que le permitían sus cortas piernas enfundadas en botas de montar, y se asomó al pasillo, donde dos gigantescos centinelas SS hacían guardia.

—¡Que venga Flurbëck!

El secretario personal del
Reichsführer
compareció un minuto después.

—Localíceme inmediatamente a un tal Zumel Gerlem, un judío que fue profesor en la Universidad de Berlín hasta el decreto de incompatibilidades.

Flurbëck anotó el nombre, saludó con el brazo en alto y se dirigió a la centralita telefónica del castillo.

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