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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (5 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—No me preguntes nada, sobrino, y llévame a casa antes de que me estallen los pantalones.

Tardini no le había encargado nada concreto, habían hablado de la guerra, de las dificultades de abastecimiento del pueblo de Roma, de las propias dificultades que la Iglesia tenía con los alemanes. Se había referido, como de pasada, a los trastornos que estaba causando cierto investigador alemán, un joven que estaba sacando de los archivos venecianos noticias que sólo le incumbían a la Iglesia. Pero la Iglesia no tenía autoridad para impedirlo. Ése era el mensaje. Luego habían hablado de varios temas distintos; de la buena cosecha que se avecinaba en la comarca de Florencia, donde Doglio poseía viñas. Le enviaré una caja, monseñor, había dicho Doglio, y el cardenal había respondido:

—¡Ojalá entonces las tribulaciones de la Iglesia se hayan aligerado y tengamos motivos para brindar!

Al llegar a su casa, un palacio vetusto del Trastevere, Aldo Doglio se despojó de la ropa ceremonial, se puso un viejo pijama de rayas y unas chanclas y telefoneó a Piero Tamaretto, un amigo importador de aceite siciliano.

—La madre está enferma —le dijo solemnemente.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea. Tamaretto entendió.

—Iré a verte esta misma tarde. ¿Vas a necesitar correo?

—Voy a necesitarlo —confirmó Doglio, exhalando un suspiro.

Colgaron.

Correo. El sinónimo mafioso de muerte o asesinato.

Doglio conectó la radio en
La Voce de Italia,
se arrellanó en su sillón, puso los pies a descansar sobre un cojín y cerró los ojos. Después de las proclamas fascistas ponían música de Vivaldi.

—La nave de san Pedro también necesita quien limpie de vez en cuando sus sentinas —murmuró. Repetía la frase que había heredado de su bisabuelo. Tres generaciones de Doglio la habían pronunciado antes de pecar contra el quinto mandamiento.

6

Wewelsburg, Alemania

La vehemente
Cabalgata de las Valquirias,
Orquesta Nacional de Berlín, dirigida por el joven Von Karajan, hacía tintinear la cristalería de las vitrinas. Himmler se dirigió al armario musical Grundig y redujo el sonido para que no estorbara la conversación. Se volvió hacia sus visitantes, les ofreció asiento en un sofá de cuero, sonrió complacido y dirigiéndose al doctor Ulstein dijo:

—Bien, Herr profesor, hábleme de Lotario de Voss, ¿qué han descubierto?

—Como sabe, Herr
Reichsführer,
Lotario de Voss, después de ganar la Espuela de Oro luchando contra los sarracenos en Tierra Santa, fue víctima de una oscura conspiración tramada por los templarios y se vio obligado a ejercer la piratería. —Himmler asentía mecánicamente, sólo tenía una vaga idea de aquella historia—. No obstante, al cabo de unos años, los franceses lo apresaron y lo condenaron a muerte, pero el canciller real Nogaret le ofreció perdonarle la vida a cambio de que les arrebatara a los templarios el Arca de la Alianza.

—Una reliquia judía, profesor, el depositario de la religión mosaica —comentó Himmler, mordaz.

—Una reliquia misteriosa, una máquina de poder que los judíos habían arrebatado a los antiguos egipcios.

Himmler asintió complacido al oír de boca del profesor lo que ya sabía. Para la historia oficial alemana, todas estas reliquias judías, la Sagrada Lanza, el Arca de la Alianza, habían pertenecido antes a sociedades arias, eran reliquias arias arrebatadas por los rapaces judíos.

—Lotario de Voss, herido de gravedad —prosiguió Ulstein—, comunicó al cónsul veneciano en Túnez, un tal Renzo di Trebia, el paradero de los
tabotat
del Arca de la Alianza y, gracias a sus informes, Renzo di Trebia les arrebató los
tabotat
a los templarios.

—Un momento —dijo Himmler—, ¿qué son esos
tabotat?

—Dos piedras mágicas, en las que reside realmente el poder del Arca. Quizá sean las verdaderas Tablas de la Ley. Traemos sus fotografías.

En este punto, a un gesto del doctor Ulstein, el joven Rutger extrajo de su cartera de cuero las fotografías que había tomado en la basílica de San Marcos y las extendió ante Himmler. Éste las observó detenidamente con ayuda de una gran lupa.

—Entonces tenemos localizadas estas piedras —concluyó Himmler sin disimular su satisfacción.

—En realidad no son las piedras auténticas, Herr
Reichsführer
—admitió Ulstein—. En una primera comunicación, Renzo di Trebia enviaba a la Señoría veneciana las que él creyó que eran las verdaderas reliquias, pero unos meses más tarde supo que eran unas copias falsas que el templario Roger de Beaufort, el asesino de Lotario de Voss, había encargado a un artesano del zoco.

—¿Y los verdaderos... cómo se dice? —quiso saber Himmler.


Tabotat,
Herr
Reichsführer
—respondió Ulstein—. El cónsul veneciano, en un segundo informe, que también ha localizado Fritz Rutger, expone su sospecha de que el templario los hubiera ocultado en un cementerio pagano donde también sepultó a Lotario de Voss.

Himmler tamborileó, molesto, con los deditos sobre el tablero de la mesa.

—¿Y eso es todo lo que tenemos, una sospecha?

—Esa sospecha confirma otras noticias históricas, Herr
Reichsführer.
Cuando pasaron algunos años y Roger de Beaufort creyó que sus correligionarios se habían olvidado de él, escribió una carta a un abad español, que había conocido años atrás, en la que le rogaba que se la enviara a los templarios refugiados en Escocia. El cónsul veneciano, que lo mantenía vigilado, interceptó la carta y la remitió a la Señoría de Venecia. Fritz Rutger, estimando su tremendo valor, ha sustraído el original del archivo.

—He incurrido en ese pequeño delito para servir al Reich —balbució el joven.

Himmler le dedicó una sonrisa indulgente.

—¿Y bien?

—La carta no está cifrada, pero contiene algunos pasajes en clave que podrían conducirnos a los
tabotat
originales. Dice, por ejemplo, que el Nombre de Dios está sepultado con aquel que quiso arrebatarlo y que su enemigo espera el Juicio Final custodiando la reliquia. Se deduce que ocultó los
tabotat en
la tumba de Lotario de Voss.

—¿Quién puede saber dónde está esa tumba?

—La clave, Herr
Reichsführer,
debe de encontrarse en el archivo veneciano. Si la Señoría estaba interesada en los
tabotat,
hay que suponer que instaron a su cónsul para que los encontrara. Parece providencial que esos territorios estén actualmente bajo control alemán.

Himmler meditó un momento. Las gruesas gafas de miope le daban a su mirada una fijeza inquietante.

—Hay que dar con esa tumba lo antes posible, inmediatamente —urgió—. ¿Qué medios necesita, profesor Ulstein? No repare en gastos.

—El doctorando Rutger está haciendo un buen trabajo, Herr
Reichsführer
—respondió Ulstein dirigiendo una amable sonrisa a su protegido—. Si enviamos más gente al archivo; los italianos podrían recelar. Creo que con él bastará y confío en que muy pronto encuentre lo que buscamos.

—Bien, joven —dijo Himmler—. Sufragaremos sus gastos. Pida lo que necesite, pero obtenga resultados. E infórmenme a diario.

—A sus órdenes, Herr
Reichsführer.

7

Venecia, 11 de marzo de 1943

Fritz Rutger regresó de la biblioteca por la vía della Fava con objeto de comprar en la tiendecita de la
piazza
Bartolomeo un paquete de uvas y queso
robbiola
para la cena. Había adquirido esa costumbre meses atrás, cuando la asignación del abuelo sólo le alcanzaba para mantenerse precariamente. Ahora los tiempos de penuria quedaban atrás, el
Reichsführer
en persona se había asegurado de que la organización
Ahnenerbe
le concediera una beca de estudio y su economía era francamente boyante. Pero Rutger prefería continuar con su rutina antigua de la cena con uvas y queso y sólo se permitía algún gasto extra en libros y en una buena cerveza suiza Bergens en el Lion d'Or de la
piazza
San Marco.

Aquella noche en la barra del Lion d'Or había poca gente. Las pesadas cortinas de terciopelo rojo cubrían las ventanas para cumplir las normas de guerra sobre el oscurecimiento de la ciudad, pero, a pesar de ello, las luces estaban apagadas y unas velas colocadas en botellas de Chianti iluminaban débilmente el local.

Fritz Rutger, que bebía su cerveza a cortos sorbos en una mesa apartada, ensimismado en sus pensamientos, sufrió un pequeño sobresalto cuando un joven se inclinó junto a él y le dijo:

—¿Le importa que compartamos mesa? Las otras están ocupadas.

El desconocido era bien parecido, incluso guapo a la manera italiana. Vestía un elegante traje de lino y corbata de pajarita color miel, a juego con sus ojos, que eran grandes y alegres.

Rutger hizo un gesto de asentimiento, que el desconocido correspondió con una discreta reverencia antes de sentarse. Era atractivo. Su abundante e indócil cabellera apenas aplastada por la brillantina no resultaba del todo inelegante en una Europa en la que casi todos los jóvenes de su edad lucían pavorosos pelados militares. Rutger también se pelaba al uno cuando regresaba a Alemania, para no desentonar. Pero aquel italiano de modales suaves, casi femeninos, se había escapado de la disciplina castrense. Trabaron conversación. Se llámaba Tonino Sebastiano, era romano, hijo de una familia rural acomodada, y se había librado del servicio de las armas por ser hijo de viuda y hermano de un mártir de la patria caído en África. Tenía los ojos grandes y oscuros y las pestañas tan largas que parecía que se las había retocado con rímel. En algún momento de la conversación su mano rozó la de Rutger y éste no se apartó. Entonces lo miró directamente a los ojos. Se entendieron casi en seguida.

Rutger invitó a su nuevo amigo a otra copa de Strega y salieron juntos. Sin previo acuerdo, tomaron el camino de la buhardilla de Rutger. La luna arrancaba reflejos de plata a las turbias aguas. Al cruzar el canal de San Salvatore por el puente della Fava, Tonino lo tomó de la mano y lo besó apasionadamente en la boca. Rutger, con el corazón disparado, murmuró: «Ya estamos cerca.»

La casa estaba dormida. Rutger abrió la puerta de la calle cuidando de hacer el menor ruido posible para no alertar a la patrona, que vivía arriba.

—Aguarda un segundo —dijo, y se dirigió a tientas hacia el cuarto de las escobas, bajo la escalera, de donde emergió con una linterna sorda encendida en la mano—. Tengo esta linterna en un viejo mueble, para cuando regreso a deshora.

Eficiencia alemana, pensó el italiano. Se besaron apasionadamente, esta vez por iniciativa del alemán, a la débil luz de la linterna, que creaba una tiniebla como la de los antiguos maestros tenebristas. El italiano le puso una mano cálida en el pecho, deteniendo el impulso de un nuevo abrazo.

—Espera. Vamos arriba —susurró, intentando parecer apasionado—. No seas impaciente.

El alemán sonrió. Giró la chapa de la linterna para aumentar la línea de luz y precedió al amigo por la amplia escalinata. Le daba instrucciones para que evitara las baldosas sueltas. Evidentemente no era el primer acompañante nocturno que el estudiante extranjero recibía en su buhardilla, pensó el visitante. Eso lo haría todo más fácil cuando la policía investigara entre los vecinos. Sacó un estilete del bolsillo interior de la chaqueta, lo abrió y lo mantuvo escondido. La buhardilla estaba en el cuarto piso, frente al postigo del palomar. En cuanto entraron, el alemán cerró la puerta y se volvió hacia su compañero para besarlo, pero no se sintió correspondido. Antes de que comprendiera el motivo de tan súbita mudanza, el italiano lo apuñaló de abajo arriba, en el vientre, tomándolo de espaldas a fin de que el chorro de sangre no le manchara el traje de lino. Le introdujo el acero seis veces, chocando a veces con las costillas, mientras le mantenía la boca tapada con la mano libre. Cuando estuvo seguro de que no iba a gritar lo dejó resbalar hasta el suelo, y tomando la linterna sorda se dirigió a la cocina, donde se lavó concienzudamente las manos. Al abandonar la buhardilla, con la luz cenicienta del amanecer filtrándose por las contraventanas cerradas, oyó volar frente a la puerta del tejado palomas que no veía.

8

Potsdam, Alemania, 8 de marzo de 1943

El profesor Hesse sostuvo el oficio con una mano temblorosa. Tres escuetas líneas mecanografiadas bajo el membrete negro de la Gestapo, el águila de alas extendidas que sostiene un círculo con la cruz gamada en rojo. La convocatoria estaba firmada por el
Reichsführer
Himmler. Una consulta, decía. ¿Qué le puede consultar el
Reichsführer
a un arqueólogo que ha vivido siempre al margen de la vida, un hombre al que los hechos históricos más recientes que le interesan no van más allá de la caída de Bizancio?

En el camino de Potsdam a la central de las SS de Prinz-Albrecht-Strasse, en un Daimler negro oficial, con dos enormes agentes de la Gestapo encajados en los asientos delanteros, el profesor tuvo mucho tiempo para meditar. Aquellos hombres, sin duda rudos por su oficio, lo habían tratado con deferencia. No le respondieron a ninguna de las preguntas que se había atrevido a formularles, pero probablemente se debía a que desconocían las respuestas. Tan sólo le habían indicado que debían conducirlo ante el
Reichsführer.
Karl Hesse hizo examen de conciencia, buscó algún posible pecado contra el Estado y se halló limpio. Se había afiliado al partido en el año 35, antes que muchos de sus colegas universitarios. Hasta entonces había tenido un par de amigos judíos en la universidad, pero ¿quién no los había tenido?: la universidad estaba plagada de judíos. Después de afiliarse al partido, Hesse había interrumpido bruscamente aquellas amistades, y cuando las leyes raciales de 1933 expulsaron a los judíos de sus cátedras, había dejado de verlos y no había vuelto a saber de ellos.

No, no lo habían convocado por ningún asunto de judíos, razonó. Entonces, ¿por qué? No tenía edad de ir a la guerra, ni sus conocimientos podían emplearse con fines bélicos. Era un buen alemán. El número de sus alumnos se había reducido drásticamente porque la mayoría estaba en la guerra, pero, aun así, él y otros compañeros entusiastas mantenían la universidad abierta a la espera de tiempos mejores. Además, por la tarde dedicaba tres horas al servicio civil de antiaéreos. El Estado no podía estar descontento con su comportamiento.

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