Las trompetas de Jericó (2 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Las trompetas de Jericó
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El comandante Kirkpatrick miró la cartera de cuero que guardaba el informe del Servicio de Inteligencia Norteamericano. El paisaje al otro lado de la ventanilla era muy hermoso, a pesar de los signos de la guerra que se veían por todas partes. Atravesaron un tupido bosque y al remontar una colina apareció ante ellos Hanbrook Mannor, el palacete campestre donde Churchill pasaba algunos fines de semana.

—No está mal instalado el viejo león —dijo el capitán Fletcher.

—Sí —concedió Kirkpatrick—, pero se trae el trabajo a casa.

Ellos eran el trabajo. Dos oficiales de la Inteligencia americana portadores de una misiva personal del presidente de los Estados Unidos.

Atravesaron el último control, donde un sargento les indicó el aparcamiento de los coches civiles, al otro lado del edificio. Rodearon la estupenda mansión dieciochesca de piedra y vieron los barracones de madera de las oficinas militares camuflados en un bosquecillo de robles.

Un mayordomo, con un chaleco de rayas, los hizo pasar a una salita decorada con apuntes de Turner y les ofreció un té. Al otro lado de la puerta dieciochesca, bellamente taraceada, clamó la voz malhumorada del premier.

—¡Déjese de ceremonias, Mortimer, y hágalos pasar inmediatamente!

Churchill hizo las presentaciones. En torno a la mesa de trabajo estaban Hasting Ismay, enlace de Estado Mayor de Churchill, sir Henry Evelyn Ridley, jefe de Oficina Estratégica; Stewart Menzies, director del MI-6; Cecil Caretaker, ilustre físico de Oxford reclutado por Churchill como especialista en fisión nuclear y otros dos desconocidos con uniformes de general.

—Creo que todos estamos muy ocupados —dijo Churchill—, así que le agradeceré que vaya directamente al grano, comandante.

El enviado del presidente de los Estados Unidos leyó el mensaje interceptado al embajador japonés en Berlín y transmitió la preocupación de su presidente.

—La referencia bíblica de Jericó —terminó— alude a una arma secreta que permitió a los israelitas derruir las defensas enemigas, matar a todos los habitantes de la ciudad y quemarla. Son exactamente las mismas previsiones del arma desarrollada por el Proyecto Manhattan. Eso es lo preocupante.

—¿El arma qué? —se extrañó uno de los generales que acompañaban a Churchill.

—La bomba atómica —explicó el premier, y dirigiéndose a los enviados americanos, aclaró—: el general Flint acaba de incorporarse a su cargo y todavía ignora lo referente al proyecto Manhattan. —Se volvió hacia el general y le dijo—: Nuestros aliados americanos están fabricando un artefacto explosivo de enorme capacidad, un artefacto que equivale a diez mil vagones de trilita.

La mandíbula del general se aflojó.

—¿Es posible?

Churchill asintió solemnemente

—Suficiente para borrar Berlín del mapa, con su periferia en treinta kilómetros a la redonda —añadió, sombrío.

—Y con efectos devastadores quizá en otros doscientos kilómetros —precisó Cecil Caretaker, el físico de Oxford—. Nosotros lo tenemos bastante avanzado, pero siempre cabe la posibilidad de que los alemanes se nos adelanten. La Institución Kaiser William de Berlín investiga la fisión nuclear desde hace años y Alemania extrae apreciables cantidades de uranio de las minas checas.

—¿Quién les ha soplado la idea? —se indignó el general Flint.

—Nadie se la ha soplado, Charles —explicó Churchill, lanzando una columna de humo—. En realidad, la idea de fabricar una bomba atómica procede de Alemania. Los usos militares de la fisión nuclear se comenzaron a estudiar hace años en el departamento que dirige el profesor Otto Hahn, en la Institución Kaiser William de Berlín. Nuestro equipo es más internacional y procede en parte de europeos huidos del fascismo, el nórdico Bohr, el italiano Fermi, el húngaro Szilard y la señora Lise Meitner, discípula destacada del propio Otto Hahn, que huyó de Alemania porque es judía, y su sobrino Otto Frisch.

—¿Significa eso que los hunos pueden conseguir esa bomba? —se alarmó el general Flint.

Churchill asintió, con lúgubre semblante.

—Sería terrible —añadió Menzies—, porque podrían hacerla estallar en Londres. Incluso podrían destruir Nueva York. Les resultaría fácil llevarla, más de doscientos barcos procedentes de países neutrales atracan cada día en sus muelles.

—Hasta ahora confiábamos en adelantarnos a los alemanes —reconoció Kirkpatrick—. Según nuestros cálculos, tardarían al menos dos años en construir su bomba por falta del agua pesada necesaria para su fabricación, pero la inminencia del proyecto Jericó podría indicar que han acortado los plazos.

—Si se nos adelantan perderemos la guerra, y si el mundo cae en manos de los nazis, que Dios se apiade de la humanidad —murmuró Churchill con expresión sombría. Después le ordenó al que estaba a su derecha—: Start, concede a este asunto prioridad absoluta.

Stewart Menzies, jefe del MI-6, el servicio secreto inglés, asintió gravemente.

Cuando terminó la reunión, los americanos entregaron a Churchill un mensaje personal de Roosevelt y se despidieron. En el aparcamiento, el general Flint comentaba sus dudas con Stewart Menzies.

—No sé, no acabo de entender que los alemanes lo hayan llamado Proyecto Jericó. Por la naturaleza de la explosión atómica hubiese sido más adecuado llamarlo Proyecto Sodoma, la ciudad destruida mediante una lluvia de fuego y azufre. ¿No te parece, Start?

—General, quizá hayan encontrado objetable llamarla Sodoma por las otras connotaciones de la palabra

—¿Qué connotaciones, amigo Start?

—Ya sabe, general: sodomitas, sodomizar y todo eso.

—Quizá —murmuró el general—; en cualquier caso, se llame Jericó, Sodoma o Manhattan, el que consiga primero esa bomba dominará el mundo.

—Me temo que sí.

1

Venecia, 2 de febrero de 1943

Varias palomas que se habían escapado de los hambrientos venecianos levantaron el vuelo en la plaza de San Marcos cuando Fritz Rutger cruzó a grandes zancadas el pavimento de mármol. De la fachada de la basílica habían desaparecido los cuatro caballos de bronce dorados que decoraban la cornisa. Venecia era una ciudad de pedestales vacíos. Habían desmontado las estatuas para preservarlas de la guerra. También a Fritz Rutger lo habían puesto a salvo. Mientras sus compatriotas luchaban en los campos de Europa o perecían en Alemania bajo los bombardeos aliados, él podía considerarse doblemente afortunado. El ejército lo había declarado inútil para el servicio y su abuelo, un próspero, aunque tacaño, comerciante bávaro, le había dado el dinero necesario, ni un
pfening
más, para escribir su tesis doctoral en Venecia. Sus primos, compañeros y amigos combatían, y morían, en Rusia, en Francia, en África y en el Atlántico, pero su débil corazón necesitaba evadirse de las miserias del mundo presente y el mejor remedio que encontró fue sumergirse en el pasado a través de los antiguos legajos de los archivos de la Serenísima República.

Venecia estaba hecha un asco. Con las drásticas restricciones que imponía la economía de guerra, la recogida de basuras no parecía prioritaria en una ciudad de la que había huido el turismo y en la que muchos se acostaban con el estomago vacío. Los desperdicios se acumulaban en los rincones y los excrementos flotaban en los canales. Con los turistas habían desaparecido muchos venecianos que vivían de ellos. Los gigolós y los gondoleros se habían alistado en el ejército o se habían convertido en
malviventi
que dormían de día para dedicarse al contrabando con las islas y el Torcello, aquella cueva de ladrones, en cuanto se hacía de noche.

Fritz Rutger se detuvo un momento para recuperar el resuello ante la
pietra del bando,
donde se exhibían anuncios desde hacía siglos. Estaba ocupada por un cartel fascista que representaba a un idealizado
bersaglieri
tocado con casco de acero, el cuello más ancho que la cabeza, el mentón enorme, la imponente nariz recta, romana. El lema mussoliniano cruzaba el cartel:
Credere, Obbedere, Combattere.
Quizá él, a su manera, pudiera ofrecer su pequeña contribución a la guerra.

Prosiguió su camino hasta la Mazaría San Zulian, donde estaba la central telefónica. El viejo calvo que atendía el mostrador le sonrió al reconocerlo.


Signore Fritz,
apresúrese que tenemos a punto su conferencia con Berlín. Por la tres.

Mientras entraba en la cabina, el débil corazón le saltaba en el pecho: había encontrado noticias inéditas de uno de los antiguos héroes germánicos.

Reconoció al otro lado del hilo la voz del doctor Karl Ulstein, su profesor de Historia Medieval en la Universidad de Colonia.

—¿Herr profesor? Perdone que lo importune tan temprano, pero he pensado que la noticia le agradaría. He encontrado documentos inéditos sobre Lotario de Voss.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea:

—¿Te refieres a Lotario de Voss, el héroe de la orden teutónica?

—Al mismo, Herr profesor, el antiguo pirata al que Felipe el Hermoso de Francia envió a Oriente para arrebatarle a los templarios el Arca de la Alianza.

Todos los medievalistas alemanes sabían que Lotario de Voss fue un caballero que, después de convertirse en el héroe de la orden teutónica en Tierra Santa y de recibir su más alta condecoración, la Espuela de Oro (considerada precedente de la Cruz de Hierro), se declaró en rebeldía, renegó de su pasado y de su fe, se hizo pirata al servicio de los sarracenos y sembró el terror en los mares cristianos. Su historia ocupaba media página en la crónica de Edergardo de Sajonia editada por Shoultz en 1852 en Leiden. Un clásico.

—¿Está usted seguro de que se trata del histórico Lotario de Voss? —preguntó Ulstein.

—Absolutamente, Herr profesor. He encontrado la carta de un cónsul veneciano que habla de él. El informe está fechado en Túnez en 1308. La fecha y el lugar coinciden con las últimas noticias históricas de Lotario de Voss.

El doctor Ulstein se tomó un instante para considerar el asunto.

—Si es como dice, es posible que estemos ante un descubrimiento sensacional —aventuró—. No obstante, conviene extremar las cautelas. Consiga usted una copia de ese documento y preséntese con ella en el Ministerio de Cultura, en Berlín.

Fritz Rutger guardó silencio. No sabía cómo plantear la cuestión. Carraspeó ligeramente y dijo:

—Verá, Herr profesor, ¿no podría enviarlo por correo? Me temo que carezco de medios para sufragar el viaje.

—Preséntese ante el cónsul Werner, en el Fondaco dei Tedeschi. Lo llamaré para que le facilite el viaje.

Se acercaba la hora del almuerzo y la biblioteca archivo del Palazzo Ducale cerraba hasta las cuatro. El joven investigador se dirigió a la trattoría dei Pazzi, frente a la iglesia de San Giuliano, donde almorzó una sopa de
tagliale
con seis alubias. La guerra va mal, pensó. Antes entraban más de veinte alubias en la sopa. El segundo plato fue un
fegato alla veneziana,
o hígado con cebolla, su comida favorita, con un vaso de
bardolino,
el vino espeso y corpudo de la región. Después de comer se sintió mucho mejor y caminó por la soleada ribera del río di Palazzo, un paseo agradable, recordaba, antes de la guerra. Ahora no resultaba tan agradable. Venecia apestaba.

Otros días, el descuido de la ciudad lo había deprimido, pero en esta ocasión estaba exultante: tenía algo importante entre manos, uno de esos afortunados azares que hacen a veces el nombre de un historiador. El doctor Ulstein no había ocultado su satisfacción. Sin duda, el hallazgo sería una baza importante en su carrera universitaria. Fritz Rutger atravesó el puente di Paglia para regresar al archivo paseando y tomando el sol a lo largo del muelle ducal. La historia estaba nuevamente de su parte. Años atrás, la comisión médica lo había rechazado, mientras sus mejores amigos del colegio ingresaban en la Orden Negra de las SS y se convertían en los caballeros teutónicos de la Nueva Alemania. ¡Con cuánta envidia había recibido las postales que le enviaban desde las Ordensburger, o burgos de la orden, donde cursaban estudios! Fritz Rutger conocía el programa. Unos meses de Napola o escuela preparatoria y después un recorrido por los cuatro Burgs, híbridos de castillo y monasterio, a semejanza de los antiguos castillos teutónicos: Crossinsee, en Prusia Oriental, para entrenamiento físico y militar; Vogelsang, en Renania, para la preparación política y espiritual; Sonthofen, en Baviera, para la preparación profesional superior: diplomáticos, científicos, Alto Estado Mayor. La habitación de Rutger estaba decorada con postales de aquellos lugares. De todo eso lo había excluido su enfermedad, pero su corazón pertenecía a la Orden Negra, aunque estuviera excluido de su franca camaradería y de su milicia.

El joven dedicó la tarde a transcribir cuidadosamente los siete folios del informe consular que había encontrado. En ellos se aludía a una carta anterior del cónsul que acompañaba a «los testigos del Arca». Estaba fechada en las calendas de marzo de 1308. Fritz Rutger solicitó el legajo correspondiente y encontró lo que buscaba. En su carta primera el cónsul explicaba que había conseguido «por medios secretos» arrebatar los brazos del Arca a un templario llamado Roger de Beaufort y que Lotario de Voss había desaparecido, probablemente asesinado por los templarios.

Fritz Rutger pensó ante el viejo papel.

«Los brazos del Arca», lo que designaran estas enigmáticas palabras, había llegado a Venecia con aquella carta.

Tomó nota de los párrafos más sobresalientes. La carta iba dirigida a Marcos Mocénigo, presidente del Consejo de los Diez a la sazón. Buscó en la lista de los presidentes que pendía de uno de los muros: mil años de historia veneciana. En efecto, Marcos Mocénigo había ocupado el cargo de la Señoría desde 1306 hasta 1310.

El alemán recogió sus cosas, devolvió los legajos y solicitó una entrevista con el director de la biblioteca, un burócrata fascista que, aunque había nacido en tiempos de Garibaldi, y era ya viejo cuando Mussolini hizo la marcha sobre Roma, se esforzaba por disimular la vejez tiñéndose el pelo y usando faja. Estaba encantado de tener entre los usuarios de su establecimiento a un joven alemán, representante de aquella juventud rubia que triunfaba en los campos de batalla de media Europa.

—¿Un objeto, dice? ¿Enviado al Dogo en 1308? —meditó—. ¿Qué clase de objeto?

—El cónsul en Túnez lo llama «los brazos del Arca». Debe de tratarse de un objeto religioso.

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