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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (7 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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Suena fuera el pitido estridente que avisa del zafarrancho de combate. Chascan las portezuelas y escotillas al cerrarse con violencia. En el interior del carro, ahora oscuro, se enciende una lámpara roja con la letra F. Carro preparado. El conductor pega los ojos a la mirilla de goma. Von Kessler, de pie, detrás de él, reconoce el campo desde el periscopio de la torreta.

—Veinte a la izquierda —ordena—, por entre los dos árboles.

El radiotelegrafista, aferrado a los auriculares, grita:

—Orden de la división: avanzar sobre la aldea y ocupar ferrocarril al Este.

Van flanqueados por otros dos carros, que en la luz indecisa de la aurora parecen dos sombras. A cuatro kilómetros de distancia descubren otras sombras, como un rebaño de búfalos tranquilos que avanza lentamente en busca del herbazal.

—¿Ves aquéllos?

—Los veo.

—¿Qué te parecen?

—Pueden ser T-34 o pueden ser
panzer
nuestros.

—Con esta luz no podemos hacer nada —dice Von Kessler—. Esperemos a ver quién comienza el baile.

—¿Qué tenéis?

—Parecen treinta trineos de Iván.

El artillero se aplica con el telémetro. Una sucesión de cifras iluminadas sobre el fondo turbio del amanecer.

«Algunos no verán, no veremos, la noche, o quizá nacer el día» —piensa Von Kessler, pero inmediatamente se avergüenza de su pensamiento—. «¿Qué te pasa?» —se recrimina.

El
Obersturmführer
no pensaba antes tanto en la muerte. Simplemente actuaba, con precisión de autómata. Tenía razón Von Moltke: el pensamiento rebaja al soldado, el soldado sólo debe acatar la orden y actuar.

Se acercaron con precaución, primero un grupo de carros, después el otro. Salen del resguardo de una colina que los ocultó momentáneamente. Al remontarla, descubren que también los rusos se han aproximado.

—¡Están aquí! —resuena la voz de Von Kessler por el interfono—. ¡Fuego!

Una algarabía infernal sucede al silencio radiofónico.

—¡Aquí Pluma de ciervo; aquí Pluma de ciervo!

—¡Aquí Cerda de ánsar, orden de regresar inmediatamente al punto nueve; repito, al punto nueve. Caminos siete y dos cerrados. Desconectad la radio.

—¡Al punto nueve, ahora! —ordena Von Kessler. Demasiado tarde. Los proyectiles aullan, estallan, saltan los blindados, las chapas se arrugan como mantequilla, el pueblo arde.

De pronto, una conmoción, el sonido ensordecedor de un impacto directo en la coraza y la certeza de la muerte en una décima de segundo, encerrado en un ataúd de acero estofado con aceite, gasolina e inestables explosivos.

Una llamarada invade la carcasa, el carro gira pesadamente hacia la derecha.

—¡Tocados! ¡Hemos perdido una oruga! —aúlla el conductor.

El artillero ha muerto, la frente convertida en un amasijo de hueso y sesos contra la cureña del cañón. El radiotelegrafista gime mortalmente herido en su recoveco.

Ha perdido el carro de combate. Por vez primera en tres años, el condecorado
Obersturmführer
Von Kessler pierde un carro. Hay que salir antes de que prenda la gasolina y el tanque se convierta en una tea de metal al rojo vivo. El conductor ha abierto la escotilla del suelo. Sacan al radiotelegrafista, que ha perdido el conocimiento, y se deslizan detrás. Sobre la nieve sucia, el uniforme negro los delata. Arrastrándose, se alejan del carro que comienza a arder e intentan alcanzar las ruinas de una cabaña. Von Kessler empuja la puerta, que sólo cuelga por uno de sus goznes. Cede el tablero tensando una cuerda de piano. Un segundo antes de la explosión, Von Kessler advierte, desencantado, que acaba de accionar una trampa de los partisanos, un obús o un mortero sin estallar. «Estamos muertos», piensa.

10

Berlín, 9 de agosto de 1942

El Daimler negro giró bruscamente en el cruce de la Bergmanstrasse con la Zossenerstrasse obligando a frenar al tranvía de la línea 22. El tranviario masculló una maldición y levantó la mano para amenazar al conductor imprudente pero se contuvo, helado, a medio camino, cuando sus ojos se cruzaron con la mirada fría de uno de los ocupantes del vehículo que lucía en la solapa una gran insignia del partido. El Daimler negro que había realizado la arriesgada maniobra torció por la Kirchestrasse, se arrimó a la acera frente a la casa número dos y se detuvo.

En el tranvía, el cobrador le puso una mano en el hombro al conductor, que seguía la trayectoria del Daimler por el retrovisor.

—Uno de los pasajeros ha tomado la matrícula.

—¡Olvídate! Son de la Gestapo.

—No he dicho nada —masculló el cobrador—. Con ésos es mejor no enfadarse.

Zumel Gerlem estaba afeitándose en el amplio cuarto de baño de Bergmanstrasse, 3, cuando escuchó el chirrido del tranvía al frenar. Tuvo una premonición y se asomó a la calle. No era nada. Un Daimler negro había realizado una maniobra imprudente. Se apartó de la ventana y regresó al lavabo para continuar su rutina.

Llevaba dos años fingiendo, intentando probarse que no tenía miedo, como si con su capacidad de autosugestión pudiese conjurar los peligros. En esos dos años habían ocurrido demasiadas cosas. La guerra había comenzado a ir mal para Alemania y los judíos habían ido desapareciendo de su entorno. A menudo recordaba al primo Moshé, a Berstein y a Block, sus compañeros de universidad, que emigraron a Inglaterra y a Estados Unidos antes de que las cosas se pusieran verdaderamente feas. Él no. Él disfrutaba de una posición holgada. Su familia era rica, tenía acciones en distintas empresas, no tenía nada que temer. En febrero de 1933, los nazis, recién llegados al poder, expulsaron a los funcionarios judíos de ayuntamientos, juzgados y universidades, pero él se las arregló para continuar en su cátedra de Filosofía en Berlín, gracias a los buenos oficios de tío Peter, la oveja negra de la familia, el artista, que era amigo de Frau Goebbels, de la época en que la respetable matrona nazi intentaba triunfar como actriz de teatro. Frau Goebbels, a pesar de su encumbramiento como esposa del todopoderoso ministro de Propaganda, nunca olvidaba a sus viejos amigos, y extendía su eficaz sombrilla protectora por encima de la cabeza de aquel sobrino de Peter, un joven encantador, aunque algo extraño, que había consagrado su vida al estudio de las antiguas religiones, de las sectas cabalísticas medievales y de los templarios. Gracias a la protección de Frau Goebbels, Zumel Gerlem había escapado indemne de la ruina de la judería alemana e incluso se había librado de las leyes restrictivas contra la economía de los judíos, cuando un oportuno aviso le permitió transferir a un banco suizo casi todos los ahorros de la familia. Había perdido la ciudadanía en 1935, con las leyes de Nuremberg, pero le permitían circular por Berlín y su territorio gracias al pasaporte judío. Había dejado de ir a la sinagoga, casi con alivio, después de que fuera destruida y clausurada el 10 de noviembre de 1938, en la Noche de los Cristales Rotos. En 1941, cuando otra ley del Reich envió a las fábricas de munición a los niños judíos de más de doce años, una oportuna nota de Frau Goebbels consiguió que su hijo David residiera con unos jubilados de la universidad, antiguos amigos de la familia, en el cercano pueblo de Kopecnick, a salvo de los bombardeos aliados. David era un chico rubio y avispado, de aspecto ario, y como usaba el apellido de la madre, Ulberg, nadie lo identificaba con los judíos. Al principio parecía que todo aquello de las leyes raciales y de la persecución sólo afectaría a los judíos pobres, no a los que gozaban de sólida posición en el mundo académico. Después de todo, Alemania respetaba la cultura y admiraba la ciencia.

En estos pensamientos se abismaba Zumel Gerlem cuando el estridente sonido de un timbre lo sobresaltó. Toda su falsa seguridad se vino abajo cuando a los timbrazos se sumaron furiosas patadas en la puerta.

Acudió a abrir tal como estaba, en pijama y camiseta. En el rellano de la escalera había cuatro hombres vestidos de negro que lo empujaron expeditivamente. El que parecía jefe le mostró las credenciales de la Gestapo mientras los otros invadían el piso.

—Policía estatal. ¿Es usted Zumel Gerlem?

—Sí, ¿qué ocurre?

—Queda usted detenido por actividades contrarias al Reich.

—Debe de tratarse de un error —acertó a balbucir—. ¿Me permite que haga una llamada telefónica?

—¿Cómo no?

Zumel se dirigió a su gabinete, donde uno de los energúmenos desparramaba sus fichas y archivadores por el suelo. Buscaba algo que no era papel. Se situó detrás del escritorio y levantó el teléfono. Bajo la tapa de cristal tenía una tarjeta con dos números de emergencia, el de tío Peter y, sólo para un caso de auténtico apuro, el de la secretaria de Frau Goebbels, identificado solamente con la abreviatura
Frau G.

Marcaba el número del tío Peter cuando el tipo de la Gestapo arrancó el cable de un tirón.

—Parece que comunica, ¿no? Estos días, con los bombardeos enemigos guiados por traidores judíos, hasta los teléfonos dejan de funcionar.

Zumel iba a protestar por aquel atropello, pero recibió un puñetazo en la cara.

Prefirió guardar silencio. Se sentó en su sillón, en medio de la casa devastada por los bárbaros y pensó que, en el fondo de su corazón, siempre había sabido que esto llegaría algún día, pero su cobardía había ido aplazando la acción de un día para otro. Recordó al primo Moshé, a Berstein y a Block, que le habían insistido para que abandonara el país. Recordó a David. Menos mal que estaba a salvo. Quizá cuando pasaran todas estas calamidades impuestas por la guerra se podría reunir con él.

Le permitieron coger una maleta pequeña con un par de mudas, algunos artículos de aseo y el abrigo.

—¿Puedo llevar un par de libros?

—A donde vas no se permite leer.

—¿Adonde voy?

—Ya lo sabrás.

Al bajar la escalera notó que todas las mirillas estaban abiertas; los vecinos, seguramente en pijama, espiaban detrás de las puertas, pero ninguno abrió para despedirlo, y mucho menos para interceder por él.

En la calle lo esperaba el Daimler negro. Lo sentaron en el asiento de atrás, entre dos gorilas. Uno de ellos le propinó un doloroso codazo en las costillas para que se apartara.

—¿Adonde vamos?

No le respondieron. Al rato descubrió que no iban a la prefectura de la Gestapo, sino a la estación Anhalter.

Uno de los andenes de la terminal del ejército estaba invadido de tropas de las SS que vigilaban el embarque de cientos de hombres y mujeres en vagones de ganado. Zumel no había imaginado que en 1942 quedaran tantos judíos en Berlín.

Un oficial buscó su nombre en una lista y le hizo una señal al margen.

—Puede embarcar.

Intentó razonar con el oficial, pero éste hizo un gesto de fastidio y uno de los soldados SS que lo acompañaban lo empujó con la culata del fusil.

Los de la Gestapo permanecieron en el andén hasta que vieron a su detenido a bordo. El que mandaba el grupo levantó la mano para despedirlo, con una sonrisa irónica e incluso hizo la señal de la manivela telefónica, que en las despedidas de las estaciones significa llámame cuando llegues.

El vagón estaba atestado. Los toscos bancos de madera no eran suficientes, los deportados más jóvenes viajaban de pie. El suelo, cubierto de paja, olía a orines y a desinfectante. Una anciana vomitaba en un rincón, mientras su marido la cubría con un abrigo para procurarle cierta intimidad.

Una muchacha, con los ojos hinchados de llorar, se apartó un poco para hacerle sitio. He ingresado en la compañía de los ancianos, pensó Zumel sin ironía. Solamente tenía cincuenta y siete años, pero quizá había envejecido diez o doce en los últimos meses y otro tanto en la última hora. El miedo envejece mucho.

Acomodó su maleta debajo del asiento, esta vez sin temor a que se ensuciara, una maleta de cuero inglés casi tapizada con las etiquetas de los mejores hoteles de Europa.

—¿Adonde nos llevan? —preguntó una dama de modales distinguidos desde el extremo del banco.

Un antiguo soldador, arrancado de su fábrica donde cubría un puesto esencial para la industria de la guerra, se encogió de hombros.

—Al lugar al que llevan a todos los judíos de Alemania.

—¿Adonde?

—A campos de trabajo en el Este. Nos tendrán allí trabajando hasta que termine la guerra y luego nos expulsarán al extranjero.

—¿Adonde?

—¡Y yo qué sé! A Palestina, a Madagascar...

—Yo tengo unos primos en Palestina —observó uno de los viajeros, casi risueño—. Tienen una panadería.

—Y yo tengo familia en Nueva York, en Brooklyn. Debí haberme ido con ellos hace años cuando me lo propusieron. No sé por qué me quedé en Berlín.

En el andén despejado sólo quedaban soldados y oficiales de las SS. Un oficial levantó una banderola, otro aulló una orden que fue al punto repetida por media docena de sargentos. Los soldados se apresuraron a correr las puertas de los vagones, que se cerraron con un chasquido siniestro. Los oficiales responsables asistieron al sellado de cada vagón, con candados de seguridad cuyas llaves se entregaron al jefe de la expedición.

—Yo sí sé por qué nos quedamos aquí —dijo Zumel, sorprendiéndose de oír su propia voz—. Porque somos alemanes, porque Berlín es nuestro hogar, porque amamos esta tierra.

El oficial del andén aulló otra orden. El tren se estremeció y comenzó a moverse lentamente.

11

Túnez, África, 3 de mayo de 1943

El equipo estaba compuesto por ochenta nativos, veinte soldados de vigilancia cedidos por el alto mando a instancias de Himmler y siete arqueólogos reclutados entre los componentes del equipo del profesor Hesse que habían sobrevivido a la guerra.

Durante los primeros quince días habían excavado sobre las huellas de Eusebe Vassel y Charles Saumaque, siguiendo el diario de excavación de 1923, que les había remitido la prefectura alemana de París, desde el Instituto Arqueológico Francés, pero poco después descubrieron en el mismo archivo de París una copia del informe del equipo francoamericano de 1923 y una anotación del puño y letra de Francis Kelsey de la Universidad de Michigan hablaba de tierra removida en forma de pozo que atravesaba los niveles Tanit III y Tanit II y parecía prolongarse hasta la profundidad de Tanit I. Los americanos no habían alcanzado el fondo del pozo cuando las excavaciones se interrumpieron en 1927.

El equipo del profesor Hesse trabajaba desde el amanecer y no paraba hasta la caída de la tarde. Entonces regresaban al hotel Majestic en un autobús requisado por la Gestapo y, después de ducharse, se vestían con ropas civiles para cenar en el restaurante del propio hotel o a cualquiera de los restaurantes de pescado alineados en la muralla española. En la sobremesa comentaban las incidencias del día y regresaban pronto al hotel, porque tenían que madrugar. La excavación de urgencia les dejaba poco tiempo para pensar en la guerra, aunque la guerra estaba siempre presente. En abril de 1943 la ofensiva inglesa se acercaba a Túnez, por lo que excavaban a contrarreloj. A finales de mes los aliados estaban tan cerca que se oía el rumor lejano de las bombas y a veces el horizonte se iluminaba con las tormentas artilleras. Nuevos contingentes de ingenieros llegaron a Túnez para minar la carretera de Bizerta.

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