Read Las trompetas de Jericó Online

Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (3 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El bibliotecario meditó un momento.

—¡Hum! Si es religioso podría estar en la basílica. Ahí enfrente hay una extensa colección de reliquias. Incluso tienen un cuerno de unicornio. Falso, naturalmente.

—Muy interesante,
signore
director. Me interesaría mucho comprobar qué clase de reliquia son esos brazos del Arca, y si todavía la conservan, ¿cree usted que me permitirán verla, fotografiarla quizá?

El del pelo teñido sonrió.

—El canónigo prefecto de las fábricas, o sea, el encargado de reemplazar las placas de plomo del tejado para evitar las goteras, es un buen amigo mío y un buen fascista. Aguarde un momento.

Descolgó el teléfono y pidió a la operadora que lo comunicara con la basílica. La operadora acababa de pintarse las uñas en aquel momento y sabía por experiencia que si manipulaba las clavijas necesarias para atender el servicio podría estropearse la manicura con el precio que la laca alcanzaba en el mercado negro, así que dijo:

—Los dos teléfonos de la basílica comunican en este momento.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó el del pelo negrísimo—. Bueno, quizá sea más rápido que le escriba una nota de presentación. El reverendo Tomassi lo atenderá estupendamente. Usted lo reconocerá en seguida porque se mantiene gordo y saludable a pesar del racionamiento —añadió sin pizca de ironía.

Un minuto después el joven Fritz Rutger volvía a molestar a las palomas al cruzar el mármol de la
piazza.
El despacho del canónigo Tomassi en la basílica parecía la tienda de un anticuario, a lo largo de los muros se amontonaban los cuadros unos contra otros, según tamaños. En el espacio restante había una colección de Vírgenes dolientes y Cristos ensangrentados, procedentes de las parroquias de la diócesis. El alemán avanzó por el estrecho pasillo libre de obstáculos que conducía al escritorio del padre Tomassi y le entregó la nota de recomendación del bibliotecario. El ademán severo con que el sacerdote había observado la intrusión del visitante en sus dominios se trocó en amable sonrisa en cuanto vio quién firmaba el papel.

—Ya ve el desorden en el que vivimos estos días —se excusó.

Fritz Rutger observó que en el almacén había otros productos, además de las imágenes religiosas. Detrás de una
pietá
barroca se ocultaban un bidón de aceite y una caja de las que se usan para transportar quesos; una de las pilas de cuadros se apoyaba sobre un parapeto de sacos de harina y un san Juan Bautista señalaba con su dedo extendido el reverso de un espejo con marquetería de plata del que pendía un mazo de tripas de salami ahumado. La Iglesia, que había sobrevivido a la caída del Imperio romano y a la del romano-germánico, parecía dispuesta a sobrevivir, igualmente, a la caída de la civilización cristiana occidental.

—Así que usted busca las reliquias de Mocénigo —dijo Tomassi, tras leer la nota—. Hace un par de años hicimos inventario para la Magna Exposición de Arte Sacro Véneto y creo recordar que me topé con esos «brazos del Arca». Quizá lo decepcionen: son dos piedras sin interés alguno. Acompáñeme y se las mostraré. Esto no se le enseña a nadie, pero con usted haremos una excepción. Soy un gran admirador de Alemania y del Führer y tengo uno de los primeros carnets fascistas de Venecia.

—Muchas gracias, reverendo —dijo Fritz.

El investigador rubio y espigado y el canónigo moreno, más ancho que alto, salieron a la nave basilical, anduvieron bajo los espléndidos mosaicos medievales que retratan la vida de Jesucristo y de san Juan Bautista y recorrieron el crucero del sur, frente a la espesa reja de la tesorería donde se almacenaron las obras de arte que los cruzados saquearon en Constantinopla. Al lado, en una minúscula capilla, se guardaban las reliquias económicamente menos valiosas.

—Ésta es la capilla —dijo el sacerdote—. Los Mocénigo eran una de las estirpes más ilustres de Venecia. El patriarca Sterza donó en 1622 las reliquias familiares a esta capilla.

La verja estaba cerrada con una gruesa cadena y un candado que Tomassi abrió. Dentro de la capilla, encima del altar mayor, en la base del retablo, había cuatro puertas disimuladas con las molduras doradas. Las cerraduras empotradas en la base eran prácticamente invisibles. El canónigo extrajo de una de ellas dos cajas negras de madera. La segunda contenía dos relicarios de plata, uno de ellos en forma de calavera.

—Ésta es la cabeza de una de las Once Mil Vírgenes —dijo Tomassi—. Antiguamente había más vergüenza. Ahora sería difícil reunir a once mil vírgenes aunque rebuscáramos en toda la Cristiandad.

El alemán le rió la gracia moderadamente, estaban en lugar sagrado.

—No, es la otra caja —aclaró Tomassi.

En la otra había un estuche de plata oscura, cincelada, de forma rectangular con un lado redondeado, tal como suelen representarse las Tablas de la Ley.

—El relicario representa las Tablas de la Ley, pero no se haga ilusiones. Lo que hay dentro son dos simples trozos de mármol.

Fritz Rutger contempló dos piedras negras alargadas, pulidas y brillantes que le recordaron vagamente a las hachas prehistóricas.

—¿Puedo? —inquirió, alargando una mano.

—Por supuesto, Herr Rutger, puede cogerlas —lo invitó el canónigo.

Las examinó en una mesita lateral, a la luz de un flexo.

Dos piedras lisas con la superficie rayada y tachonada de pequeñas incisiones, probablemente vestigios de la herramienta del orfebre que les dio forma, o quizá solamente accidentes del tiempo. Fritz Rutger las estudió cuidadosamente, ocultando la emoción. Parecían dos palas de remo, ligeramente redondeadas por un lado y en forma de tejadillo, algo más tosco, por el otro.

Las situó bajo la luz de una ventana, las midió y las fotografió de un lado, del otro, de canto y en vertical.

Cuando concluyó, Tomassi devolvió las piedras a su lugar y salieron de la capilla.

—No sé cómo agradecerle su amabilidad.

—¡Por Dios, entre alemanes e italianos no es necesario agradecimiento! Somos camaradas, estamos uncidos bajo el mismo yugo en el sagrado empeño del Führer y el Duce por salvar la civilización occidental.

Se despidieron con un saludo a la romana, el brazo en alto, la mano extendida, por iniciativa del canónigo.

—No se imagina usted, Herr Rutger, cómo lamento que mi sagrado ministerio me impida estar en el frente, empuñando una ametralladora —dijo Tomassi—. En fin, la vida a veces nos exige sacrificios. —Y tras estrecharle efusivamente la mano y rogarle que transmitiera sus saludos al director del archivo, se recogió el manteo y regresó a su despacho entre el aceite de oliva, los jamones y las tripas de salami ahumado.

2

Berlín, 5 de febrero de 1943

Himmler, empequeñecido por las colosales proporciones de su mesa de despacho, bajo un gigantesco retrato de Hitler, pintado por Eibach, se ajustó en los fatigados ojos las lentes de montura de tortuga y le ofreció asiento al visitante en una de las dos incómodas sillas estilo imperio. El profesor Karl Ulstein, descendiente de una próspera familia de industriales de Hamburgo, se sintió inquieto ante aquel hombrecillo. Parecía un tendero de barrio de los que les venden caramelos a los niños, o un funcionario de una pequeña oficina estatal, con sus manguitos para preservar los puños de la camisa. Sin embargo, era el segundo hombre más poderoso del Reich, y el profesor Karl Ulstein le debía su ascendente carrera universitaria y ciertas prebendas reservadas a los escalafones altos del partido.

El profesor Ulstein se sentó y, como otras veces, leyó la inscripción taraceada en letra gótica sobre el tablero de la mesa:
Eine solide Arbeit,
trabajo bien hecho.

El profesor Ulstein estaba allí por ese motivo, por trabajar bien. Había formado bien a uno de sus discípulos, que había realizado un descubrimiento tan sensacional que podía alterar el curso de la historia.

Himmler tomó un par de notas mientras escuchaba al profesor Ulstein. Usaba una estilográfica pequeña, de señorita, pensó Ulstein. Su mano parecía también de señorita, pequeña y blanca, con las uñas cuidadosamente recortadas. Escribía con una letra minúscula, y usaba tinta verde. Una firma de aquel hombrecillo enviaba a la muerte a centenares de miles de deficientes raciales.
Nacht und Nebel,
noche y niebla, era el eufemismo que Himmler y sus SS usaban para condenar a muerte a pueblos enteros. Ulstein, a pesar del aplomo con que exponía su embajada, no podía evitar un leve temblor en la voz. Como muchos alemanes, el doctor era especialmente sensible al poder y a la fuerza.

Cuando Ulstein terminó, Himmler le puso el capuchón a la pluma y la colocó en el precioso plumier de plata, rematado con la figura de un lansquenete, que decoraba la mesa. Después se abismó en sus pensamientos con las manos unidas y las puntas de los dedos corazón apoyadas en los labios.

—El Arca de la Alianza —dijo—, el arma con la que los judíos derrotaron a los filisteos arios y les arrebataron la tierra prometida. La mayor reliquia del judaísmo.

Karl Ulstein hizo un gesto de resignación, como si lamentara que un objeto tan precioso procediera de los judíos. Himmler le adivinó el pensamiento.

—En realidad, toda las reliquias mágicas de Europa proceden de los judíos —añadió, comprensivo—: la Lanza Sagrada, el Grial... Esos truhanes semitas heredaron la magia y la ciencia de la antigüedad, se la arrebataron a los antiguos arios.

Era la explicación oficial y el doctor Karl Ulstein, que era nazi antes que historiador, como tantos profesores alemanes, llevaba diez años reescribiendo la historia al gusto del Führer. Asintió con entusiasmo.

—No obstante... —Himmler se acomodó en su sillón giratorio de lado para poder cruzar las piernecitas oprimidas por las botas de montar—, quisiera entender cómo funcionaba esa magia judía.

—Todo se basa en el conocimiento de una palabra secreta que es el verdadero nombre de Dios —se apresuró a explicar Ulstein—, una palabra que al abarcar a Dios abarca su Creación y tiene fuerza para modificar la naturaleza. Esta palabra se denomina, en hebreo, el
Shem Shemaforash.
En los tiempos bíblicos solamente la conocían dos personas, el
Baal Shem
o Maestro del Nombre, que solía ser el sumo sacerdote, y otra persona designada por él para que la Palabra no se perdiera en caso de fallecimiento súbito del
Baal Shem.
Una vez al año, el sumo sacerdote se revestía con un peto ceremonial en el que había engastadas doce piedras de distinta naturaleza (una por cada tribu de Israel), y penetraba solemnemente en el sanctasanctórum del templo para pronunciar el
Shem Shemaforash
ante el Arca de la Alianza, en voz baja. El Arca de la Alianza era el asiento de Dios. De este modo se renovaba la Alianza entre Dios y la humanidad y se renovaba la Creación para que el mundo continuara existiendo.

Uno de los tres teléfonos negros que había sobre la mesa comenzó a sonar, interrumpiendo al profesor Ulstein. Himmler lo descolgó y le ordenó secamente a su secretario:

—¡Flurbëck, no me pase llamadas hasta nueva orden! —Colgó enérgicamente y se volvió hacia Ulstein con expresión amable, invitándolo a proseguir.

—El rey Salomón —explicó Ulstein— era el segundo depositario del
Shem Shemaforash,
y para evitar que algún día pudiera perderse ideó una especie de jeroglífico geométrico a partir del cual puede deducirse la Palabra Secreta.

—Muy interesante —dijo Himmler—. Y ese jeroglífico, ¿se ha conservado?

—No estamos seguros. —Ulstein esbozó un signo de desaliento—. El rey judío lo hizo inscribir en una plancha metálica, una especie de talismán de oro engastado con piedras preciosas que los autores latinos denominan la Mesa de Salomón, y los autores árabes, el Espejo de Sulimán. Este objeto se guardaba en el sanctasanctórum del templo, junto con el Arca de la Alianza y los otros tesoros sagrados. Cuando los romanos conquistaron Jerusalén, en tiempos de Tito, se apoderaron de la Mesa de Salomón y la depositaron en el templo de Júpiter, en Roma, donde permaneció cuatro siglos, hasta que los godos conquistaron Roma y se llevaron el tesoro imperial. Tiempo después, cuando los moros invadieron el reino godo de España, la Mesa de Salomón formó parte del botín que reclamaba el califa de Bagdad, pero en este punto la pista se perdió.

—Y con ella el jeroglífico del Nombre Secreto —aventuró Himmler.

—No exactamente, Herr
Reichsführer,
porque, al parecer, quedaron copias de su jeroglífico en algunos monasterios de la región. Desde entonces, el secreto de la Mesa de Salomón se ha buscado en esos santuarios. Los templarios poseían el
Shem Shemaforash,
la Palabra Secreta, y realizaban cada año los ritos de propiciatorio, oficiando el Gran Maestre como sumo sacerdote. De ahí su interés por encontrar el Arca de la Alianza. Por eso fueron a buscarla a Etiopía, donde Lotario de Voss intentó arrebatársela, comisionado por el rey de Francia.

—Pero los templarios se extinguieron hace cientos de años.

—Me temo que no es tan simple, Herr
Reichsführer.
El papa los suprimió como orden, pero muchos de ellos huyeron de Francia y se establecieron en Escocia; o ingresaron en otras órdenes; pero siguieron manteniendo su espíritu de cuerpo hasta que, finalmente, formaron las Compañías del Santo Deber, una especie de gremios con iniciaciones secretas.

—¿Quiere eso decir que la Palabra que desencadena el poder del Arca ha podido transmitirse entre ellos?

—No es seguro,
Reichsführer,
pero es evidente que esas asociaciones templarias han mantenido cierto poder. Quizá participaran en la caída de la monarquía francesa durante la Revolución. El día que decapitaron a Luis XVI, un hombre desconocido mojó su sombrero en la sangre del rey que chorreaba de la guillotina y lo sacudió sobre los espectadores, diciendo: «¡Pueblo de Francia, te bautizo en el nombre de Jacques de Molay!»

—Una venganza histórica.

—Sí,
Reichsführer.
Es posible que el hombre que lo hizo fuera solamente un loco, pero la leyenda sostiene que los templarios sobrevivieron y que una de sus metas es vengarse de la monarquía francesa y de la Iglesia, los enemigos seculares de la orden. No obstante, yo me permito dudar de que la Palabra Secreta se haya mantenido entre los actuales templarios.

—¿Por qué?

—Porque hace treinta años sus representantes se asociaron con el Vaticano y con los judíos para buscar la Palabra Secreta. Las reuniones se realizaron en el sur de España, cerca de los antiguos monasterios en los que se había depositado la Mesa de Salomón en tiempos de los godos.

BOOK: Las trompetas de Jericó
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

17 - Why I'm Afraid of Bees by R.L. Stine - (ebook by Undead)
Scaredy Cat by Alexander, Robin
Colmillos Plateados by Carl Bowen
A Canticle for Leibowitz by Walter M. Miller
Cleopatra and Antony by Diana Preston
Forever Rowan by Summers, Violet
When We Were Animals by Joshua Gaylord