Libro de maravillas para niñas y niños (17 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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—¡Ah, qué lástima! —suspiró Filemón mientras se alejaban de la casa—. Si nuestros vecinos supieran qué bendición es ser hospitalario, atarían los perros y prohibirían a sus hijos tirar una sola piedra.

—¡Es un pecado portarse así! ¡Una vergüenza! —exclamó Baucis, con vehemencia—. ¡Hoy mismo iré a decirles que acaben ya con esas maldades!

—Me temo —observó Azogue con una sonrisa maliciosa —que no vas a encontrar a ninguno en casa.

Entonces el ceño del viajero mayor cobró una expresión tan grave, firme y terrible, y no obstante tan serena, que ni Baucis ni Filemón se atrevieron a decir palabra. Miraron ese rostro con reverencia, como si mirasen al cielo.

—El que no considera al forastero más humilde como un hermano —dijo el extraño con una voz profunda como un órgano—, no merece existir en la tierra, que fue creada como hogar de la gran hermandad humana.

—Y por cierto, buenos amigos —intervino Azogue, con los ojos brillantes de alegría y de malicia—. ¿Dónde está esa aldea de que habláis? ¿A qué lado la encontraremos? Yo por aquí no veo nada.

Filemón y su mujer se volvieron hacia el valle, donde el atardecer del día anterior habían visto prados, casas, huertos, árboles, la ancha calle bordeada de hierba con niños jugando y todos los signos del trajín, el ocio y la prosperidad. Pero, para su asombro, descubrieron que ¡la aldea había desaparecido! Ni siquiera el fértil valle donde se había alzado existía ya. En su lugar vieron la amplia superficie azul de un lago que colmaba la cuenca de punta a punta y reflejaba las colinas circundantes ofreciendo la imagen más apacible que se conociera desde la creación del mundo. Por un instante las aguas permanecieron completamente lisas. Luego se alzó una ligera brisa que hizo que el agua danzara, reluciera y cabrilleara bajo los primeros rayos del sol y rodara hasta la orilla próxima en plácidas olas murmurantes.

El lago les resultaba a los ancianos tan extrañamente conocido que quedaron estupefactos: sentían como si la existencia de una aldea allí hubiese sido un sueño. Pero un momento después recordaron las casas desaparecidas, y los rostros y el carácter de los habitantes con demasiada claridad para haberlos soñado. ¡La aldea había estado allí el día anterior y ahora no estaba!

—¡Ay! —clamaron aquellos dos seres bondadosos—. ¿Qué ha sido de nuestros pobres vecinos?

—Han dejado de existir como hombres y mujeres —dijo la voz profunda del viajero mayor, y a lo lejos resonó un trueno—. No había utilidad ni belleza en una vida como la suya, pues nunca aliviaron ni suavizaron la carga de la mortalidad practicando la cortesía afectuosa entre semejantes. No albergaban en el alma ninguna imagen de una vida mejor. ¡Por eso el lago que hubo antaño ha vuelto a extenderse para reflejar el cielo!

—En cuanto a esos necios —dijo Azogue, sonriendo una vez más con malicia—, se han vuelto todos peces. No tuvieron que cambiar tanto, porque ya eran un hatajo de bribones con escamas y tenían la sangre completamente fría. Así que, amable Baucis, cuando os apetezca comer una trucha asada, ¡os bastará arrojar una cuerda para sacar media docena de vecinos!

—¡Ay! —se estremeció Baucis—. ¡Por nada del mundo pondría a uno de ellos en la parrilla!

—No —añadió Filemón torciendo el gesto—. ¡Se nos atragantaría!

—Pero vosotros —continuó el viajero mayor—, buen Filemón y amable Baucis, a despecho de vuestros escasos medios, no sólo habéis agasajado al desamparado sino que además le habéis ofrecido una hospitalidad tan sincera que la leche se transformó en fuente inagotable de néctar y el pan y la miel en ambrosía. Así, las divinidades han disfrutado en vuestra mesa de las mismas viandas que encuentran en los banquetes del Olimpo. Habéis obrado bien, ancianos amigos. Por lo tanto, decid cuál es vuestro mayor anhelo y os será concedido.

Filemón y Baucis se miraron y… No sé cuál fue el que habló, pero sé que expresó el deseo de los dos corazones.

—¡Que vivamos juntos mientras tengamos vida, y al morir dejemos el mundo en el mismo instante! Porque nos amamos desde siempre.

—Sea —respondió el extranjero con majestuosa bondad—. ¡Y ahora mirad vuestra choza!

Miraron y ¡cuál no sería su asombro al ver que en el lugar donde había estado su humilde morada se alzaba ahora una alta construcción de mármol blanco con el portal abierto de par en par!

—Es vuestro hogar —dijo el extranjero con una sonrisa benévola—. Practicad la hospitalidad en este palacio con la misma espontaneidad que en la casucha donde nos acogisteis anoche.

Los ancianos cayeron de rodillas para agradecérselo, pero ¡el grave extraño y Azogue habían desparecido de pronto!

Así pues, Filemón y Baucis se instalaron en el palacio de mármol y se dedicaron a ofrecer cordialidad y calor a cualquiera que tuviera la suerte de pasar por allí. No quisiera olvidar deciros que la jarra de leche conservó la maravillosa cualidad de no vaciarse nunca cuando hacía falta que estuviese llena. El huésped sincero, bien dispuesto y generoso que bebía un trago de la jarra, sentía cómo se deslizaba por su garganta el fluido más dulce y tonificante. Pero si por azar bebía un cascarrabias desagradable, ¡indefectiblemente hacía una mueca extraña y al instante declaraba que esa leche se había agriado!

Así, el matrimonio vivió mucho tiempo en el palacio y fue envejeciendo más y más, hasta ser, a decir verdad, muy anciano. Sin embargo, al cabo del tiempo llegó una mañana de estío en que Filemón y Baucis no acudieron a invitar a desayunar a los huéspedes de la noche anterior, como otras mañanas, con una amplia sonrisa hospitalaria en el rostro. Los huéspedes los buscaron en vano por todo el inmenso palacio. Pero al fin, con mucha perplejidad, atisbaron frente al portal dos árboles venerables que nadie recordaba haber visto la víspera. No obstante allí estaban, con las raíces profundamente arraigadas al suelo y un enorme follaje que daba sombra a la fachada del edificio. Uno era un roble, el otro un tilo. Tenían las ramas entrelazadas —era raro y hermoso verlo— y por la forma en que se abrazaban parecía que cada uno viviera más en el otro que dentro de sí.

Mientras los huéspedes admiraban aquellos dos árboles, que tanto habían crecido en una noche hasta ser tan altos y venerables como otros después de un siglo, se levantó una brisa que agitó las ramas enlazadas. Y entonces flotó en el aire un murmullo nítido y hondo, como si los árboles estuvieran hablando.

—Soy Filemón —susurró el roble.

—Soy Baucis —susurró el tilo.

Pero al cobrar fuerza la brisa, las dos voces echaron a hablar a la vez —«¡Filemón! ¡Baucis! ¡Baucis! ¡Filemón!»—, como si cada una fuera las dos y las dos fueran una y conversaran en el fondo de un único corazón. Era fácil advertir que la anciana pareja había rejuvenecido y se disponía a pasar más de cien años tranquilos y deliciosos, Filemón como roble y Baucis como tilo. ¡Ah, y qué acogedora era la sombra que proyectaban a su alrededor! El caminante que se detenía a descansar allí oía un agradable rumor de hojas y se preguntaba cómo era posible que el sonido se pareciese tanto a estas palabras:

—Bienvenido, querido viajero, ¡bienvenido!

Y algún alma gentil, que sabía bien lo que habría complacido a Baucis y Filemón, hizo en torno a los troncos un asiento circular donde, mucho tiempo después siguieron reposando y bebiendo leche de la jarra milagrosa el transeúnte cansado, el hambriento y el sediento.

¡Cómo me gustaría ahora que tuviéramos esa jarra!

EN LA FALDA

DE LA COLINA

DESPUÉS DEL CUENTO

—¿Cuánto cabía en la jarra? —­preguntó Salvinio.

—Menos de un litro —contestó el estudiante—. Pero si tú querías, seguía vertiendo leche hasta llenar un tonel de unos trescientos litros. La verdad es que habría seguido siempre así, y no se habría secado ni en pleno verano, a diferencia de lo que ocurre con el lejano riachuelo que baja rumoreando por la ladera.

—¿Y que se ha hecho de ella? —insistió el pequeño.

—Lamento decirte que se rompió hace unos veinticinco mil años —respondió el primo Eustace—­. La gente la reparó lo mejor que pudo pero, aunque servía perfectamente para contener leche, no volvió a haber noticia de que se llenara por sí sola. No era mejor, pues, que cualquier otra jarra agrietada.

—¡Qué pena! —exclamaron todos los niños al unísono.

El respetable perro
Ben
había sido testigo de la reunión, como un cachorro de terranova al que llamaban
Bruno
porque era negro como un oso. Como
Ben
ya era adulto y de hábitos muy circunspectos, el primo Eustace le solicitó que se quedara con los cuatro pequeños para protegerlos. En cambio, como el negro
Bruno
era un niño más, el estudiante juzgó mejor llevarlo con él, para evitar que en su alocado juego con los críos los hiciera tropezar y los enviara rodando colina abajo. El estudiante advirtió a Alfalfa, Salvinio, Dienteleón y Borraja que se sentaran y se quedaran quietecitos donde los dejaba, tras lo cual empezó a subir la ladera, con Prímula y los niños mayores, y muy pronto lo perdieron de vista entre los árboles.

LA QUIMERA

EN LA CIMA

INTRODUCCIÓN A

«LA QUIMERA»

A lo largo de la empinada ladera boscosa, ascendían Eustace Bright y sus compañeros. Los árboles no habían dado aún hojas, pero sí brotes suficientes para proporcionar una amplia sombra, mientras que el sol los colmaba de luz verde. Entre las viejas y pardas hojas caídas asomaban rocas cubiertas de musgo; troncos podridos yacían cuan largos eran allí donde se habían desplomado mucho tiempo atrás; había ramas podridas que las borrascas de invierno habían arrancado y esparcido por doquier. Y sin embargo, por vetusto que todo aquello pareciera, el bosque tenía el aspecto de la vida más nueva, porque dondequiera que uno posara la mirada había algo fresco y verde que surgía como si se preparase para el verano.

Al fin los jóvenes alcanzaron la linde superior del bosque y al salir se encontraron casi en la cumbre de la colina. No era un pico ni un peñasco sino un llano o una meseta bastante amplia con una casa y un establo a lo lejos. En la casa vivía una familia solitaria, y a veces aquellas nubes, que derramaban la lluvia o las tormentas de nieve que se deslizaban por el valle, flotaban por debajo de aquella vivienda lóbrega y aislada.

En el punto más alto de la colina había un montículo de piedras en cuyo centro se alzaba un largo poste con una bandera ondeando en la punta. Eustace llevó a los niños allí para que viesen la inmensa extensión de nuestro bello mundo que podían abarcar con una sola mirada a su alrededor. Y a medida que ellos miraban, los ojos se les agrandaban más y más.

Hacia el sur, el monte Monument parecía haberse hundido o retraído, aunque seguía ocupando el centro del escenario, de modo que ahora era un miembro poco destacado de una gran familia de colinas. Más allá, la cadena de las Taconic parecía más alta y grandiosa que antes. No sólo nuestro bonito lago, con todas sus abras y sus pequeñas rías, sino dos o tres más abrían al sol los ojos azules. En la distancia se divisaban varias aldeas blancas sembradas, cada una con su campanario. La cantidad de granjas con sus hectáreas de bosque, pastos, campos y huertecitos era tal que a los niños les costaba acomodar tal variedad de objetos en la cabeza. También se veía Tanglewood, que hasta aquel día ellos habían creído un importante enclave del mundo, pero ahora ocupaba tan poco espacio que ya habían mirado más allá, y a ambos lados, y habían pasado un buen rato buscándola cuando descubrieron dónde estaba.

Blancos vellones de nube flotaban en el cielo, proyectando en el paisaje dispersas manchas de sombra. Pero al poco rato el sol lucía donde hasta entonces había sombra, y las sombras aparecían en otras partes.

A lo lejos, hacia el oeste, se divisaba una cadena de cerros azules: Eustace Bright les dijo a los niños que eran los Catskills. Entre la niebla de sus cumbres, explicó, había un lugar donde unos viejos holandeses jugaban un eterno juego de bolos y donde un ser perezoso, llamado Rip van Winkle, se había acostado y había dormido veinte años de un tirón. Los niños pidieron fogosamente a Eustace que se lo contara todo sobre aquel prodigio. Pero el estudiante replicó que esa historia ya la había contado otro y era imposible contarla mejor, y que nadie tenía derecho a cambiar una sola palabra hasta que se hiciera tan vieja como «La cabeza de la Gorgona», «Las tres manzanas de oro» y el resto de esas leyendas milagrosas.

—Pero mientras descansamos aquí mirando a nuestro alrededor —dijo Vinca—, al menos podrías contarnos otra.

—Anda, primo Eustace —dijo Prímula—, te aconsejo que nos cuentes una historia aquí. Elige algún tema elevado e intenta poner tu imaginación a la misma altura. Quizá por una vez el aire de la montaña te vuelva poético. Y no importa que sea un cuento completamente extraño y fabuloso, entre estas nubes nos creeremos lo que sea.

—¿Creeréis —preguntó Eustace— que una vez hubo un caballo alado?

—Sí —contestó la insolente Prímula—, pero me temo que nunca podrías atraparlo.

—Ya que lo dices, Prímula —replicó el estudiante—, no sólo yo, sino una docena de individuos que conozco podrían atrapar a Pegaso y montarlo. En cualquier caso, he aquí una historia acerca de ese caballo, porque si existe un lugar en el mundo donde deba contarla, ciertamente es la cima de una montaña.

Así pues, sentado sobre un montón de piedras con los niños al pie, Eustace fijó la vista en una nube pasajera y empezó como sigue.

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