Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
—Si otras veces me has ridiculizado a mí y a mis cuentos, Prímula, estás perdonada —dijo él—. Una lágrima vale muchísimas risas.
—Bueno, señor Bright —respondió la niña, secándose las lágrimas para reemplazarlas por una de sus sonrisas traviesas—, es que meter la cabeza entre las nubes le eleva a una el espíritu. Te aconsejo que en adelante te limites a contar historias desde la cima de un monte.
—O desde el lomo de Pegaso —replicó Eustace riendo—. ¿No crees que he capturado muy bien al caballito maravilloso?
—¡Sólo ha sido uno más de tus disparates! —gritó Prímula aplaudiendo—. ¡Ya te estoy viendo a más de dos mil metros de altura, montando y cabeza abajo! Por suerte no has tenido una verdadera oportunidad de demostrar lo buen jinete que eres con un caballo mejor que nuestro manso
Davy
, o con el viejo
Centenario
.
—Pues a mí me gustaría tener a Pegaso aquí ahora mismo —dijo el estudiante—. Montaría sin perder tiempo y echaría a cabalgar por la región, sólo unas leguas a la redonda, haciendo visitas literarias a mis colegas. En mi ruta estarían el doctor Dewey, al pie de las Taconic. Más allá, en Stockbridge, está el Señor James, famoso en todo el mundo, sobre su cúmulo de historias y novelas alto como un cerro. Creo que Longfellow todavía no se ha instalado en la laguna, porque el caballo alado relincharía al divisarlo. Pero aquí en Lenox encontraría a nuestra mejor novelista, la que ha hecho totalmente suyos el paisaje y la vida de Berkshire. A1 otro lado de Pittsfield está Herman Melville dando forma a la gigantesca idea de su Ballena Blanca, mientras sobre la ventana de su estudio se cierne la inmensa protuberancia del monte Greylock. Con un brinco más de mi corcel me encontraría en la puerta de Holmes, a quien menciono en último lugar porque al minuto siguiente Pegaso me tiraría de la silla, no lo dudo, pidiendo que me reemplace el poeta.
—¿No tenemos un escritor en el vecindario? —preguntó Prímula—. Ese hombre taciturno que vive en la vieja casa de ladrillo rojo cerca de la avenida Tanglewood, al que a veces nos encontramos en el bosque o en el lago con dos niños. Me parece haber oído que ha escrito no sé qué poema, o una novela, o un manual de aritmética o de historia.
—¡Calla, Prímula, calla! —exclamó Eustace, inquieto, susurrando y llevándose un dedo a los labios—. ¡De ese hombre, ni una palabra ni siquiera en la cima de un monte! Si llega a oír nuestra cháchara y no le gusta, es capaz de echar al fuego tres o cuatro docenas de cuartillas, y entonces tú y yo, y Vinca, Salvinio, Dienteleón, Jacinta, Clavo, Arándano, Alfalfa, Borraja, Almendro, Llantén y Begonia, sí, todos, y también el señor Pringle, que tanto critica mis relatos, y la pobre señora Pringle, nos convertiríamos en humo y saldríamos en nubecitas por la chimenea. Con el resto del mundo, el vecino de la casa de ladrillo rojo es una persona bastante inofensiva, pero algo me dice que tiene sobre nosotros un poder terrible que llega casi a la posibilidad de aniquilarnos.
—¿Y Tanglewood se convertiría en humo junto con nosotros? —preguntó Prímula, horrorizada por la amenaza de destrucción—. ¿Y a
Ben
y
Bruno
qué les ocurriría?
—Tanglewood quedaría —contestó el estudiante— exactamente igual que ahora, pero ocupada por una familia totalmente distinta.
Ben
y
Bruno
seguirían viviendo, y se acomodarían bajo la mesa con sus huesos… ¡sin pensar una sola vez en los buenos momentos que hemos pasado juntos!
—¡Qué cosas más absurdas dices! —exclamó Prímula.
Charlando de este tipo de naderías, el grupo había empezado a bajar la ladera y se internaba en la sombra del bosque. Prímula recogió ramas de laurel de montaña, cuya hoja estaba aún verde y tierna como si la helada y el deshielo no hubiesen puesto a prueba sucesivamente su textura. Con las ramas hizo una guirnalda y, quitándole al estudiante la gorra, se la puso en la cabeza.
—Ya que nadie te va a coronar por tus cuentos —comentó la socarrona niña— permite que lo haga yo.
—No estes tan segura —respondió Eustace, que con el laurel entre los brillantes rizos parecía un poeta de veras— de que estas historias admirables no me harán ganar otras coronas. Durante el resto de las vacaciones y el curso de verano en la universidad pienso pasar todo el tiempo libre poniéndolas por escrito para hacer un libro. Al señor J.T. Fields (a quien conocí el verano pasado cuando estuvo en Berkshire, y que además de editor es poeta) le bastará echar un vistazo para apreciar mis excepcionales méritos. Supongo que le pedirá a Billings que las ilustre, y con los mejores auspicios las presentará al mundo en la eminente editorial Ticknor & Co. Sin duda, ¡de aquí a cinco meses se me habrá reconocido como una de las luminarias de la época!
—¡Pobre muchacho! —dijo Prímula—. ¡Menuda decepción se va a llevar!
Un poco más abajo,
Bruno
empezó a ladrar y obtuvo como respuesta el «guau―guau» más grave del respetable
Ben
. Pronto vieron al viejo perro dedicado a su diligente vigilancia de Dienteleón, Salvinio, Alfalfa y Borraja. Los chiquillos, que se habían recuperado completamente de la fatiga, se habían puesto a recoger ebúrneas, y ahora acudían corriendo al encuentro de sus compañeros. Una vez reunido, el grupo al completo siguió bajando jubilosamente a través del huerto de Luther Butler de regreso a Tanglewood.
NATHANIEL HAWTHORNE (Salem, Massachusets, 1804 – Plymouth, New Hampshire, 1864) fue autor de novelas como
The Scarlet Letter
(1850),
The House of the Seven Gables
(1851) y
The Blithedale Romance
(1852). Son sus relatos, sin embargo, originalmente publicados en diarios y revistas, y posteriormente reunidos en antologías y colecciones—como
Cuentos contados dos veces
(1837) o
Musgos de una vieja casa parroquial
(1846)—, los que más han conectado con el lector contemporáneo.