Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
Ya os imaginaréis que el Abuelo del Mar se despertó sobresaltado. Pero difícilmente su asombro podría superar al de Hércules un instante después, cuando, de pronto, el Abuelo desapareció y ¡él se encontró sujetando el cuerno y la pata de un venado! Siguió apretando los puños, no obstante, y entonces desapareció el venado y apareció un ave marina que aleteaba y chillaba, sin poder liberarse, ¡mientras Hércules la agarraba de una pata y un ala! Un instante después, era un horrible perro de tres cabezas que gruñía, ladraba y lanzaba feroces mordiscos a las manos que lo apresaban. Hércules no lo soltó. Un minuto más tarde, en vez del perro tricéfalo, ¡apareció Gerión, el monstruo de las seis piernas, que usaba cinco para patear a Hércules y una para intentar huir! Pero Hércules no aflojaba, así que inmediatamente Gerión dio paso a una serpiente enorme, como las que Hércules había estrangulado de pequeño, aunque cien veces más grande, que se retorcía y se enroscaba en torno al cuello y el cuerpo del héroe, azotaba el aire con la cola y abría las fauces letales amenazando devorarlo. En suma, ¡un espectáculo espantoso! Pero Hércules, sin desanimarse un ápice, siguió oprimiéndola con tanta fuerza que pronto la serpiente empezó a emitir un siseo quejumbroso.
Debéis entender que el Abuelo del Mar, aunque habitualmente tuviera el aspecto de un castigado mascarón de proa, tenía el poder de cobrar la forma que se le antojara. De modo que, al verse agarrado con tanta fuerza, había alentado la esperanza de que sus transformaciones mágicas sorprendieran a Hércules y lo aterrorizaran tanto que terminara soltándolo. Si Hércules hubiera aflojado el puño, el Abuelo se habría sumergido en las profundidades del mar, y no se habría molestado en salir a la superficie para responder preguntas impertinentes. Supongo que, al ver esas horribles metamorfosis, noventa y nueve de cada cien personas habrían enloquecido de miedo y salido huyendo al instante. Pues una de las cosas más difíciles del mundo es ver la diferencia entre los peligros reales y los imaginarios.
Pero, como Hércules porfiaba tanto en aguantar, y con cada nueva metamorfosis lo oprimía con más fuerza, sometiéndolo a un tormento considerable, al fin el Abuelo consideró que lo mejor era recobrar su aspecto. De modo que allí estaba otra vez aquel personaje en forma de pez, cubierto de escamas y palmípedo, con una especie de mata de algas colgándole de la barbilla.
—Por favor, ¿qué quieres de mí? —gimió el Abuelo en cuanto recuperó el aliento, porque pasar por tantas formas falsas era un trámite muy agotador—. ¿Por qué me aprietas así? ¡Suéltame ahora mismo o empezaré a considerarte una persona sumamente grosera!
—¡Me llamo Hércules! —bramó el fornido extranjero—. ¡Y no te librarás de mis garras hasta que no me digas cuál es el camino más corto para llegar al Jardín de las Hespérides!
Cuando el anciano supo quién era el individuo que lo tenía atrapado, comprendió, al mirarlo de reojo, que iba a tener que decirle todo lo que quisiera saber. Recordad que el Abuelo era habitante del mar y como otros marinos erraba por doquier. Naturalmente, había oído hablar mucho del famoso Hércules, de sus constantes y fabulosas hazañas en diversos lugares de la tierra y de la firmeza con que cumplía todo lo que se proponía. Así que, en vez de intentar soltarse, el anciano le indicó al héroe cómo encontrar el Jardín de las Hespérides, e incluso lo previno de las dificultades que debería vencer antes de llegar allí.
—Debes seguir por aquí y por aquí —le explicó el Abuelo del Mar tras orientarse —hasta que veas a un gigante muy alto que sostiene el cielo sobre los hombros. Si esta de humor, ese gigante te dirá exactamente dónde está el jardín.
—Y si no está de humor —añadió Hércules, con el garrote en equilibrio sobre la punta de un dedo—, ¡tal vez yo encuentre una forma de convencerlo!
Nuestro héroe le dio las gracias al Abuelo, le rogó que disculpara el maltrato y reanudó el viaje. Le ocurrieron montones de aventuras extrañas, que valdría la pena oír si yo tuviera tiempo para contarlas con el detenimiento que merecen.
Si no me equivoco, durante aquel viaje topó con un gigante prodigioso, al que la naturaleza le había otorgado el don de volverse diez veces más fuerte cada vez que tocaba el suelo. Se llamaba Anteo. Como comprenderéis, luchar con semejante individuo era un asunto complicado, porque apenas caía al suelo derribado de un golpe ya se levantaba de nuevo, más fuerte, feroz y diestro que si su enemigo lo hubiera dejado en paz. Así, cuanto más duros los garrotazos que Hércules le asestaba, más lejos se veía de derrotarlo. Yo he discutido con individuos así, pero nunca he peleado con ninguno. La única manera que encontró Hércules de acabar el combate fue levantar a Anteo en brazos para evitar que tocara el suelo, y apretar, apretar y apretar hasta sofocar toda la fuerza del enorme cuerpo.
Cuando concluyó este asunto, Hércules reanudó el viaje. Fue a la tierra de Egipto, donde cayó prisionero y lo habrían ejecutado si el no hubiera matado al rey del país y huido. Atravesó los desiertos de África a toda velocidad y llegó por fin a la costa del gran océano. Y allí, como no era posible andar sobre las crestas de las olas, tuvo la impresión de que el viaje había terminado.
Frente a él sólo veía el espumoso océano, inconmensurable y estruendoso. Pero de pronto, mirando al horizonte, divisó muy a lo lejos algo que hacía un momento no había visto. Irradiaba un brillo muy intenso, casi como el disco dorado del Sol cuando asoma o se pone en los confines del mundo. Era evidente que se estaba acercando, porque a cada instante crecía en tamaño y luminosidad. Finalmente estuvo tan cerca que Hércules descubrió que era una inmensa copa o un cuenco hecho de oro o de bronce pulido. Cómo era posible que flotara en el mar es más de lo que soy capaz de explicaros. Allí estaba, en todo caso, balanceándose sobre olas tumultuosas que lo sacudían, cuyas espumosas crestas golpeaban sus flancos aunque sin salpicar por encima del borde.
«He visto muchos gigantes en mi vida —pensó Hércules—, ¡pero ninguno que para beberse el vino necesite una copa así!».
¡Menuda copa, por cierto! Era tan grande como, como… En fin, me da miedo decir lo inmensamente grande era. Para ceñirnos a ciertos límites, era diez veces más grande que una gran rueda de molino y, pese a ser toda de metal, flotaba ligera sobre el agitado oleaje como una bellota en un arroyuelo. Las olas la arrastraron hasta la playa, muy cerca de donde estaba Hércules.
Y en cuanto la vio, el héroe supo qué tenía que hacer, pues todas las extraordinarias aventuras vividas le habían enseñado qué hacer exactamente cada vez que ocurría algo fuera de lo común. Estaba claro como el agua: una fuerza invisible había echado al mar la maravillosa copa y la había guiado hasta allí para transportarlo al Jardín de las Hespérides. De modo que, sin perder un segundo, Hércules trepó hasta alcanzar el borde y saltó dentro, donde, tras extender la piel de león, procedió a concederse un pequeño reposo. Prácticamente no había descansado desde que se había despedido de las doncellas en la orilla del río. Las olas chocaban contra el cáliz hueco produciendo un tintineo placentero, meciéndola suavemente, y el movimiento era tan relajante que pronto sumió a Hércules en un plácido sueño. Probablemente llevaba un buen rato dormido cuando la copa fue a parar contra unas rocas, de modo que inmediatamente el ruido empezó a resonar y reverberar en la materia dorada o broncínea mucho más fuerte que en cualquier campana de iglesia que hayáis oído jamás. El ruido despertó a Hércules, que al instante se incorporó y miró a su alrededor preguntándose dónde estaría. No tardó mucho en descubrir que la copa había recorrido un buen trecho de mar: se acercaba ya a la costa de lo que parecía una isla, y ¿qué creéis que vio en ella?
No, ¡no vais a adivinarlo aunque lo intentéis cincuenta mil veces! Estoy absolutamente convencido de que era el espectáculo más maravilloso que Hércules hubiera visto en el curso de sus asombrosas aventuras. Era más sorprendente que la Hidra de nueve cabezas que crecían el doble de rápido que lo que uno pudiera cortarlas; más que el monstruoso hombre de seis piernas; más que Anteo; más que cualquier cosa jamás vista por nadie antes o después de los tiempos de Hércules y que todo cuanto quedara por contemplar a los viajeros del porvenir. ¡Era un gigante!
Sí, ¡un gigante insoportablemente grande! Alto como una montaña, tan inmenso que las nubes le rodeaban la cintura como un cinto, le colgaban de la barbilla como una barba cana y se deslizaban ante sus ojos enormes, razón por la cual no vio a Hércules ni la copa dorada en que viajaba. Pero lo más asombroso era que, al parecer, hasta donde Hércules alcanzaba a ver a través de las nubes ¡el gigante, con los brazos en alto, sostenía el cielo, que descansaba sobre su cabeza! Algo que realmente parece casi increíble.
Mientras, la copa brillante seguía avanzando por el agua hasta llegar por fin a la orilla. Justo en aquel momento la brisa apartó las nubes de la cara del gigante y Hércules pudo contemplar las enormes facciones: cada uno de sus ojos era tan grande como un lago, la nariz medía mil metros y la boca tenía el mismo ancho. Era un semblante terrible por la inmensidad del tamaño, pero desconsolado y exhausto, como muchas de las caras que uno ve hoy en día en las personas cansadas de llevar cargas superiores a sus fuerzas. Para el gigante el cielo era como las preocupaciones mundanas para quienes se dejan agobiar por ellas. Y siempre que los hombres aceptan una empresa por encima de sus capacidades, encuentran un destino como el de aquel gigante.
¡Pobre individuo! Era evidente que hacía mucho tiempo que estaba allí. Alrededor de los pies le había crecido un bosque que ya decaía, y de las bellotas caídas habían brotado robles de seis o siete siglos que se abrían paso entre los dedos.
De pronto, el gigante bajó la vista desde la remota altura de sus grandes ojos y, al divisar a Hércules, a través de la nube que se deslizaba frente a su boca, lanzó un rugido como un trueno.
—Eh, tú, el que está a mis pies, ¿quién eres? ¿Y de dónde vienes en esa copita?
—¡Soy Hércules! —respondió el héroe estruendosamente, con una voz prácticamente igual de fuerte—. ¡Busco el Jardín de las Hespérides!
—¡Ja, ja! —rugió el gigante con un colosal ataque de risa—. ¡Vaya aventura de locos!
—¡Qué…! —gritó Hércules, algo enfadado por la risa del otro—. ¿Acaso crees que el dragón de cien cabezas me da miedo?
Justo en aquel momento, mientras conversaban, unas nubes negras se arracimaron en torno a la cintura del gigante y estallaron en una tremenda tormenta de rayos y truenos, armando tal barahúnda que Hércules fue incapaz de entender una palabra. En la penumbra de la borrasca, sólo veía las desmesuradas piernas del gigante, y de vez en cuando vislumbraba todo el cuerpo envuelto en un manto de niebla. La mayor parte del tiempo daba la impresión de estar hablando, pero aquella gran voz tosca y profunda se mezclaba con las reverberaciones de los truenos, y como ellos se alejaba en los momentos de calma. De modo que, como hablaba a destiempo, el pobre gigante gastaba en vano una cantidad incalculable de aliento, pues lo que decía era tan inteligible como los truenos.
Por fin la tormenta se alejó, tan súbitamente como había llegado. Y volvió a aparecer el cielo claro y el cansado gigante sosteniéndolo, y un sol agradable iluminaba su enorme altura contra un fondo de nubes plomizas. Pero la cabeza del gigante estaba tan por encima de las tormentas que no tenía un solo pelo mojado.
Cuando el gigante pudo ver a Hércules, que seguía en la playa, volvió a gritarle.
—¡Soy Atlas, el gigante más fuerte del mundo, y sostengo el cielo sobre de mi cabeza!
—Ya lo veo —contestó Hércules—. Pero ¿podrías decirme cómo llegar al Jardín de las Hespérides?
—¿Qué quieres de allí? —preguntó el gigante.
—Quiero tres manzanas de oro —gritó Hércules— para mi primo el rey.
—Nadie más que yo puede ir al Jardín de las Hespérides y recoger las manzanas —dijo el gigante—. Si no estuviera tan ocupado sosteniendo el cielo, con seis zancadas cruzaría el mar para traértelas.
—Es muy amable de tu parte —replicó Hércules—. ¿Y no podrías apoyar el cielo en una montaña?
—No hay ninguna suficientemente alta —dijo Atlas meneando la cabeza—. Pero si quieres subirte a la cima de alguna que esté cerca, tendrás la cabeza casi al nivel de la mía. Pareces bastante fornido. ¿Y si te cedo mi sitio mientras hago el recado?
No debéis olvidar que Hércules era considerablemente fuerte. Y aunque aguantar el mundo demanda sin duda mucha fuerza muscular, si había un mortal capaz de la hazaña era él. De todos modos, la empresa parecía tan difícil que por primera vez en su vida Hércules dudó.
—¿Es muy pesado? —preguntó.
—Hombre, al principio no tanto —dijo el gigante encogiéndose de hombros—. ¡Pero al cabo de mil años resulta un poco fatigoso!
—¿Y cuánto tardarás en traer las manzanas? —preguntó Hércules.
—Ah, eso es un momento —dijo Atlas—. Daré pasos de cinco o diez leguas y antes de que te empiece a doler la espalda ya estaré de vuelta.
—De acuerdo, pues —dijo Hércules—. Voy a subir a esa montaña que hay detrás de ti para tomarte el relevo.
Lo cierto es que Hércules tenía buen corazón, y permitir que el gigante pudiese dar un paseo era hacerle un gran favor. Además, pensó que su propia gloria iba a aumentar cuando, más que de una hazaña vulgar como vencer a un dragón de cien cabezas, pudiera jactarse de haber sostenido el cielo. De modo que, sin más palabras, el cielo pasó de los hombros de Atlas a los de Hércules.