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Authors: Schätzing Frank

Límite (32 page)

BOOK: Límite
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—¿Qué te ha contado? —preguntó Tim, perplejo.

—Que ha tenido el mal del espacio. —Julian rió—. Hasta ahora no lo había sufrido. ¡A mí también me daría rabia!

—No, espera. —Tim negó con la cabeza en un gesto de impaciencia—. Tú no lo entiendes. Lo que tuvo Lynn no fue el mal del espacio.

—¿Ah, no? ¿Y qué fue, entonces?

—Que esto la supera. Que está al borde de un ataque de nervios.

—Puedo entender que te preocupes, pero...

—¡Ella no debería estar aquí, padre! Se está desgastando. Dios mío, cuántas veces tendré que decírtelo: Lynn está en las últimas. No podrá aguantar todo esto. Nunca se trató seriamente lo de hace cinco años...

—¡Eh! —Julian lo miró fijamente—. ¿Se te ha ido la olla? Éste es su hotel.

—Bueno, ¿y qué?

—¡Es su obra! ¡Santo cielo, Tim! Lynn es la presidenta de Orley Travel, tiene que estar aquí.

—¡Tiene...! ¡Ya, claro!

—¡No me vengas ahora con ésas! ¿Has tenido tú que hacer algo conmigo alguna vez? ¿Acaso te he impedido que seas maestro o que te metieras en la maldita política local, a pesar de que tenías todas las puertas abiertas en Orley?

—Ahora no se trata de eso.

—Nunca se trata de eso, ¿verdad? Tampoco se trata de que tu hermana tenga más éxito que tú y que eso, en el fondo, te joda, ¿no?

—¿Ah, sí? ¿Eso crees?

—Claro que sí. ¡Lynn no tiene ningún problema! ¡Tú sí que tienes algunos! Intentas presentarla como débil porque tú mismo no consigues hacer nada.

—Ésa es probablemente la mayor tontería que he... —Tim hizo un esfuerzo por controlarse y bajó la voz—. Por mí, puedes creer lo que quieras, me da igual. Pero ¡préstale atención a ella! ¿Es que ya no recuerdas lo que sucedió hace cinco años?

—Por supuesto que lo recuerdo. En aquella ocasión estaba exhausta. Si fueras tú el que tuvieras que asumir parte de su carga...

—No, Julian, no fue que estuviera exhausta. ¡Estaba quemada! Estaba enferma, psíquicamente enferma. ¿Cuándo entenderás eso? ¡Tenía una grave depresión! ¡Corría el riesgo de cometer suicidio!

Julian miró a su alrededor, como si las paredes tuvieran oídos.

—Escucha, Tim, y presta atención —le susurró su padre—. Lynn ha trabajado duro por conseguir esto. La gente la admira y la respeta. Éste es su gran momento. No permitiré que se lo estropees sólo porque te pasas la vida viendo fantasmas por todas partes.

—Mira que llegas a ser arrogante. ¡Estás completamente pirado!

—No, el que está pirado aquí eres tú. ¿Por qué viniste, si puede saberse?

—Para cuidar de ella.

—Oh. —Julian soltó una risa burlona—. Y yo que pensé que, aunque fuera un poquito, tenía algo que ver con mi persona. Perdona este ataque de sentimentalismo, pero ¿qué más da? Hablaré con ella, ¿de acuerdo? Le diré lo estupendamente que lo ha hecho todo, que es perfecto que el mundo la tenga en sus brazos. ¿Está bien así?

Tim guardó silencio mientras Julian, visiblemente malhumorado, desaparecía en dirección a la esclusa. Por el otro lado se acercaba O'Keefe.

—Eh, Tim.

—Hola, Finn. ¿Todo bien?

—Estupendo, gracias. ¿Viene usted con nosotros al Picard a tomar algo?

—No, nos veremos más tarde durante la cena. —Tim se quedó pensativo—. Necesito conseguir una corbata con refuerzo de fibras. Sin esos refuerzos no se puede aguantar la estancia aquí.

AL ANOCHECER

El hombre de los ojos de distinto color se interesaba mucho por el arte de preparar filetes a treinta y seis mil kilómetros de la Tierra, de tal modo que éstos quedaran crujientes y tostados por fuera y mantuvieran su color rosadito por dentro sin que la carne derramara una sola gota de su jugo.

Quería saber, además, lo que despertaba esa atracción de la gente por Marte.

—La vida —le dijo Julian—. Si encontrásemos vida allí, eso cambiaría nuestra imagen del mundo de manera fundamental. Yo había pensado que a ti, precisamente, la idea te fascinaba.

—Y así es. ¿Qué dicen los expertos? ¿Hay vida en Marte?

—Claro —sonrió Julian—. Arañas.

—Arañas marcianas. —El otro le devolvió la sonrisa—. Seguro que podría hacerse algo con eso.

Por su parte, muchos de los integrantes del grupo se interesaban también por el hombre de los ojos de distinto color. Por desgracia, Walo Ögi, su mayor admirador, fue arrastrado por Bernard Tautou y Oleg Rogachov hacia el carril de los temas económicos, mientras que Winter y Hsu, con la aprobación inexplicable de Momoka Omura, analizaban el efecto terapéutico del lujo en las depresiones de otoño. Faltaba Warren Locatelli, quien, al igual que Paulette Tautou, había sucumbido a las fuerzas aliadas del nervio vago y de diversos neurotransmisores que impulsaban el vaciado de sus estómagos desde una región del tronco encefálico conocida con el nombre de «centro del vómito».

Dejando de lado tales detalles, fue una cena brillante.

Habían bajado la intensidad de las luces, de modo que la Tierra relucía como un gigantesco farolillo a través del suelo de cristal. Por primera y última vez hubo bebidas alcohólicas, un champán servido en unos biberoncitos provistos de tubuladuras de aspiración. Al igual que la noche anterior, la comida impresionaba por su asombrosa calidad. Para el tiempo que durase la estancia, Julian había hecho venir a un estelar cocinero alemán, portador de numerosos premios, un suabo llamado Johannes King, que había incrementado la eficiencia de la cocina en un trescientos por ciento y era capaz de hacer, como por arte de magia, cosas tan asombrosas como verduras trufadas con bechamel, con auténticas trufas de Périgord, por supuesto, las cuales, después de varios experimentos, habían sido adaptadas a los inconvenientes de la ingravidez.

—Y es que cualquier salsa, es decir, cualquier cosa líquida o cremosa, se independiza en el estado de caída libre —dijo el cocinero mientras realizaba su vuelo de recorrido. Era un personaje vivaracho, de una movilidad inquieta, y parecía sentirse tan a gusto en la ingravidez como un pez en el agua—. A menos que le demos una consistencia que le permita quedarse adherida a la carne o a la verdura. Sin embargo, si la capa es demasiado espesa, tampoco sabe muy bien, de modo que es como andar por la cuerda floja.

Tautou propuso que la
Guía Michelin
se ampliara con un capítulo dedicado a la «Periferia próxima a la Tierra». Y es que, según el francés, ¿qué cosa podía haber más sensata que otorgar estrellas «allí arriba»? A continuación, no le dio vergüenza alguna seguir vertiendo en el oído de todos, con cansino entusiasmo, aquella floja analogía, al tiempo que les iban sirviendo, sucesivamente, paté de jabalí con arándanos, filetes, gratinado de patatas y un cremoso tiramisú.

—¡En cambio, no verán nada de cebolla, ni alubias, nada que produzca gases! La salida de flatulencias corporales, en condiciones de vida tan apretadas, crea un auténtico problema, y gracias a eso las personas se han vuelto menos violentas. Por cierto, lo que ustedes están comiendo ahora aquí en la Tierra les parecería demasiado condimentado, pero en el espacio las papilas gustativas trabajan a fuego lento. Y otra cosa, a partir de ahora deben comer despacio. Tomar cada bocado con parsimonia, llevárselo a la boca con cuidado, luego meterlo dentro de forma rápida y decidida y masticarlo bien.

—En cualquier caso, estos filetes son obra de Dios —opinó Donoghue.

—Gracias. —King hizo una reverencia, se volcó hacia adelante y realizó una especie de salto mortal—. En realidad, se trata de productos sintéticos esterilizados, provenientes de la cocina molecular. Pero permítanme decirles que estamos muy orgullosos de ellos.

Donoghue guardó silencio durante los siguientes diez minutos, sumido en un estado de profunda reflexión.

O'Keefe tomó un sorbo de champán.

El actor se esforzaba por mantener intacta su actitud de enfado. Tal vez se había dado cuenta de que Heidrun estaba sentada a su lado o, mejor dicho, que la suiza había encajado sus piernas en el entramado previsto para ello. A pesar de que eso le agradaba, él la castigaba con su desprecio y charlaba con expresión ostentosa con el huésped sorpresa. La suiza, por su parte, no hizo ningún ademán de dirigirle la palabra. Sólo después de haber comentado todas las vivencias del día, cuando las conversaciones empezaron a convertirse en fractales de sí mismas, Finn se dignó dedicarle un comentario sibilante:

—¿Qué diablos estabas pensando esta mañana?

Ella se mostró perpleja:

—¿De qué hablas?

—Mira que empujarme fuera de la esclusa.

—Oh. —Heidrun guardó silencio por un momento—. Ya entiendo. Estás enfadado.

—No, pero tengo dudas de tu buen juicio. Eso fue bastante peligroso.

—Chorradas, Finn. Puede que yo tenga una mente infantil, pero no estoy loca. Nina me contó ayer que los trajes eran dirigidos por un control remoto. ¿Crees en serio que dejarían a merced de sí mismos, ahí fuera, a un paquete de turistas cuyo mayor mérito deportivo es haber aprobado el examen básico de natación?

—Entonces, ¿no querías matarme? Eso me tranquiliza.

Heidrun sonrió enigmáticamente para sí.

—Creo que sólo quería ver dónde acababa Perry Rodhan y dónde empezaba Finn O'Keefe.

—¿Y?

—Sería más plausible si interpretaras al personaje como a un imbécil.

—¡Un momento! —protestó O'Keefe—. Un imbécil que a la vez es un héroe.

—Sí, claro. Además, cogiste la curva con suficiente rapidez y destreza como para que en una futura adjudicación de mujercitas ávidas de apareamiento no quedes fuera de la competencia. ¿Satisfecho?

Finn sonrió. En la pausa que se sucedió a continuación, oyó a Eva Borelius que decía:

—No es una cuestión teológica, Mimi, sino una pregunta sobre los orígenes de nuestra civilización. ¿Por qué los seres humanos ansían superar ciertos límites? ¿Qué buscan en el espacio? A veces tengo ganas de sumarme al coro de la indignación por los millones y millones de personas que pasan hambre, que no tienen acceso al agua potable...

—Sí lo tienen —graznó Tautou, interrumpiéndola, pero de inmediato fue puesto en firme otra vez por el pistoletazo de Karla Kramp, que le espetó: «¡No lo tienen!»

—...mientras que toda esta diversión consume sumas astronómicas de dinero. Nosotros, sin embargo, tenemos que investigar. Toda nuestra cultura se basa en el intercambio y la propagación. A fin de cuentas, en lo desconocido nos buscamos a nosotros mismos, nuestro significado, nuestro futuro, como ya lo hizo Alexander von Humboldt, o como lo hace Stephen Hawking...

—Yo no estaría aquí si tuviera algo en contra de la propagación de la raza humana —dijo Mimi Parker en tono mordaz.

—Pero ha sonado de ese modo.

—¡Para nada! Sólo que me opongo a ese principio obtuso de pretender indagar en algo que es obvio. Yo, por mi parte, estoy aquí para asombrarme, para admirar su obra.

—Obra que, según su criterio, tiene seis mil años de antigüedad.

—También podrían ser diez mil. Consideramos que podrían ser diez mil, no somos dogmáticos ni mucho menos.

—¿Y no más? ¿No serán, por lo menos, un par de millones de años?

—De ningún modo. Lo que yo espero encontrar aquí fuera...

«Ajá —pensó O'Keefe—. Ahora lo recuerdo: "La creación a imagen y semejanza, tal y como aprendimos de nuestro jefe supremo hace seis mil años." Parker es, a bordo, la representante de los creacionistas.»

—¿Y qué esperas encontrar tú aquí? —le preguntó Finn a Heidrun, que reía por algo que acababa de decir Carl Hanna.

—¿Yo? —La suiza volvió la cabeza. Su larga trenza blanca coleteó tras ella—. Yo no he traído expectativa alguna.

—¿Y por qué estás aquí, entonces?

—Porque invitaron a mi marido. En estos casos, deben cargar conmigo, lo quieran o no.

—Bien, pero ahora estás aquí.

—Hum. A pesar de eso, no confío demasiado en las expectativas. Prefiero que me sorprendan. En cualquier caso, hasta ahora todo ha sido estupendo. —Heidrun vaciló y se acercó un poco a él—. ¿Y tú? ¿Qué buscas tú?

—Nada. Yo hago mi trabajo.

—No lo entiendo.

—¿Qué es lo que hay que entender? Estoy aquí para hacer mi trabajo y punto.

—¿Tu...
trabajo?

—Sí.

—¿Llamas trabajo a dejarte enyuntar al carro de Julian? —Por eso estoy aquí.

—Santo cielo, Finn. —Heidrun negó lentamente con la cabeza en un gesto de incredulidad. De repente, a él lo sobrecogió la embarazosa sensación de haber pulsado la tecla equivocada—. ¡Eres un tremendo gilipollas! Cada vez que empiezas a caerme bien...

—¿Por qué? ¿Qué he hecho esta...?

—¡Esa pose distanciada! Siempre impasible ante todo, ¿no es eso? Con la gorra de béisbol calada hasta la nariz, siempre avanzando por otros caminos. Precisamente a eso me refería antes. ¿Quién es este O'Keefe?

—El que está sentado delante de ti.

—¡Y una mierda! Eres alguien que tiene una vaga idea de cómo debería ser ese O'Keefe para que todos lo vean como a un tipo superguay, un rebelde cuyo problema es que no existe realmente nada contra lo que pueda rebelarse, salvo tal vez el tedio.

—¡Eh! —exclamó Finn, inclinándose hacia adelante—. ¿Qué te hace pensar que soy así, maldita sea?

—Tu jodida actitud.

—Tú misma lo has dicho...

—He dicho que no tenía ninguna expectativa, lo que quiere decir que estoy abierta a todo. Y eso es mucho. Tú, por el contrario, afirmas que para ti no es más que un trabajo. Según el principio de que Julian es simpático y la Luna es redonda, y ahora todos nos mantendremos cogidos de las manos hasta que la cámara se apague y yo pueda irme por fin a tomar una copa. ¡Eso es asqueroso, Finn, infinitamente poco! ¿Cuán saturado estás realmente? ¿Es que pretendes contarme en serio que estás a merced de las pocas perras que Julian piensa pagarte por la diversión?

—Tonterías. No voy a cobrar un céntimo por esto.

—Entonces, dime, es tu última oportunidad. ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Qué sientes, por ejemplo, al contemplar la Tierra?

O'Keefe dejó pasar un rato que aprovechó para reflexionar. Con expresión ensimismada, miró hacia abajo a través del suelo de cristal. Su problema era que no se le ocurría ninguna respuesta convincente. La Tierra era la Tierra.

—Distancia —dijo finalmente.

—Distancia —repitió Heidrun, que, al parecer, saboreó la palabra—. ¿Y qué tipo de distancia? ¿Una agradable distancia o una distancia de mierda?

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