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Authors: Schätzing Frank

Límite (33 page)

BOOK: Límite
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—Vamos, Heidrun. Por mí puedes llamarlo pose, pero yo sólo quiero que me dejen en paz. Piensas que soy un tipo aburrido y presuntuoso que ha perdido todo placer en buscar la confrontación. Tal vez tengas razón. Hoy en día soy una persona dócil y compatible. Soy el amable Finn. ¿Qué esperas?

—No lo sé. ¿Qué esperas tú?

—¿Por qué te interesa tanto saberlo? Apenas nos conocemos. —Porque tú me interesas... Todavía.

—Yo tampoco lo sé. Sólo sé que hay directores que trabajan con presupuestos ínfimos y hacen películas estupendas, a pesar de todas las circunstancias en contra. Otros hacen música que nadie quiere oír, salvo un par de locos tal vez, pero siguen mostrándose imperturbables con lo que hacen, se mueren por hacerlo. Alguna gente apenas puede costearse el matarratas que le permite seguir escribiendo, pero cuando encuentras algo de ellos en la red por casualidad y te lo descargas, te sientes especialmente conmovido al ver cómo en ellos el concepto de humanidad va aparejado con algo no comercializable, y entonces comprendes con claridad que los grandes sentimientos siempre germinan en lo pequeño, en lo íntimo, en la desesperación. En cuanto les añades una orquesta, se vuelven patéticos. Visto así, la mujer más hermosa no puede medirse con la más infame prostituta. No existe ningún lujo que te proporcione mejor la sensación de estar vivo que una borrachera después de haber estado bebiendo en demasía con el tipo adecuado, o cuando te palpas el hueso nasal tras haber estado con los inadecuados. Vivo en los mejores hoteles del mundo, pero estar con alguien que alimenta un sueño en un cuarto trasero con olor a moho, en uno de esos barrios en los que no entra voluntariamente ninguna persona decente, me conmueve más que un viaje a la Luna.

Heidrun reflexionó sobre lo dicho por Finn.

—Qué bonito cuando uno puede permitirse el romanticismo de la pobreza —afirmó la suiza.

—Sé a lo que te refieres, pero yo no hago eso. Yo no crecí en circunstancias humildes. No soy portador de ningún mensaje, no tengo rabia social, y no estoy situado en ningún vector de la política. Tal vez se trate de una falta de compromiso, pero a mí no me lo parece. Nos lo pasamos bien cuando estamos rodando «Perry Rhodan», de eso no hay duda. Yo soy el último que dice «no» el día de cobro. Me da placer incluso ahora ser un buen chico, un chico majo y
rico
que puede viajar a la Luna gratuitamente. Me doy cuenta de todo eso y pienso: «Mira tú, el pequeño Finn.» Luego me encuentro con mujeres que querrían estar conmigo porque les parece que yo formo parte de sus vidas, lo que, en cierto modo, es verdad. Yo las acompaño a lo largo de esta vida insignificante, una vida, en mi criterio, estupenda, estoy constantemente con ellas, en el cine, en las revistas, en Internet, en las fotos. Por las noches, cuando se desvelan, me confían sus secretos. En sus crisis vitales, mis películas se vuelven importantes para ellas. Leen entrevistas conmigo y piensan a cada frase: «¡Vaya, este tío me entiende! ¡Sabe exactamente cómo me siento!» Por eso luego, cuando se encuentran conmigo, están convencidas de tener delante a un conocido, a un amigo, alguien que piensa igual que ellas. Creen conocerme, pero yo a ellas no las conozco. Yo lo significo todo para ellas, pero ellas significan muy poco para mí. No estuve presente cuando tuvieron su primer orgasmo, por más que mi póster estuviera colgado en la pared de su habitación y, al tenerlo, tal vez pensaran en mí. Ellas no forman parte de mi vida. No hay nada que nos una. —Finn hizo una pausa—. Y ahora dime tú, ¿qué pasó cuando Walo se cruzó en tu camino? ¿Qué pensaste? ¿«Vaya, qué bien, qué interesante, alguien nuevo»? ¿«Quién es él, me gustaría averiguarlo»?

—Sí, más o menos así fue.

—Ya ves. Y él seguro que pensó lo mismo. Es la bendición de la primera impresión. Yo, por el contrario, me encuentro con desconocidos que viven con la ilusión de conocerme. Para decir adiós del todo a esta vida, tendría que dejar de formar parte de todo eso, pero, en cambio, sigue reportándome placer. Por eso bailo, grito y mantengo las distancias.

—Es lo que pasa con la fama —dijo Heidrun. Esta vez su tono no sonaba burlón, sino que más bien parecía asombrarle la enumeración de tantas banalidades. Pero era exactamente así: banal. Vista en su conjunto, no había nada más banal que la fama.

—Sí —convino él—. Así es.

—De modo que no se nos ocurre nada más original que lo que la doctora ha dicho hace un momento: en lo desconocido, nos buscamos a nosotros mismos.

Finn vaciló. Luego mostró su célebre sonrisa tímida.

—Tal vez buscamos encontrar alguna alma gemela.

Los ojos violetas de Heidrun reposaron en los suyos, pero ella quedó debiéndole una respuesta. Ambos se miraron, envueltos en la crisálida de una rara atmósfera que hizo que O'Keefe sintiera inquietud y excitación al mismo tiempo, un asomo de timidez. Por lo que parecía, estaba a punto de enamorarse locamente de una acusada falta de melanina.

Casi sintió alivio cuando las palmadas de Julian le hicieron sobresaltarse.

—Queridos amigos, jamás lo habría esperado siquiera.

Se hizo el silencio de nuevo.

—Y juro que yo no se lo he pedido. Sólo di instrucciones de mantener lista una guitarra, ¡por si acaso! Y ahora vemos que incluso él ha traído la suya.

Julian dedicó una sonrisa a los presentes. Su mirada se dirigió hacia donde estaba el hombre de los ojos de distinto color.

—En el año sesenta y nueve, cuando yo acababa de cumplir tres años, este hombre vio en el cine
2001: Una odisea del espacio
(el filme que luego se convertiría en mi película favorita), y de inmediato decidió rendir un gran tributo a su director. Casi un cuarto de siglo más tarde, tuve, por mi parte, la oportunidad de rendirle honor a Kubrick diseñando mi primer restaurante de acuerdo con los bocetos de su estación espacial, un local al que, aludiendo a su epígono musical, bauticé con el nombre de Oddity. Kubrick vivía por entonces en Childwickbury Manor, su propiedad en las cercanías de Londres, un lugar del que casi nunca salía. El director, además, detestaba los aviones. Creo que desde que se mudó de Nueva York al Reino Unido jamás puso entre su persona y el suelo británico una distancia que no pudiera vencerse con un salto. También se lo consideraba extremadamente tímido, de modo que nunca esperé que se dejara ver por el Oddity. Sin embargo, una noche, para mi sorpresa, apareció por allí, un día en que David también estaba sentado en la barra. Charlamos, y en algún momento no pude aguantarme más y le dije que quería llevarlos a ambos a la Luna, que sólo tenían que decir que sí y volaríamos hasta allí. Kubrick se rió, dijo que tan sólo la falta de comodidades lo asustaría. Por supuesto que se tomó mis palabras como un chiste. Yo llegué a afirmar incluso que, antes de que acabara el milenio, construiría una nave espacial con todas las comodidades, si bien por entonces no tenía ni la más remota idea de cómo lo lograría. Había cumplido los veintiséis, ya era productor de películas, hacía de director con más penas que glorias, lo intentaba con la actuación. Había llevado al cine una nueva versión de la película de Fritz Lang
La mujer en la Luna,
con David como protagonista, había acumulado algunos puntos entre la crítica y el público, pero ahora me adentraba a tientas en el terreno de la gastronomía. Orley Enterprises estaba todavía muy lejos, a una nebulosa distancia. No obstante, era un piloto apasionado y seguía soñando con viajar al espacio, algo que también fascinaba a Kubrick. Fue así como conseguí, finalmente, arrancarles una apuesta a David y al director: si antes del año 2000 conseguía construir la prometida nave espacial, ellos dos tendrían que venir en el vuelo. Si no lo conseguía, yo financiaría el cien por cien de la siguiente película de Kubrick y el próximo álbum de David.

Julian se acarició la barbilla, transportado al pasado.

—Por desgracia, Stanley murió antes, y mi vida había cambiado radicalmente desde aquella noche. Seguía produciendo películas, pero sólo como algo secundario. Partiendo de una pequeña agencia de viajes en el Soho, que había adquirido a principios de los años noventa, había surgido Orley Travel. Poseía dos aerolíneas y había comprado un complejo de estudios abandonados para llevar adelante el desarrollo de ascensores y estaciones espaciales. Con la fundación de Orley Space nos adentramos en el mercado de las tecnologías. Algunas de las mejores cabezas de la NASA y la Agencia Espacial Europea trabajaban para nosotros, también lo hacían expertos de Rusia, Asia y la India o ingenieros alemanes, ya que nosotros pagábamos mejores salarios, creábamos mejores condiciones de investigación, éramos más entusiastas, rápidos y eficientes que sus antiguos empleadores. Ya nadie dudaba de que la navegación estatal espacial necesitara con urgencia una inyección de células frescas con fondos provenientes de la economía privada, pero ¡yo me había trazado el objetivo de reemplazarla! Quería dar comienzo a una auténtica era espacial, sin los titubeos de los burócratas, la crónica falta de dinero y la dependencia de los cambios políticos. Convocamos premios en metálico para jóvenes ingenieros, les dejamos desarrollar aviones en forma de cohetes, ampliamos nuestra oferta turística con algunos vuelos suborbitales. En varias ocasiones, yo mismo piloté algunos de esos aparatos. Tal vez aquellos no fueran todavía verdaderos vuelos espaciales, pero sí que constituyeron un comienzo fulminante. ¡Todos querían volar! El turismo espacial prometía réditos astronómicos si se conseguía reducir los costes de despegue. —Julian rió en voz baja—. Ahora bien, aparte de eso, en un principio yo había perdido mi apuesta. En el año 2000 no había llegado tan lejos. Por eso le ofrecí a David pagar mi deuda. Él no quiso. Todo cuanto dijo fue: «Guarda tu dinero y regálame un pasaje cuando lo hayas conseguido.» Lo único que hoy puedo decir es que su presencia aquí honra a la OSS y me hace profundamente feliz. Todo lo demás que pudiera añadirse sobre su grandeza, su importancia para nuestra cultura, para el estado de ánimo de varias generaciones, lo expresa, mucho mejor de lo que yo sería capaz, su propia música. Por eso ahora cierro el pico y dejo la palabra a... Major Tom.

En todo ese tiempo, el silencio había ido cobrando cierta aureola sagrada. Alguien pasó una guitarra. Durante la alocución de Julian, las luces se habían ido atenuando. El Pacífico brillaba como si alguien lo hubiese bruñido. A través de las ovaladas ventanas laterales brillaban unos granos de azúcar dispersos sobre un fondo negro.

Más tarde, en aquellos segundos en que David Bowie tocaba las notas iniciales de
Space oddity
—alternando acordes en fa mayor séptima y mi mayor, primero de un modo delicado y cohibido, luego en un potente
crescendo,
como si se acercara al laborioso ajetreo en torno a la rampa de despegue desde el ajeno silencio del espacio, hasta el momento en que el control de tierra y Major Tom inician aquel diálogo memorable—, O'Keefe creería estar viviendo el último —sino el único— instante armonioso de su viaje. Con ingenua satisfacción, olvidó de qué se trataba realmente la empresa de Julian Orley: catapultar a gente desde el globo terráqueo hasta un entorno hostil a la vida, hasta un satélite que, en efecto, había conferido a sus visitantes una aureola de espiritualidad, pero sin el que ninguno de ellos quería regresar. Sentía claramente que cualquier búsqueda de sentido que se emprendiera abandonando la Tierra tendría su punto culminante, únicamente, en poder estar viéndola a cada instante a su alrededor, en poder volver la cabeza a cada momento para verla; entonces, de repente, la idea de alejarse tanto de ella, hasta el punto de perderla de vista, le insufló desconsuelo y miedo.

«And the stars look very different today...»

Luego, cuando la balada de Tom acabó y ya el desdichado Major se hubo perdido en la nada de sus exageradas expectativas, él, en lugar del esperado encantamiento, sintió una especie de desilusión casi cercana a la morriña, a pesar de que sólo estaban a treinta y seis mil kilómetros del hogar. El borde derecho del planeta había empezado a oscurecerse, China yacía bajo la penumbra del atardecer. Finn miró a Heidrun, que inhalaba el momento con los labios entreabiertos, dirigiendo su mirada alternativamente a Bowie y al mar de estrellas situado más allá de la ventana lateral, mientras que los suyos se veían atraídos hacia abajo, de un modo casi mágico, y entonces comprendió que la suiza ya se había reencontrado hacía rato consigo misma, que viajaría con entusiasmo hasta el borde del universo, pues llevaba el hogar consigo, razón por la cual había alcanzado, con toda certeza, un grado de libertad mayor que el suyo. En ese momento Finn deseó estar en el piso de arriba de algún pub dublinés, donde alguien lo acogía en sus brazos sobre un colchón desvencijado.

Esa noche, muchos tuvieron la misma idea.

Tal vez fuera la manera en que Amber había intentado consolarlo después de que él se hubo desahogado todo cuanto quiso sobre la ignorancia de Julian, o que el consuelo de ella animara también al Tim físico con sus besos, sus abrazos, la suave elasticidad de sus brazos, cultivada en el gimnasio; tal vez se debiera a que las fantasías de Tim, tras tantos años de rutina matrimonial, siguieran girando exclusivamente en torno a ella, hasta el punto de que no le interesaba acariciar otro trasero ni deslizar su mano en otro delta que no fuera el de Amber, lo que lo calificaba para deslices amorosos como una locomotora de vapor para salir de un andén; o porque él, en los momentos de soledad, de autosatisfacción, no quería imaginarse a nadie más que no fuera Amber; tal vez porque el corte dorado de su figura no había sufrido ninguna merma a pesar de los años que se le habían añadido, y porque sus pechos —¡vivan los genes!—, desafiando la fuerza de la gravedad, siempre encontraban aquella posición legendaria que le había hecho creer, al principio de la relación, que abrazaba dos melones maduros: tal vez, también, se tratara de que, al intentar abrir los cierres del albornoz de Amber, se había visto arrastrado hasta el extremo opuesto del módulo, lo que no hizo sino excitarlo aún más, ya que su mujer quedó entre el aleteo de la bata abierta, como un ángel dispuesto al pecado. Fuera cual fuese la razón, su cuerpo, en cualquier caso, a pesar de todos los inconvenientes de la ingravidez, a pesar de la escasa irrigación sanguínea en la zona inguinal, de la desorientación y del ligero mareo, reaccionó eyectando un auténtico cohete lunar en forma de mástil.

Tim remó hacia donde estaba su mujer y la rodeó a la altura de los brazos. Mondarla completamente de aquel albornoz fue una cosa, pero el intento de Amber de quitarle los pantalones y la camiseta fracasó debido al ya conocido efecto de rechazo. Una y otra vez se alejaban el uno de la otra, a la deriva, hasta que por fin Tim consiguió patalear y situarse sobre la cama, completamente desnudo y haciendo un esfuerzo desesperado por meterse bajo la manta. Ella examinó con interés su erección galáctica, con una expresión tan desconcertada como divertida.

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