Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

Límite (38 page)

BOOK: Límite
2.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Él le estima muchísimo. Piensa que es usted el mejor.

—Y eso me honra. ¿Tiene usted alguna foto de su hija?

—¡Oh, tengo más que eso! ¡Tengo vídeos! —dijo Chen, que metió la mano en su chaqueta y sacó un móvil.

Era un modelo antiguo que aún no tenía la opción para hacer proyecciones en tres dimensiones. Con su ya familiar parpadeo, Chen empezó a trastear el aparato, presionando varias teclas de forma sucesiva, pero nada sucedió.

—¿Puedo ayudarlo? —le sugirió Jericho.

—Es un regalo de Yoyo, pero no lo uso con frecuencia. —Un asomo de timidez recorrió fugazmente los rasgos de Chen Hongbing. Luego le entregó el dispositivo a Jericho—. Sé que esto es ridículo. Pero pregúnteme acerca de coches, coches antiguos; conozco todos los modelos, pero estas cosas...

«Estás cosas ya están pasadas de moda —pensó Jericho—, por si no se ha enterado.»

—Ah, ¿le interesan los coches? —preguntó el detective.

—¡Soy un experto! Trabajo en
Historical Beauties,
en el Beijing Donglu. ¿No ha estado nunca allí? Dirijo la sección de atención técnica al cliente. Debe usted hacerme el honor de una visita, el mes pasado recibimos un Rolls-Royce Corniche de color plateado, con madera y asientos de cuero rojo, un primor. Nos llegó de Alemania, un anciano lo vendió. ¿Le gustan los coches?

—Son útiles.

—¿Me permite preguntarle qué coche tiene?

—Un Toyota.

—¿Un híbrido?

—Funciona con células de combustible. —Jericho le dio la vuelta al móvil y miró las conexiones. Con un adaptador podría proyectar el contenido sobre su nueva pantalla holográfica, pero no se la entregarían hasta el atardecer. Luego entró en la memoria, donde estaban guardados los archivos—. ¿Puedo?

—Por favor. Sólo hay tres vídeos, todos de Yoyo.

Jericho dirigió el dispositivo hacia la pared opuesta y activó el proyector digital incorporado. Ajustó la imagen al tamaño de la pantalla plana convencional, de modo que la imagen mantuviera la suficiente brillantez a pesar de la incidencia de la luz solar, e inició la primera película.

Tu Tian tenía razón.

¡O no! Más bien se había quedado corto: Yoyo no sólo era hermosa, sino que su belleza era extraordinaria. Durante su estancia en Londres, Jericho se había familiarizado con las más diversas teorías sobre la esencia de la belleza: la simetría de los rasgos faciales, la expresión de características específicas tales como los ojos o los labios, la proporción del cráneo o la parte correspondiente al llamado «esquema infantil», planteado por Konrad Lorenz. En la lucha psicológica contra el crimen se trabajaba con estudios de ese tipo, los cuales, además, servían de base para hallar la pista de personas que se camuflaban con personalidades virtuales. Algunos estudios modernos arrojaban como resultado que la perfecta belleza femenina se caracterizaba por los ojos grandes y redondos, una frente alta y ligeramente abombada, mientras que la nariz debía ser afilada y el mentón pequeño pero notable. Al procesar rostros femeninos con un programa Morphing y añadirle cierto porcentaje del «esquema infantil», incrementaba la aceptación de los hombres de forma espontánea a un nivel muy elevado. Los labios carnosos vencían a las bocas pequeñas, mientras que los ojos muy juntos perdían la batalla frente a los que estaban algo más separados. La venus perfecta tenía los pómulos prominentes, las cejas estrechas y oscuras, las pestañas largas y el cabello copioso y brillante cortado de un modo parejo.

Yoyo era todo eso, pero al mismo tiempo no lo era.

Chen la había filmado durante una actuación, en un club con mala iluminación y acompañada por músicos que probablemente fueran hombres. En esos días, los jóvenes de sexo masculino tendían cada vez más a adoptar un estilo andrógino y llevaban los cabellos largos hasta la cintura. Quien quería valer algo en el ambiente del
mando prog
tenía en todo caso la opción de raparse y ponerse aplicaciones en el cráneo. El pelo corto seguía siendo indiscutible. Igual aceptación tenían los avatares que se inclinaban sobre las guitarras o los bajos mediante simulaciones holográficas, aunque el gasto era enorme. Sólo algunos músicos muy exitosos podían permitirse tener uno o varios avatares, como era el caso del rapero estadounidense Eminem, quien, a pesar de pasar ya de los cincuenta, había querido probar y hacía proyectar sobre el escenario algunas versiones de sí mismo, las cuales se servían de todo el instrumental, bailaban y, por desgracia, mostraban una mayor movilidad que el propio maestro.

Pero todo eso —el sexo, la carne, la sangre, los bits y los bytes— perdía significado ante aquella cantante. Yoyo llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido sobre la nuca en cuatro trenzas que saltaban de un lado a otro con cada movimiento. Su andar era opulento y vigoroso. Entonaba una nueva versión de una viejísima canción del cantante Shenggy. Hasta donde permitía adivinar la precaria calidad de grabación del móvil, contaba con una buena voz, aunque no tan notable. Y aunque la falta de luz no permitía distinguirla con claridad sobre la escena, Jericho vio lo suficiente como para darse cuenta de que era tal vez la mujer más hermosa que había visto en sus treinta y ocho años de vida. Sólo que la belleza de Yoyo echaba por tierra todas las teorías sobre lo bello.

En eso, la imagen se volvió temporalmente borrosa cuando Chen intentó aproximar a su hija con la ayuda del zum. Los ojos de Yoyo llenaron la pantalla: mirada aterciopelada, párpados estrechos, pestañas como cortinas que descendían y se alzaban de nuevo con rapidez. La cámara se movió, Yoyo salió del encuadre y la grabación se detuvo.

—Ella canta —dijo Chen, como si fuese necesario aclararlo.

Jericho reprodujo el siguiente vídeo. Mostraba a Yoyo en un restaurante, sentada frente a Chen, con el cabello suelto. La joven ojeaba un menú, pero entonces se percató de la presencia de la cámara y sonrió.

—¿A qué viene esto? —preguntó.

—Te veo con poca frecuencia —respondió Chen—. Así, por lo menos, te tengo en conserva.

—¡Ah! Una Yoyo enlatada.

Ella se rió. Bajo sus ojos se formaron dos arrugas transversales que no aparecían en los manuales de belleza de los psicólogos, pero que a Jericho le parecieron muy excitantes.

—Además, así puedo presumir de hija.

Yoyo le hizo una mueca a su padre y empezó a bizquear.

—No hagas eso —dijo la voz de Chen.

La grabación finalizó. La tercera película mostraba de nuevo el restaurante, al parecer, en un momento posterior. La música se mezclaba con el ruido. En un segundo plano, los camareros corrían por entre las mesas llenas. Yoyo daba una calada a un cigarrillo y balanceaba un trago en su mano derecha. Entonces abrió los labios y dejó escapar un delgado hilillo de humo. No pronunció una sola palabra durante toda la filmación. Posaba la mirada en su padre, una mirada llena de amor pero que, al mismo tiempo, encerraba una extraña tristeza, por lo que a Jericho no le habría sorprendido nada ver correr unas lágrimas por sus mejillas. Sin embargo, nada de eso sucedió. Yoyo dejaba caer de vez en cuando los párpados, como si pudiera borrar cuanto veía con sus espesas pestañas; luego tomó un sorbo de su bebida, dio otra calada al cigarrillo y exhaló el humo.

—Voy a necesitar estas grabaciones —dijo Jericho.

Chen se levantó de su sillón, fijó los ojos en la pared, ahora vacía, como si todavía pudiera ver allí a su hija. Su expresión parecía más rígida que nunca. Sin embargo, Jericho, aun sin conocer las circunstancias, sabía que había habido épocas en las que ese rostro había quedado deformado por el sufrimiento. En Londres había visto caras similares. Víctimas, familiares de las víctimas, criminales que eran víctimas de sí mismos. Fuera lo que fuese lo que hubiera petrificado las facciones de Chen, él confiaba encarecidamente en estar bien lejos el día en que esa rigidez se distendiera otra vez. Por nada del mundo quería ver lo que saldría más tarde a la luz.

—Puedo darle otras —dijo Chen con voz sorda—. A Yoyo le gusta fotografiarse. Pero son mucho mejores las películas. No éstas. Yoyo ha hecho grabaciones para Tu Tian como guía turística virtual. De alta resolución, como me dijo ella misma. Y, en efecto, si usted recorre con ese programa el Museo del Urbanismo o entra en el ojo del World Financial Center, es como si estuviera allí en persona. Tengo algunas de esas grabaciones en casa, pero seguramente Tian puede entregarle mejor material. —Chen hizo una pausa—. Por supuesto, sólo en caso de que usted se muestre dispuesto a encontrar a Yoyo.

Jericho cogió su vaso, miró el resto de café frío y lo puso de nuevo en su lugar. Una brillante luz solar inundaba el salón. Miró a Chen y supo que su huésped no preguntaría por segunda vez.

—Voy a necesitar más que las películas —dijo el detective.

TORRE JIN MAO

En ese preciso momento, una camarera japonesa se acercó a la mesa de Kenny Xin llevando consigo una bandeja de sushi y sashimi. Xin, que la vio aproximarse por el rabillo del ojo, se abstuvo de dirigirse a ella. Sus ojos se posaron en la franja azul grisácea del Huangpu, situado a trescientos metros por debajo de él. En ese momento había mucho tráfico de embarcaciones en el río. Chalanas con forma de juncos, acopladas en cadena, seguían su curso como lentas serpientes acuáticas; grandes cargueros que se dirigían con su pesada carga hacia los muelles situados al este del recodo. Entre ellos se agolpaban los ferris, los taxis fluviales y los cruceros en su ruta hacia el puente Yangpu y las grúas de descarga, pasando frente al idílico parque Gongqing hasta llegar a la desembocadura, donde, en un turbio juego de colores, se mezclaban las aguas aceitosas del río Huangpu con las aguas fangosas del Yangtsé, para luego repartirse por todo el mar de China Oriental.

Al cauce derecho del río, bien definido y casi dispuesto en un ángulo agudo, había que agradecer que el distrito financiero y económico de Shanghai, Pudong, estuviera ubicado en una especie de península, lo que permitía tener una vista panorámica de la avenida Zhongshan Lu, que discurría junto al río, con sus bancos coloniales, sus clubes y hoteles: reliquias de un período posterior a las guerras del opio, cuando los gigantes europeos del comercio se repartieron el país entre sí y comenzaron a construir monumentos a su poder en la ribera occidental de la arteria fluvial. Más de cien años antes, aquellas construcciones debían de haber superado en magnificencia y tamaño a todo cuanto las rodeaba. Ahora, sin embargo, parecían juguetes si se las comparaba con la estalagmítica aglomeración de acero, cristal y hormigón que se extendía por detrás de ellas, surcada por autopistas, trenes magnéticos y los llamados
skytrains,
rodeada por vehículos volantes, minicópteros con forma de insecto y zepelines de carga. Aunque el tiempo estaba inusualmente despejado, no podía distinguirse el horizonte. Shanghai se disolvía en la niebla, se difundía en los bordes y formaba un todo con el cielo. Nada hacía pensar que más allá de aquellas edificaciones hubiera otra cosa que no fueran más edificios.

Xin contempló todo aquello sin dignarse tener en cuenta la presencia de la mujer que le servía el sushi. Su concentración era inalienable, y en ese momento estaba concentrado en cuál podía ser el paradero de aquella chica que estaba buscando en una megaciudad de veinte millones de habitantes. No estaba en su casa, ya había preguntado allí. Si aquel estudiante con el estúpido apodo de Grand Cherokee Wang no le había mentido, existía una posibilidad de ir estrechando el círculo en torno al lugar donde estaría la joven. Tendría que aferrarse a esa endeble información, aunque aquel chico le pareciera poco de fiar: era uno de los compañeros de piso de Yoyo y estaba claramente coladito por ella, aunque estaba aún más coladito por el dinero, lo que lo hacía actuar como si tuviera alguna información para ofrecer. Sin embargo, era evidente que no sabía nada.

—Hace tiempo que Yoyo no vive aquí —le había dicho—. Le encantan las fiestas, es una gallina marchosa.

—Y nosotros somos los «cabezas de gallina» —dijo el otro joven, riendo y dejando ver su campanilla, aunque de inmediato pareció cobrar consciencia de que había hecho una broma de mal gusto.

«Gallina» era el calificativo que usaban los chinos para referirse a las prostitutas, mientras que los llamados «cabezas de gallina» eran los proxenetas. Al parecer, de repente, a Zhang Li le había pasado por la mente lo que Yoyo haría con él si Xin la ponía al corriente de aquella pequeña grosería.

Entonces le preguntó a Xin si debían transmitirle algún mensaje a la chica.

Xin, a su vez, les pregunta cuándo habían visto a la joven por última vez.

La noche del 23 de mayo. Habían cocinado juntos y bebido algunas cervezas. Luego Yoyo se marchó a su habitación y esa misma noche abandonó la casa.

¿Cuándo?

Tarde, cree recordar Grand Cherokee. Alrededor de las dos o las tres de la madrugada. El otro joven, Zhang Li, se encoge de hombros. Desde entonces, nadie la ha visto.

Xin reflexiona.

—Posiblemente —dice— vuestra compañera de piso esté metida en problemas. De momento no puedo adelantaros nada más, pero su familia está muy preocupada.

—¿Es usted policía? —quiere saber Zhang.

—No. Me han enviado para ayudar a Yoyo —dice Xin, lanzando una mirada significativa a uno y a otro—. Estoy autorizado, además, para mostrar de forma adecuada mi gratitud a quien nos preste ayuda. Decidle, por favor, a Yoyo que puede localizarme a cualquier hora en este número. —Xin le entrega a Grand Cherokee una tarjeta en la que sólo aparece un número de móvil—. Y si recordarais algo sobre dónde podría encontrarla...

—No tengo ni idea —dice Zhang, visiblemente desinteresado, y desaparece en la habitación contigua.

Grand Cherokee lo sigue con la vista y se apoya sobre la otra pierna. Xin sigue de pie frente a la puerta abierta del piso, quiere darle a Grand Cherokee la oportunidad de pasar a la ofensiva. Tal y como era de esperar, el joven adopta un tono susurrante en cuanto su compañero desaparece.

—Yo podría averiguar algo para usted —dice—. Por supuesto que costará lo suyo.

—Por supuesto —repite Xin con una leve sonrisa.

—Sería sólo para cubrir gastos, ya sabe. Eh... En fin, hay algunos indicios sobre dónde puede estar, y yo podría...

Xin desliza su mano derecha en la chaqueta y la saca de nuevo sosteniendo un par de billetes.

—¿Sería posible echar un vistazo en su habitación?

BOOK: Límite
2.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

With or Without You by Alison Tyler
Gabriel's Stand by Jay B. Gaskill
Going Home by Mohr, Nicholasa
Dreams from the Witch House: Female Voices of Lovecraftian Horror by Joyce Carol Oates, Caitlin R. Kiernan, Lois H. Gresh, Molly Tanzer, Gemma Files, Nancy Kilpatrick, Karen Heuler, Storm Constantine
The Bridesmaid by Beverly Lewis
Looking Down by Fyfield, Frances
Shattered Souls by Mary Lindsey