Viendo la casa siento un poco de rabia por no haber conocido antes a Gene, no porque yo haya necesitado más cariño del que he tenido, eso seguro, sino porque hubiera aprendido mucho de él. Es algo que intuyo porque hay algo en mí que es suyo. Puede que sea la genética, que tiene mucha fuerza, y no sólo porque nos haga ser rubios o altos o tener los ojos verdes o, en algunos casos, los dientes separados. También la genética inunda todo eso que no entendemos y que pretendemos explicar con palabras tan poco precisas como espíritu o alma.
—Y éste era el estudio donde Gene solía trabajar.
Es la última frase que pronuncia William Smith antes de abrir la última puerta, que sale de una esquina del salón. La habitación está completamente a oscuras. Nuestro guía se adentra en ella buscando alguna persiana para que entre algo de luz.
—Al parecer, trabajaba a oscuras —explica.
—¿A oscuras? —se pregunta mi madre.
—Sí —le respondo—, a mí me lo contó una vez. Al principio, moldeaba el barro a oscuras.
—¡Hay que ver la tontería de los artistas! —dice mi madre mientras le entra la risa y la tos al mismo tiempo.
William Smith encuentra una persiana y comienza a abrirla mientras la habitación va iluminándose poco a poco. Apenas hay muebles. Sólo una mesa de trabajo en el centro llena de lo que parecen modelos en barro y varios lienzos apoyados en el suelo, muchos todavía en blanco, otros en los que parece que Gene había estado ensayando colores y formas. Al parecer sin llegar a ninguna parte. En un rincón, detrás de unos lienzos apilados, hay una mesita pequeña. Hacemos un recorrido visual por toda la habitación. Una ojeada que dura apenas unos segundos, el tiempo que Smith tarda en subir las persianas.
De repente, mi madre y yo reparamos en el rincón de la mesita pequeña. Encima de ella hay un lienzo, apilado junto a otros. Noto cómo a mi madre le da el mismo escalofrío que a mí al verlo. Es el mismo dibujo, pintado al óleo, que yo había hecho en la playa de la Malvarrosa. Idéntico. Me acerco para verlo y en el margen inferior, junto a la firma de Gene, hay una fecha: 23 de marzo. No es ninguna fecha significativa para mí, pero, por algún motivo, me suena de algo.
—¡Eugenio!
—¡María! ¿Dónde andas?
—Da igual. ¿Qué día estuvimos comiendo tú, Óscar y yo en la playa de la Malvarrosa?
—Yo qué sé. No me acuerdo.
—¿Puedes mirarlo?
—¿Ahora?
—Sí.
—¿Y para qué?
—¡Da igual para qué! —alzo un poquito la voz—. ¡Míralo! Tú siempre lo apuntas todo en el iPhone.
—¡Espera! Ahora te llamo.
—No. Espero aquí.
Eugenio despega el móvil de su oreja para consultar el calendario y a los pocos segundos vuelve.
—El 23 de marzo. Ése fue el día que comimos en la Malvarrosa.
—Gracias —me despido sin más explicaciones.
William Smith nos pregunta si sucede algo al ver nuestras caras de sorpresa con el dibujo entre las manos. Mi madre le explica que yo hice uno idéntico sin haber visto éste.
—¡Y el mismo día! —termina mi madre.
—El mismo día no pudo ser porque ese día Gene ya estaba muerto.
—Sería su espíritu —supone mi madre.
—¡Mamá, por favor! —intento que entre en razón—. Lo haría ese mismo día del año pasado.
—¡Lo que tú digas! —Me da la razón como se da la razón cuando se regala algo creyendo que te pertenece.
—¿Y qué significa el dibujo? —nos interrumpe William.
—¡Nada! El dibujo no significa nada —le contesto—. Simplemente, es el mismo.
—¡La genética tiene tanta fuerza! —exclama mi madre.
Voy a contarle que eso mismo había pensado yo hace unos minutos, antes de ver el dibujo, pero no lo hago porque reparamos en que al lado del dibujo hay una carpeta de plástico de color naranja con el membrete de una agencia de detectives. En la cabecera del informe aparece el nombre de la persona a la que Gene encargó investigar. Hay fotografías, emails, documentos bancarios, conversaciones telefónicas transcritas. Todos los pasos que esa persona había dado en los últimos meses. El nombre del investigado aparece en la portada de la carpeta: Óscar Palau.
En el vuelo de vuelta a Madrid apenas si he podido descansar. Ni yo ni casi nadie en el avión, porque mi madre se ha pasado tosiendo las siete horas que ha durado. A pesar del cansancio, me ha venido bien estar despierta. He podido pensar y, aunque sin hacer ruido, también me ha dado tiempo a llorar.
Yo nunca estoy triste. Realmente nunca lo he estado. Claro que ha habido cosas que me han dado pena y me han afectado. Por ejemplo, la muerte de mi perra cuando tenía doce años, las dos teníamos doce años. Éramos del mismo mes y siempre habíamos vivido juntas. Tardé en entender que ella, a pesar de tener mi edad, era muy viejita y yo aún una niña. Se llamaba Chancla y mi padre la compró cuando teníamos seis meses ella y yo. Le pusieron ese nombre porque nada más entrar en casa mordió jugando una de las chanclas de la chica que limpiaba y aquella acción la marcó de por vida.
Claro que sentí pena cuando murió mi perra. Y otras muchas veces. Pero yo siempre he visto la vida por el lado bueno, porque mi vida siempre ha sido la de alguien con suerte. Nunca me he quejado porque nunca he tenido por qué hacerlo. Honestamente lo he pensado siempre así y creo que ésa es una de mis virtudes. No soporto a la gente que se lamenta continuamente sin que le haya pasado nunca nada realmente malo. Yo no soy así. Yo no era así.
Ahora, nada está en su sitio y no tengo demasiadas ganas de colocarlo de nuevo. De verdad, lo único que me apetece es dormir. Simplemente dormir. Acostarme y quedarme en la cama hasta que tenga algún motivo para levantarme. Ahora sí estoy triste. Más que nunca y de una manera diferente. Lo único que quiero es dormir para soñar que todo vuelve a estar bien y no sentir que a lo mejor es que nunca lo ha estado. Me ahoga pensar que casi todo lo que tengo es mentira, que hay poca verdad en lo que me rodea. No quiero estar despierta porque no le encuentro color a la vida. Por primera vez, no sé realmente lo que tengo y no tengo ganas de descubrirlo. Dormir, eso es lo único que quiero.
—¿Y cómo fue? —reconozco la voz de Eugenio.
—Dice la Guardia Civil que se quedó dormida y se salió de la carretera —le contesta mi madre, muy afónica.
—Menos mal que no ha sido nada.
—Lo único la muñeca, que va a tener que estar un par de semanas con la escayola, pero ahora, en cuanto se despierte, le darán el alta.
—¿Has llamado a Óscar? —pregunta Eugenio a mi madre.
—Sí. Ya viene para acá, pero antes de que llegue quiero pedirte una cosa.
Abro un momento los ojos y veo que estoy en la habitación de un hospital. Veo a Eugenio y a mi madre, de espaldas; no se dan cuenta de que me he despertado. Cierro los ojos para escucharles.
—Pídeme lo que quieras.
—Tienes que ayudar a María. Yo sé que tú la quieres mucho.
—Claro. Ella y yo somos amigos.
—¡Venga, Eugenio, que yo no me chupo el dedo! Tú estás enamorado de mi hija hasta las trancas. Hasta las trancas decís los jóvenes, ¿no? Bueno, que me lío. A lo que iba, que tienes que ayudarla.
—¿Y cómo?
—Me va a matar si sabe que te lo he contado, pero me da igual. Óscar la está engañando.
—Bueno, eso son cosas de pareja y yo…
—No —le interrumpe—, no me refiero a que tenga alguna aventurilla. Ya sé yo que mi hija y tú también estáis liados y no pasa nada…
—Bueno, Ernesta… —dice Eugenio por decir.
—Que a mí eso me da igual —continúa mi madre—, que yo también he vivido lo mío y… Bueno, que me lío. A lo que iba, que Óscar…
—¡Hombre, Óscar! —exclama Eugenio interrumpiendo a mi madre.
—¡Hola! —escucho a Óscar, que acaba de llegar—. ¿Estabais hablando de mí?
—Sí —contesta mi madre—, le estaba diciendo a Eugenio que estarías a punto de llegar.
—¡Cuídate esa voz, Ernesta, vaya afonía! ¿Qué tal está María? —pregunta mi marido mientras siento su beso en mi frente.
—Bien, yo creo que debemos despertarla. Ahora vendrá el médico y seguramente le dará el alta.
No me acuerdo de nada. Regresaba a casa y me quedé dormida, según la Guardia Civil. Perdí el conocimiento durante un rato y por eso me he pasado la noche ingresada. No tengo nada grave, salvo lo de la muñeca, que me va a tener sin dibujar los próximos días. No sé cómo voy a hacerlo, porque nunca he estado más de dos días sin coger un lápiz. Ni profesionalmente ni cuando era pequeña. Las niñas me han firmado en la escayola. Les ha hecho ilusión. Están bien, como siempre. Han ido ya a un par de sesiones con el psicólogo y me cuentan que se pasan todo el rato dibujando y explicando los dibujos que hacen. Las miro y lloro. Miro mi casa y lloro. Miro a Óscar y lloro. Así estoy. No lo puedo soportar. No quiero estar así y daría lo que tengo, todo lo que tengo, para que las cosas volvieran a ser como eran. Pero ya no puedo escaparme de lo que sé.
Hoy me quedo en la cama. Las niñas se van al colegio, Óscar al estudio y le he dicho a la chica que se tome el día libre. Hacía años que no me quedaba en casa sola sin ir a trabajar y sin nada que hacer. He hecho un esfuerzo por ducharme. Hasta me he secado el pelo como si tuviera que ir a cualquier reunión. Duchada y con el pelo arreglado, me he puesto una camiseta grande, unas bragas también grandes y me he vuelto a meter en la cama a ver la tele. Hago zapping entre varias teletiendas, alguna película vieja de la TDT y Ana Rosa Quintana, que, por cierto, lleva un vestido precioso y unos tacones divinos. Me aburro, pero me siento libre sin hacer nada. Y sola. Mi habitación tiene una tele grande en la pared, una pantalla extraplana que ilumina todo porque he apagado las luces y no he levantado las persianas.
En uno de los canales de pago están poniendo
Grease
. Sorprende lo delgado que estaba John Travolta cuando era joven y lo gordo que se puso después. Y Olivia Newton-John, que está monísima, que hay que ver lo que favorecen los vestidos años cincuenta que llevaba en la película, con sus faldas de vuelo, cintura de avispa y cinturón ancho. Y el lazo en el pelo, tan simple, tan cándido. Me encanta pensar en estas cosas, que es como no pensar en nada. Me hace bien. Y de repente, como por un impulso, pongo la mano entre las piernas. Mi mano izquierda, porque la derecha está escayolada. No tengo ganas, pero no quito la mano, que, además, empiezo a mover de forma algo compulsiva. Ni siquiera estoy excitada, pero poco a poco voy relajándome. De repente paro y sigo viendo la tele. Pero siento como si algo se hubiera quedado pendiente. Cuando vuelvo a tocarme, ya me noto más receptiva, como si lo de hace un momento hubiera activado esa parte que ahora ya demanda más atención.
Bajo el volumen de la tele un poco para no desconcentrarme. Me quito la camiseta y meto la mano por dentro de las bragas. La izquierda, naturalmente, que en esto tiene nula práctica porque soy diestra cerrada. A lo mejor es por eso por lo que me parece un poco novedad lo que estoy haciendo. Dejo ahí la mano, moviéndola. Me cuesta concentrarme y a ratos se me va la mente a otro sitio, pero ni quito la mano ni dejo de moverla. Decido parar un instante para buscar en el armario, en un cajón que Óscar y yo tenemos y al que llamamos «cajón del sexo». Ahí guardamos un antifaz, algunas cremas que hemos comprado en
sex shops
, un vibrador, una pluma para acariciar, algunas pelis porno y unas bolas chinas que me regaló en un aniversario. Que por cierto, sólo me puse una vez, porque no me gustaron nada. Aparte de sentirme muy incómoda, me daban muchas ganas de hacer pis.
El caso es que cojo el vibrador, una crema y una peli porno. La pongo en el DVD y vuelvo a la cama, ahora ya completamente desnuda. Apoyo la espalda en el cabecero, sentada con las piernas abiertas. En la película una chica muy guapa está en la cama con un negro y con un blanco. El negro tiene un cuerpazo y el blanco es bastante macarra. Lo curioso es que el blanco la tiene más grande que el negro, que ya la tiene enorme de por sí. La película es muy cutre, debe de ser de las primeras que compramos, pero da igual. Ella está satisfaciendo al negro con la boca mientras el blanco hace lo propio con ella desde atrás. Mi mano no para de moverse y, a medida que mi placer aumenta, me va excitando más la película. Ya todo me excita y no hay vuelta atrás, ya no me desconcentro. Lo he logrado.
Cojo la crema del
sex shop
. Es una que da calor y además lubrica muy bien, aunque eso ya no es necesario. Todo lo hago con la mano izquierda y, al verme tan torpe, en algún momento me desconcentro. Pero poco, la verdad. Unto los dedos y al rozarme y sentir el calor me contraigo de placer. Abandono mi espalda del cabecero y me tumbo en la cama. Primero boca arriba y luego boca abajo y luego de lado y luego boca arriba. Busco la mejor posición para tocarme por fuera mientras el vibrador me toca por dentro. Para estas cosas es mejor tener las dos manos operativas. Hay un momento que me encuentro, el sitio, la intensidad, la postura, y ahí sigo de forma constante comprobando cómo voy a más y a más hasta que ya sé que no hay vuelta atrás. Intento aguantar lo máximo posible, pero no lo logro durante mucho rato. Da igual. Me abandono y grito fuerte mientras termino.
En la película la chica sigue con el negro y el blanco a lo suyo en mi pantalla de plasma, pero ahora la escena, una vez satisfecha, es bastante ridícula, los gemidos son de risa, el negro ya no me parece que tenga tan buen cuerpo y el blanco es aún más macarra de lo que me parecía al principio. Bajo el volumen mientras voy recuperando el aliento tumbada en la cama. Me siento mejor, la verdad. Me gusta haberme provocado placer. Porque me lo he provocado literalmente. No me apetecía al principio y mira cómo he acabado. Eso me ha gustado. No quiero estar triste y hay que hacer lo posible por dejar de estarlo. Todavía desnuda en la cama oigo el móvil. Es mi madre. Dudo un momento si cogerlo o no. Pero al final es sí.
—¡Hija! ¿Cómo estás?
—Mejor, algo mejor.
—Tengo malas noticias, cariño.
Mi madre hace mucho tiempo que no me llama cariño y me sorprende. Lo hacía cuando era pequeña.
—¿Qué pasa, mamá?
—Tengo que contarte algo. ¿Quieres que vaya a tu casa o prefieres venir para acá?
—¡Venga, no me asustes! ¿De qué se trata?
—He ido a recoger los resultados de las pruebas que me hice…
Hay situaciones absurdas, crueles. Escucho a mi madre llorar mientras estoy desnuda en la cama con un vibrador al lado y una película porno sin sonido.