Se lo reconozco abiertamente mientras brindamos en esta cena en la que volvemos a vernos después de muchas semanas.
—Te noto rara, María —me confiesa.
—Un poco. Todo esto me ha afectado mucho.
—¿Has hablado ya con tu madre?
—No mucho. Quiero que se dé cuenta de lo enfadada que estoy. Se ha justificado diciéndome que quería habérmelo contado, pero que Gene le pidió que no lo hiciera hasta que pasara algún tiempo.
—¿Y a qué estaba esperando?
—Al parecer, quería conocerme sin que yo supiera que él era mi padre.
—Le debiste de gustar para que te haya dejado esa pasta en su testamento.
—Y ya ves para lo único que ha servido. Para pagar esa maldita deuda.
—María, no puedo creerme que no supieras que Óscar había comprado esos terrenos.
—Ya sabes que es él el que toma esas decisiones.
—Pero siempre te las ha consultado, ¿no?
—Sí, pero esta vez no lo hizo.
—Me parece bien —insiste— que Óscar tenga poderes tuyos para comprar y vender, pero qué menos que consultarte algo así.
—¡Venga! —interrumpo su discurso—. Cambiemos de tema. Quiero que esta noche hablemos de otras cosas. ¿Sabes que estás muy guapo?
—Muchas gracias, tú también.
—¿Qué tal Valencia?
—Pues Valencia muy bonita, como siempre. Con su calidad de vida y su mar y esas cosas.
—¿Y esa ironía?
—Joder, María, no se puede cambiar de tema cuando algo no te gusta. Hay que afrontar las cosas.
—Es que esta noche no quiero pensar en problemas.
—Tú no quieres pensar en problemas ni esta noche ni nunca.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no puedo entender que con esta crisis Óscar compre unos terrenos por cuatro millones de euros y ni siquiera te consulte.
—Él lo hizo porque creyó que iba a ser un buen negocio.
Eugenio no me contesta, se limita a poner cara de incredulidad. Yo me siento un poco avergonzada, así que opto por darle la razón.
—¡Está bien! Llevas razón, pero ¿qué puedo hacer? —pregunto.
—No lo sé. Enfadarte por lo menos. Me saca de quicio que no lo hagas.
—Afortunadamente, he heredado y podremos pagar la deuda y seguir igual.
—De eso se trata, ¿no? De seguir igual.
—¿De qué sirve lamentarse? Voy a heredar y puedo pagar la deuda.
—¡Qué casualidad! —ironiza.
—Sí, eso he pensado yo estos días. Mi vida está llena de casualidades. Es una más.
—Claro. Debes cuatro millones y heredas cuatro millones. Sí que es una casualidad.
—Eugenio, ¿estás intentando decirme algo?
—Sí. Que las casualidades no existen.
Todos estos días he pensado mucho en mi padre. En mi padre de verdad, no en Gene. Mi padre es Antonio, el que ha estado conmigo desde el mismo instante en el que nací. Aunque fuera por casualidad, porque se diga lo que se diga, la casualidad explica muchas cosas y era él y no otro el que estaba aparcado en segunda fila en el portal de mi madre aquella mañana que yo vine al mundo.
Gracias a él y a su ayuda económica pude abrir Puente. Siempre ha estado pendiente de mí, de lo que hacía. Al principio, era él quien me ayudaba a llevar financieramente el estudio, aunque en ese momento se trataba de una empresa mucho más pequeña de lo que es ahora. Luego me recomendó a Óscar y él se distanció, aunque Óscar le mantenía al tanto de cómo iba todo. Esta última operación, tristemente, tampoco la consultó con él. Estoy segura de que, de haberlo hecho, mi padre le hubiera quitado esa idea de la cabeza.
Antonio es un hombre bajito, delgado y con poco pelo. No ahora, que ya tiene más de sesenta años, sino que nunca ha tenido mucho pelo, yo, al menos, siempre le recuerdo igual. No es ni feo ni guapo, es uno de esos hombres normales que físicamente pasan desapercibidos en cualquier lugar. Yo le quiero mucho y él a mí más, suponiendo que el amor pueda medirse en cantidades. Digo que me quiere más porque él sería capaz de sacrificarse más por mí que yo por él. Ésa es mi forma de medirlo y en eso no tengo dudas. Antonio tiene virtudes y defectos, claro. Entre las primeras su bondad, generosidad, exquisitos modales y una gran cultura; y entre sus defectos, destaca por encima de todo su escaso sentido del humor. No me refiero a que sea un hombre huraño ni de ésos a los que les fastidia que la gente se lo pase bien. Qué va. La cuestión es que Antonio no capta con facilidad la ironía y hay que tener cuidado porque él es muy de tomarse todo al pie de la letra. Luego, al rato, al rato largo, lo soluciona con un «¡ah, que era broma!», y ya se ríe.
Mi madre y él siempre se han respetado, que también es una forma de quererse, a la larga quizá sea la mejor. Son dos personas muy distintas en todo. Te das cuenta desde el mismo instante en que los ves juntos. Mi madre es una mujer muy sexy, siempre lo ha sido y aún hoy conserva ese atractivo que descoloca a los hombres cuando están con ella más de dos minutos. Ernesta también es elegante, de esas que gustan sin proponérselo, porque basta con verla un instante para no querer dejar de mirarla. Ella siempre ha puesto muy celosas a las mujeres de sus amigos. Sin proponérselo, pero aquellas mujeres tenían motivos para sentir celos.
Antonio, por el contrario, no es un hombre que despierte más interés que el de su conversación pausada y llena de referencias culturales. Sabe mucho de historia, de arte, de literatura, de filosofía, de música… Lástima que tenga tantos conocimientos como escasa pasión. Puede saber, de hecho sabe, toda la obra y vida de Picasso o de Mozart, conocer en profundidad a Platón o haber estudiado con esmero a Nietzsche, pero luego no parece capaz de sentir la belleza de esa música, la profundidad de un pensamiento o el alma de un cuadro después de analizarlo. Eso, la verdad, ahora que le estoy describiendo, es un poco desesperante.
Mi madre no. Mi madre es pasión, pura vida; por donde pasa, sin pretenderlo, irradia esplendor. Físicamente nos parecemos, lo dice todo el mundo. Las dos somos rubias. Todo lo rubias que podemos ser las españolas, es decir, castañas claras para un nórdico. De niñas muy claritas, pero de mayores hay que poner unas mechas para seguir conservando la raíz del mismo color. Cualquier rubia me entenderá. Las diferencias más notables entre mi madre y yo son que yo soy un poco más delgada y ella un poco más guapa. Su belleza es contundente, la ves y ves una mujer guapa, indiscutiblemente. Mi belleza no es tan unánime, requiere más esfuerzo y tengo que arreglarme un mínimo para estar guapa. Tengo algunos días en los que, sin ser fea, soy simplemente una chica normal.
Otra diferencia es que ella tiene más pecho que yo. Yo apenas tengo una ochenta, algo que me acomplejó cuando era joven y me hizo plantearme pasar por el quirófano para ponerme unas prótesis de silicona, a pesar de que aquello no era muy coherente con el feminismo radical que defendía con más convicción en las formas que en el fondo. Menos mal que no me operé porque ahora estoy encantada con mi pecho y para algún escote que lo precise hay unos sujetadores con relleno maravillosos.
Mi madre y Antonio estuvieron juntos más de treinta años hasta que se separaron, hará unos cinco. Se han respetado y se han querido mucho, de eso estoy segura. Supongo que una vez que cerraban la puerta de su habitación no habría demasiado ruido dentro, pero la pasión no era precisamente la base de esa relación. Me consta que Ernesta ha tenido otras alternativas. De Antonio no tengo ni idea, pero supongo que sí. O no. De Antonio no lo sé muy bien.
Mi madre no ha parado de llamarme, pero no quiero hablar con ella todavía. Quiero que se dé cuenta de que me ha enfadado muchísimo que no me contara quién era Gene. Hoy tengo seis llamadas perdidas de su número y su nombre vuelve a aparecer en la pantalla.
—¿Sí?
—Hija, menos mal que lo coges.
—Estás muy pesada, mamá, tengo diez llamadas perdidas tuyas.
—Tienes seis.
—Bueno, las que sean… Te he dicho que ya hablaremos más adelante.
—Ya lo sé, pero te llamo por una cosa que me ha pasado esta noche y que no te lo vas a creer.
—¿Qué te ha pasado?
—Que se me ha aparecido Gene.
—Mamá, tú estás loca. ¿Quieres dejar de decir tonterías?
—Bueno, da igual que no me creas, el caso es que debes tener cuidado.
—¿Cuidado con qué?
—No lo sé, hija, los espíritus no son tan precisos.
—No tienes remedio, mamá —digo sin que se me note que me ha hecho mucha gracia esa afirmación.
—Ha sido una visión muy corta, pero creo que me decía que alguien te quiere engañar.
—Vale, lo que tú digas.
—¿Sabes ya algo del viaje?
—¿De qué viaje?
—Del largo que vas a hacer.
—Venga, mamá, déjame, que estoy trabajando. Ya hablaremos.
La casa en la que vivimos la diseñé yo. La construimos un año antes de casarnos, aunque ya la tenía en la cabeza desde hacía mucho más tiempo. Que yo diga que es una casa preciosa no tiene ningún mérito, pero es que lo dice todo el mundo. Cuando la gente entra en ella queda fascinada por su espectacularidad. Es posible que, de hacerla ahora, con lo que sé, cambiara algunas cosas. La haría más cómoda, más funcional. Es algo que hasta hace poco no me había planteado. A pesar de ser muy bonita, posee algunos fallos que ahora no cometería.
Tiene cuatro habitaciones. Una para cada niña, una para nosotros y la de invitados. El salón es completamente diáfano, con el techo a doble altura blanco como el suelo y las paredes. El color lo dan los muebles y los cuadros. El jardín no es muy grande, pero sí lo suficiente para tomar el sol, al igual que la piscina, que da de sobra para darse un chapuzón y refrescarse en verano. En el sótano hay un proyector de cine, una mesa de billar en la que nunca jugamos, porque ni sabemos ni nos gusta, y un despacho pequeño que es donde dibujo cuando me llevo trabajo a casa. En el sótano no tenemos supletorio del teléfono y tampoco hay cobertura para los móviles. Es mejor así, porque uno se puede concentrar en el trabajo, o si estás viendo una película, nadie te molesta. El teléfono fijo está en el salón y quien quiera puede dejar un mensaje. No tenemos interna porque no me gusta tener a una extraña durmiendo en casa, así que todos los días viene una chica a limpiar y por la tarde se va. Cuando salimos por la noche, suele venir una canguro que se llama Nuria y que es un encanto con las niñas.
Otra de las características de mi casa es mi vestidor. Puede decirse que lo diseñé desde la más absoluta frivolidad y hasta a mí me da un poco de vergüenza enseñárselo a las visitas. Es simplemente espectacular, como de anuncio. De hecho, he visto anuncios con vestidores maravillosos, pero mucho más pequeños que el mío. Mi vestidor es desproporcionadamente grande respecto a la casa. En realidad es desproporcionadamente grande respecto a cualquier casa.
A veces, aunque lo decidimos porque yo me empeñé en contra de la opinión de Óscar, me arrepiento de no tener cobertura en el sótano. El móvil me lo he dejado arriba y no para de sonar con el «mamá, cógelo, mamá, cógelo». Me extraña que me llamen a estas horas, son casi las doce de la noche. Subo al salón y, al ver el móvil, entiendo lo de la hora. Es una llamada internacional, de Estados Unidos, concretamente de Nueva York. Lo sé por el prefijo, un 1 del país y el 212 de Nueva York. Allí son ahora las seis de la tarde. Lo cojo y pregunta por mí un señor con acento americano.
—Sí, soy yo —le contesto.
—Soy William Smith.
Me dan ganas de decirle: «¡Anda, como el actor!», pero sólo lo pienso mientras él continúa hablando.
—Le llamo del despacho de abogados Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom. Soy el abogado del señor Gene Dawson.
—Sí, dígame qué quería.
—Deberíamos concertar una cita con usted.
—Está bien, pero ya me reuní con su representante aquí en España.
—No la entiendo bien, señorita Puente. Disculpe, pero mi español no es muy bueno.
Inmediatamente cambio al inglés. Estudié en un colegio bilingüe y lo hablo bastante bien. Continuamos la conversación en ese idioma.
—Le decía que ya estuve reunida en sus oficinas de Barcelona con Rocío Hurtado.
—Debe de haber algún error. Yo no sé quién es esa persona… ¿Rocío Hurtado, dice?
—Sí. Rocío Hurtado es una abogada que está en las oficinas que ustedes tienen en su delegación en Barcelona.
—Lo siento, pero está usted equivocada. Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom no tiene ninguna delegación fuera de Estados Unidos.
Blanca Ríos ha publicado un artículo demoledor sobre mi trabajo. Es increíble hasta dónde puede llegar la envidia de una arquitecta frustrada incapaz de haber conseguido nada. El artículo lo ha publicado en
Planos
, la revista especializada más prestigiosa del sector, la que lee todo el mundo que tiene relación con la arquitectura o el interiorismo en España. Blanca ha decidido ridiculizar mi trabajo en su artículo con la única intención de hacerme daño. No sé si tendré posibilidades de ganarla, pero como exista la más mínima voy a demandarla mañana mismo.
Yo no tengo amigas. No sé muy bien si es que no las he sabido conservar o es que realmente nunca las he tenido. Me refiero a esas amigas íntimas a las que se les puede contar todo, discutir y quererse sin guardar demasiado las formas ni para una cosa ni para la otra. No tengo ese grado de amistad con ninguna chica y con las que más unida he estado desde la infancia, el instituto o los primeros años de la universidad han ido desapareciendo de mi vida sin motivo y sin darme cuenta.
De niña tenía una amiga que se llamaba Andrea; éramos inseparables en el colegio y además casi vecinas. Yo no recuerdo haber llorado, ni posiblemente haber tenido un dolor tan profundo como cuando al padre de Andrea, que era ingeniero creo, le trasladaron y se fueron a vivir a Argentina. Eso fue en quinto, con diez años, y aunque nos seguimos escribiendo muchas cartas los primeros meses, después fueron siendo menos y pasado un año dejamos de hacerlo. No hace mucho que he tecleado su nombre en Facebook con la ilusión de encontrarla, pero no aparece. Hay un montón de chicas con el mismo nombre, pero ninguna de ellas es la Andrea Martínez que yo conocí en el colegio.
Por orden cronológico mi siguiente gran amiga fue Sandra, en el instituto. Es la chica que iba conmigo cuando nos atracaron en el metro. También fuimos muy amigas en la adolescencia, casi inseparables. Menuda edad esa de los doce a los quince, que lo pienso ahora y me da vergüenza lo tonta que puede llegar a ser una niña a esa edad. Nosotras, además, éramos muy pijas, que en esa época consistía en llevar polos Lacoste, Levis 501 y jersey Privata, así que recuerde. Nos gustaban los chicos más mayores, los que tenían quince o dieciséis. Ya con esa edad se afeitaban, que era algo que los situaba para nosotras en hombres casi inalcanzables. Tengo yo, desde siempre y no sé por qué, una especie de obsesión erótica con eso del afeitado. Para mí, un hombre afeitándose frente al espejo es una de las imágenes más sexys que puedo ver o imaginar. Es para mí una forma muy recurrente de excitarme. El año antes de entrar en la universidad Sandra se echó un novio y yo otro y de manera natural, sin que pasara nada entre nosotras, nos fuimos distanciando. Ella hizo Química y da clases de bachillerato en un instituto. Está casada y tiene un niño. Todo esto lo sé porque ella sí es amiga mía de Facebook. Siempre decimos que tenemos que quedar, pero luego nunca lo hacemos.