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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Lo inevitable del amor (4 page)

BOOK: Lo inevitable del amor
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Carla y Julia llaman a mi madre abuela Nesta. Ernesta era imposible de pronunciar cuando empezaban a hablar y con Nesta se ha quedado para siempre.

Cuando mi madre viene a vernos siempre me pongo muy contenta y me hace mucha ilusión. Una felicidad que dura lo que dura: más o menos la primera media hora. Nos saludamos, ella dice lo guapísimas que son sus nietas, le ofrezco un café y comentamos las novedades más superficiales de nuestros últimos días. Una vez que pasa ese rato, ya nada fluye como debería y… pues eso.

—¡Qué bueno está este queso fresco, hija!

—¡Es queso de Burgos, mamá!

—Perdona, esto toda la vida se ha llamado queso fresco.

—¿Pero qué dices, mamá? Siempre se ha llamado queso de Burgos.

—El queso de Burgos, bonita, puede ser fresco o de más maneras. Y esto es queso fresco.

—El queso fresco puede ser de Burgos o de cualquier sitio y éste es de Burgos.

—¿Es que estabas tú en Burgos viendo hacer el queso?

—No, no estaba en Burgos.

—¡Pues entonces!

Las madres nos gustan más cuando no estamos con ellas. Es una ley universal. Si pienso en la mía o si hablo de ella con alguien, mi descripción sincera es la de una mujer que me cae bien y su biografía, la de una persona que me resulta admirable. Es inteligente, sensible, muy graciosa e incapaz de hacer daño a nadie. Ésa es ella hasta que estamos juntas. Entonces se convierte en mi madre, una persona torpe, desfasada, empeñada en desaprobar todo lo que hago y con un dudoso gusto. Si Ernesta no fuera mi madre, podría ser mi mejor amiga, pero como es mi madre no la puedo soportar.

Entre los objetos de Gene y Patty hay un reloj Cartier de Patty precioso, un Rolex de esfera verde de Gene, dos iPhone con la batería ya descargada, un anillo de Patty, supongo que de gran valor, los dos pasaportes y varias tarjetas de crédito entre las que se mezclan dos llaves del hotel Santo Mauro, donde se alojaban cuando estaban en Madrid. No me siento bien manoseando estos objetos. Gene y Patty, en realidad, eran dos desconocidos, simplemente unos clientes, aunque fueran mis clientes favoritos. Tengo la tentación de cargar los dos móviles e investigar. Sé que no estaría bien. Puedo cargarlos, aunque luego no los investigue. Pero si no voy a hacer nada, entonces ¿para qué los voy a cargar? Me pregunto si los muertos tienen intimidad. Si una vez que desaparecemos de este mundo tenemos derecho a guardar secretos.

Meto la clavija del cargador en el teléfono de Gene y lo enchufo. Sé que es el suyo porque tiene una funda que asemeja la portada de un periódico, concretamente el
New York Times
. La funda de Patty es azul clarita, casi transparente. Enciendo el teléfono de Gene, está conectado a la red. No hace falta el pin para navegar, sólo para hacer llamadas. Casi lo hubiera preferido, así habría evitado caer en la tentación. Pero, bueno, los muertos no tienen intimidad.

Entro en el registro de llamadas. Están todas borradas, las realizadas y las entrantes. Voy a los emails. Todos borrados. Tampoco hay contactos en la memoria. Me parece muy extraño. Alguien lo ha borrado todo. Saco el móvil de Gene del cargador y enchufo el de Patty. Lo mismo. Ni llamadas, ni emails, ni contactos.

—¿Qué haces, mamá? —me pregunta Julia desde la puerta.

—Nada, hija, aquí con el móvil —le contesto fingiendo normalidad.

—Con ese móvil también estaba papá el otro día.

—¿Papá?

—Sí. Y con ese otro —me señala el de Gene.

—¡Ah! —me sorprendo.

—¡Mamá! ¿Podemos ir con la abuela Nesta al parque?

—¡Claro, hija! Pero portaos bien.

Hace algún tiempo que me ronda por la cabeza una fantasía sexual bastante novedosa para mí. Siempre me han gustado los hombres de mi edad, aunque, como suele ser normal, cuando era adolescente o muy jovencita me gustaban algo más mayores. Con mi marido mantengo una actividad sexual, creo por lo que cuentan, bastante superior a la media de parejas que ya llevan varios años juntos. Aunque hay alguna racha en la que tenemos menos encuentros, en general él y yo nos gustamos y eso se nota. No renuncio a otras relaciones, pero no suelo encontrar mejor sexo que el que tengo con Óscar. Tampoco es eso lo que busco, simplemente necesito otra piel, otra boca, otra forma de amar, incluso descubrir la torpeza al tocarme de quien no me conoce, de quien no sabe lo que me gusta.

Después de estar con Óscar, tardé mucho en tener orgasmos con otros hombres, salvo con Eugenio. Él también me conoce, aunque como con Óscar no he llegado a entregarme con nadie. Nunca pensé que yo era una persona tan sexual hasta que él me lo descubrió, y eso que ya no era una jovencita cuando le conocí.

No sé si será porque los cuarenta ya están ahí y tengo alguna especie de crisis de esas que suelen tener los hombres que en la madurez se enamoran de alguien veinte años más joven, se separan de su mujer y se compran una moto. Yo no me voy a comprar una moto, ni me voy a separar, ni me he enamorado, pero desde hace unas semanas, y a pesar de todo lo que ha pasado, no se me quita de la cabeza alguien más joven que yo, bastante más.

Hace un mes apareció por el estudio un futbolista acompañado de su padre y de su hermano. El chico se llama Jonathan y tiene veinticinco años. Yo de fútbol no tengo ni idea, no conozco a los futbolistas y nunca había visto entero un partido hasta la final del Mundial que ganó España. Bueno, en realidad ese tampoco lo vi entero, pero la segunda parte y la prórroga sí, hasta que marcó Iniesta y conseguimos eso que a todo el mundo le hizo tan feliz: ganar un mundial de fútbol. Estábamos en casa mi madre, Juanjo, con el que acababa de empezar a salir —fue ese mismo día cuando nos lo presentó aprovechando que íbamos a ver el partido—, Óscar, las niñas y yo. Cuando Iniesta metió el gol, todos saltamos enloquecidos. Óscar se abrazó a mi madre, las niñas se revolcaron por el sofá y hasta Juanjo me besó como si nos conociéramos de toda la vida. Un gol consigue lograr algunas escenas extrañísimas. La prueba de mi escaso interés por este deporte es que yo no conocía a Iniesta. Nadie me creyó mientras brindábamos con champán por la victoria, pero yo lo juro por mis hijas. Me sonaba algo el nombre y su cara, pero cómo sería mi ignorancia que yo pensaba que ese chico jugaba en el Real Madrid.

Conozco a los futbolistas que salen en las revistas y a tres más a los que les hemos construido su casa en Puente, y ahora a Jonathan, el último fichaje de un equipo madrileño recién ascendido a primera división, al parecer un buen delantero, según me he informado.

Jonathan es, por definirlo de una manera simple, un hortera. No parece un caso excepcional entre los futbolistas, a juzgar por lo que veo en la tele y en las revistas y a los que conozco como clientes, que parecen cortados todos por el mismo patrón. La mayoría con sus pendientes de brillantes, esos extrañísimos cortes de pelo, en los peores casos acompañados de mechas, algunos con sus cejas depiladas, sus tatuajes con letras árabes y chinas… Pues todo eso y más lleva puesto en su cuerpo Jonathan, incluidos los tatuajes con letras árabes y chinas, siendo él natural de un pueblo de Granada.

Jonathan, su padre y su hermano pidieron cita en el estudio para encargar un proyecto para construir un chalet en una lujosa urbanización de las afueras de Madrid. Yo, por supuesto, no sabía quién era, aunque, al contrario que en el caso de Iniesta, mi ignorancia en esta ocasión no era tan grave, ya que en el estudio no lo sabía casi nadie. Para conocer a Jonathan tienes que ser un entendido en fútbol y en Puente sólo sabían de él un delineante y un arquitecto, muy aficionados los dos.

Al futbolista, a su padre y a su hermano les recibió una de las comerciales. Atienden la primera visita de los que pueden ser futuros clientes, aunque el de Jonathan, recién llegado a Madrid, no iba a ser el caso. Según me contó Mapi, que así se llama la comercial, en cuanto le habló de los precios de las parcelas en la urbanización madrileña por la que venían preguntando —ni siquiera les llegó a informar de lo que podría costar la construcción de la casa— los tres se echaron a reír pensando que aquello era una broma que les estaba gastando la pobre de Mapi. Al descubrir que aquellas cifras eran reales, Jonathan, su padre y su hermano se despidieron amablemente.

—¡Ya puedes meter muchos goles para que te fiche el Madrid! —le dijo el padre a Jonathan—. ¡Porque si no, vas a vivir tú aquí por los cojones! Y perdone usted, señorita, la expresión —concluyó.

Yo, naturalmente, no había tenido noticia de aquella reunión, una más de las que se mantienen con posibles clientes que en muchos casos no llegan a serlo. Esa mañana llegué al estudio después de una reunión bastante pesada con un concejal de urbanismo del ayuntamiento de un pueblo de la sierra. Iba en el coche, pensando en la reunión, o no sé en qué iría pensando, y no vi justo delante de mí un deportivo rojo que salía del párking. Mi todoterreno se subió literalmente encima del capó del deportivo rojo que conducía Jonathan. Salí sobresaltada, pedí disculpas —que aceptaron—, me dijeron que venían de Puente, les dije que yo era la dueña e intercambié con Jonathan el número de teléfono para que las compañías de seguros se pusieran de acuerdo. Él tenía prisa y yo no sabía ni dónde tenía los papeles del coche.

Han pasado algunas semanas desde que Jonathan y yo nos dimos nuestros números y en este tiempo los móviles nos han dado mucho juego. Casi sin darme cuenta, después de alguna broma por teléfono, nuestras conversaciones han ido subiendo de tono. Al principio fingí sentirme enfadada ante el descaro de Jonathan, pero luego me he dejado seducir por esa manera tan animal de ser que tiene la criatura. Sé que ésta es una historia que no tiene mucho sentido. O sí. Ya veremos. El caso es que en este momento estoy mirando en la pantalla del móvil una de las muchas fotos que Jonathan me ha mandado estos días. Está en calzoncillos. Tiene las piernas musculadas y el torso con unos pectorales y unos abdominales perfectamente definidos. He ampliado la foto del móvil para intentar descubrir si lo que se adivina bajo el calzoncillo es lo que imagino o es un efecto óptico provocado por alguna sombra. Debe de ser esto último, porque si no es un efecto, lo que el futbolista tiene ahí no es algo normal. Tengo casi cuarenta años y él veinticinco. Él está jugando, pero a mí me ha hecho pensar.

La foto en calzoncillos de Jonathan desaparece del móvil al entrar una llamada con número oculto.

—¿Diga?

—¿María Puente, por favor?

—Sí, soy yo.

—Soy Rocío Hurtado, de Skadden.

—¿De dónde?

—Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom, los abogados de Gene Dawson.

—¡Ah, sí! ¿Me llama desde Nueva York?

—No, nosotros somos la delegación de Skadden en España. Estamos en Barcelona. Necesitaríamos concertar una cita con usted para aclarar algunas cuestiones.

—Sí, estaba esperando su llamada para solucionar el tema de la casa. Pero es mejor que se reúnan con Óscar Palau, es mi marido y el director financiero del estudio.

—No, señora, esto no es sólo por la casa.

—¿Ah, no?

—El tema de la casa ya se solucionará. Se trata de una cuestión importante que deberíamos abordar con usted en persona lo antes posible.

Óscar se crio en un barrio de las afueras de Madrid. Era de las afueras entonces, hace casi cuarenta años; ahora podría considerarse casi el centro. Pegado a la M-30, allí vivían gentes humildes, trabajadores de clase media con los recursos justos y sin más expectativas que la de dar estudios a sus hijos, tener una tele, un coche pequeño y veranear en el pueblo un mes al año. Así eran todas las familias de ese barrio madrileño, como las de tantos otros. Y así era también la de Óscar, el menor de tres hermanos, en los primeros años de su infancia. Recuerda a su madre guapa, rubia y con los labios rojos. Una mujer a la que le gustaba arreglarse y que siempre sonreía. Su padre era un hombre guapo también. Por las fotos que he visto de mi suegro cuando era joven, Óscar se parece a él. Trabajaba como mecánico en un taller de coches, con la esperanza de comprarlo junto a su compañero cuando su jefe, el dueño, decidiera jubilarse. A su padre le recuerda regresando a casa después de trabajar y revolcándose con él en la alfombra del cuarto de estar jugando a caballito.

Sus hermanos Chema, el mayor, y Miguel, el mediano, se llevaban sólo un año entre ellos y Óscar, que debió de ser un descuido, era cinco años menor que Miguel. Él los admiraba e imitaba, como todos los pequeños hacen con sus hermanos mayores.

No pasaba nada en aquella familia normal de gente normal en un barrio normal hasta que Chema empezó a coquetear con las drogas. Después de eso, Óscar vio cómo todo se desmoronaba demasiado deprisa, sin tiempo para acostumbrarse al dolor. Chema, primero, y Miguel casi a la vez se convirtieron en heroinómanos. Fueron dos más de los muchos jóvenes a los que la droga destrozó en esa época. Una especie de epidemia de la que ya casi nadie habla, pero que existió con una crudeza insoportable. La madre de Óscar dejó de pintarse los labios, su padre de jugar con él en el cuarto de estar y los hermanos a los que admiraba se convirtieron en dos seres extraños sin que Óscar comprendiera por qué. La casa fue quedándose sin muebles, sus hermanos sin kilos y sus padres sin esperanza.

Un día —el día que todo acabó—, Chema y Miguel entraron en una farmacia para robar la caja. Cada uno iba armado con un palo de escoba partido por la mitad. De un mismo palo sacaron dos armas aquellos muchachos para costearse una dosis de heroína. En la farmacia estaba comprando un policía de paisano. Al parecer, un imbécil con pistola recién ingresado en el cuerpo y con mucha afición a las películas de acción. Todo sucedió muy deprisa. El policía sacó su pistola y pegó un tiro a cada uno. Murieron en el acto. Creo que el policía estuvo un año en la cárcel por haber hecho aquello.

Los padres de Óscar siguieron viviendo algunos años más, con esa mirada ausente de las personas que viven por inercia, sin querer vivir. Óscar perdió a sus hermanos, pero en realidad se quedó solo cuando todavía no había cumplido los quince años. Aquel chaval es hoy mi marido. Sus padres murieron poco antes de conocerle yo. Primero ella de un cáncer y luego él, según Óscar, de pena. Posiblemente lleve razón en que ése fuera el motivo, aunque no sea muy científico. No conozco a nadie como Óscar, ni siquiera en las novelas suele haber personajes como él. Su historia de superación para salir de aquel pozo, la manera de perder la rabia y aprender a volver a sonreír como el que vuelve a aprender a andar y convertirse en la persona que es hoy hace que su biografía parezca salida de la mente de un escritor o de un cineasta. Yo le quiero mucho, claro, pero le admiro por encima de todas las cosas.

BOOK: Lo inevitable del amor
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