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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Lo inevitable del amor (9 page)

BOOK: Lo inevitable del amor
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Veo el coche de Óscar en la puerta del colegio. Cuando no es la hora de salir o de entrar en clase hay mucho sitio para aparcar. Si no, hay que dar muchas vueltas y aparcar lejísimos. Carla y Julia van y vienen del colegio en la ruta. Ni Óscar ni yo podemos recogerlas casi nunca porque a esas horas estamos trabajando.

No me gusta la directora del colegio. Es una señora con cara de hombre. Hay mujeres a las que les pasa eso, supongo que por la dureza de sus facciones o por el corte de cara. Parecen hombres con peluca y esta directora es una de ellas. No me acuerdo de cómo se llama, a ver si logro recordarlo antes de saludarla y así quedo bien. Cuando entro en su despacho, Óscar ya está hablando con ella, pero no está Carla. Me dice doña Vicenta, que así se llama —no es que me haya acordado, es que tiene una plaquita con su nombre encima de la mesa—, que la niña se ha quedado con la psicóloga mientras nosotros hablamos.

—De todas formas, me gustaría verla —insisto.

—La niña está bien —me tranquiliza la directora.

—¿Tú la has visto? —le pregunto a Óscar.

—No —me contesta—. Yo también acabo de llegar.

—Su hija Carla —nos dice la directora— ha estado a punto esta mañana de provocar una tragedia.

—¿Pero qué está diciendo? —me alarmo.

—La otra niña afortunadamente está bien, pero creo que sus padres les van a poner una denuncia.

—¿Qué ha sucedido? —pregunta Óscar, desesperado.

Doña Vicenta nos cuenta que Carla ha empujado a una niña delante de un autobús de la ruta justo cuando había arrancado después de dejarlas en el colegio. Por suerte, el conductor estaba atento, pudo frenar a tiempo y el golpe a la niña no ha sido demasiado fuerte. Tiene una brecha en la cabeza y un hematoma en el brazo, pero podría haber sido algo irremediable.

—Deben ustedes tomar medidas —continúa la directora— y tienen que hacerlo pronto.

—Hablaremos con ella, desde luego —dice Óscar.

—Con ella y con Julia —corrige doña Vicenta—. Los informes psicológicos de las dos son preocupantes.

Yo, en este momento, no sé a qué se refiere. Miro a Óscar, que tampoco parece saber de qué informes está hablando la directora. Pronto nos saca de dudas.

—Llevamos varias semanas intentando hablar con ustedes para dárselos, pero no ha sido posible.

En ese instante me acuerdo de que el otro día escuché un mensaje en el contestador de alguien del colegio, pero creía que no era importante. Naturalmente, no lo confieso.

—El caso es que son dos niñas muy conflictivas —continúa—, con una permanente demanda de atención y tienen peleas constantes con el resto de alumnos.

—No puede ser. ¿Mis hijas? —pregunta Óscar, incrédulo.

—La última fue ayer mismo. Carla pegó a una niña en el patio y su hermano la defendió pegándole un puñetazo en el ojo.

—Ella me dijo que se había golpeado con una columna.

—¿Y usted la creyó?

—Es que en casa no son así —me derrumbo.

—Todavía son muy pequeñas —nos tranquiliza—, pero creo que mañana mismo deberían tener una reunión con el psicólogo del centro. Si quiere, la fijamos ahora.

—Es que yo me voy de viaje esta tarde y estaré cuatro días fuera de Madrid.

—Puedo venir yo solo —dice Óscar.

Decidimos llevarnos a casa a Carla, y también a Julia. Sólo les queda una hora de clase y ya que estamos aquí aprovechamos. Óscar va a pasar la tarde con ellas. Estoy preocupada, pero sobre todo triste. Y más cuando las niñas deciden montarse en el coche de su padre para ir a casa.

—Quédate en casa con nosotros —me propone Óscar— y pasamos la tarde juntos.

—No puedo. Tengo que ir al aeropuerto.

—Puedes irte mañana o coger el último Ave.

—No. Prefiero ir en avión.

Aunque Óscar no lo sabe, voy fatal de tiempo. Tengo que estar en el aeropuerto a las cinco, son casi las cuatro y todavía no he terminado de hacer la maleta. Cuando llegamos a casa, decidimos no hablar de lo que ha sucedido esta mañana en el colegio. Lo haremos cuando Óscar haya hablado con la psicóloga y yo haya vuelto del viaje. Eso sí, he abrazado fuerte a Carla y a Julia. Les he prometido que les traeré alguna sorpresa que les guste.

—¡Quédate, María! —me insiste Óscar.

—No. Prefiero terminar con todos los asuntos pendientes que quedan en Valencia y cerrar aquello definitivamente.

—¡Está bien! —se conforma—. Nos vamos llamando.

—Andaré liada, así que mejor te llamo yo.

Beso a los tres y me monto en el taxi que me está esperando. Carla y Julia me lanzan un beso y yo les correspondo con otro mientras el taxista arranca.

—¿Dónde vamos, señora?

—Al aeropuerto, a la terminal 1, vuelos internacionales.

—Vamos para allá.

—¿Puede usted bajar la radio? —le pido mientras suena mi móvil—. Tengo que hablar por teléfono.

—Claro, señora.

—¡Mamá!, dime.

—Hija, ya estoy en el aeropuerto esperándote.

—Yo estoy saliendo de casa. Estoy ahí en veinte minutos.

—¿Se ha creído Óscar que te ibas a Valencia?

—Sí. No sospecha que vamos a Nueva York.

Mi madre tuvo un novio torero. Banderillero, para ser precisos. Luis, el torero, así le llamaba, es el único de sus amantes al que he conocido. Incluso los vi juntos. Pero sé que ha habido más. De todos, el torero ha sido el hombre del que mi madre ha estado más enamorada en su vida. A lo mejor también lo estuvo de Gene, pero eso tiene menos mérito porque en aquel momento mi madre era demasiado joven y, cuando es la primera vez que amas, todo se imagina más que se siente. Cuando Luis apareció en su vida, yo ya era mayor y, naturalmente, ella también. Enamorarse es estar loca, eso es algo que entendemos mejor las mujeres. Mi madre estuvo loca por Luis, por él perdió la cabeza y el sentido. Parece una copla, pero es que los dos podrían haber protagonizado una de esas letras tan desgarradas que cuentan el amor sólo por la parte que duele.

Mi madre nunca ha dado demasiada importancia a sus amantes. Yo he aprendido eso de ella. Me enseñó bastante bien a distinguir amor de sexo, enamorarse de desear, querer de necesitar. Es verdad que a veces todo se mezcla, pero es conveniente diferenciar unas cosas de las otras para no estar engañándote a ti misma más tiempo del necesario. En eso las mujeres también somos especialistas.

A mi madre nunca le han gustado los toros, a mí tampoco. Ella, además, fue siempre muy discreta con las cosas que hacía fuera de casa. Con el torero fue diferente. De repente, y sin venir a cuento, empezó a interesarse por los toros y hasta sacaba la conversación delante de mi padre, que también conocía teóricamente la relación de la tauromaquia con el arte. Él tampoco había ido nunca a una corrida, pero sabía de ello a través de Picasso, Lorca o Hemingway. Mi padre se interesaba por todo siempre de forma indirecta.

Yo me enteré de la existencia de Luis, el torero, porque mi madre no fue tan discreta con él como con los otros. Un día regresaba yo a casa desde no sé qué sitio cuando, antes de entrar en el portal, vi a una pareja besándose dentro de un coche. Me llamó la atención porque, a pesar de la pasión del beso, se notaba que no eran dos jovencitos. Siempre me ha gustado ver a las parejas besarse de forma entusiasta en la calle sin poderse contener, que parece que les faltan manos y lenguas. Me da envidia lo que sienten. Al hombre, al que apenas vi, no le abundaba el pelo y por eso me fijé en ella: llevaba una blusa naranja y tenía el pelo rubio recogido con mi pinza de nácar. Me quedé mirando, no sé si por la sorpresa, por algo de morbo, o, lo más seguro, por envidia.

Cuando salió del coche de aquel señor, recuerdo que era un Renault 18, mi madre se recompuso la falda, la blusa naranja y el pelo con mi pinza de nácar. Cuando se dirigió hacia el portal y me vio observándola, se dio cuenta de que la había visto besándose con ese hombre en el coche. Llegó hasta mí y se comportó de manera desconcertantemente natural.

—¡Hola, hija! —dijo mientras me daba un beso.

—¡Hola, mamá! —contesté tímida.

—¿Quieres preguntarme algo?

—No, mamá.

—Vale. Sólo quiero que sepas que todo está bien y que yo también estoy muy bien.

—Claro, mamá.

—¿Qué tal te ha ido el día?

Y eso hice mientras nos metíamos en el ascensor: contarle mi día con naturalidad. La misma que ella tuvo al entrar a casa y besar a mi padre, que nos esperaba para cenar.

El tipo del Renault 18 era Luis, el torero; banderillero, para ser precisos. El hombre del que mi madre posiblemente ha estado más enamorada en toda su vida. Es curioso cómo el dolor puede tener distintas formas, pero desgarrarnos siempre en el mismo sitio. El desamor siempre nos duele en la tripa, en las entrañas de nuestro ser, justo ahí, en el centro de lo que somos. Ése es el sitio en el que duele el desamor.

Un día de verano Luis toreaba en Las Ventas de banderillero con un matador modesto intentando cambiar su suerte y tener un triunfo que pudiera convertirle en un torero importante. Era una corrida más de un domingo de agosto en Las Ventas, de esos días en que casi toda la plaza está vacía y de la poca gente que hay, la mayoría son japoneses. Luis estaba a punto de poner un par de banderillas cuando el toro le prendió del muslo y le volteó por los aires. Cuando cayó, perdió el conocimiento del porrazo que se dio contra la arena. Tuvo suerte en eso, porque al estar inconsciente no sintió cómo aquel toro negro le metió el cuerno en la tripa, en las entrañas de su cuerpo, justo ahí, en el centro de su ser. El toro le desgarró por completo el vientre y tuvieron que operarle primero en la enfermería de la plaza y después en el hospital al que le trasladaron.

En el hospital estuvo varios días en la UVI entre la vida y la muerte hasta que a las dos semanas la moneda se inclinó hacia el lado de la vida. Mi madre fue a visitarle cuando lo llevaron a planta. Iba ilusionada por el pasillo que conducía a la habitación por volver a besar a su torero herido. Cerca de la puerta vio a dos niños de unos ocho y diez años y, al asomarse dentro, a Luis tumbado y a una mujer a los pies de su cama. El torero vio a mi madre en el umbral y con un gesto de cabeza señalando el pasillo le pidió que se fuera por donde había venido. Y eso hizo mi madre, que se fue de allí después de esquivar a uno de los dos niños con los que casi se chocó sin darse cuenta. En el camino de vuelta por aquel pasillo mi madre sufrió el inconfundible dolor del desamor, que ataca justo en las entrañas e irradia tristeza sin piedad al resto del cuerpo. El torero y ella, cada uno con las tripas desgarradas a su manera, no volvieron a verse.

Esta historia es la única de la que mi madre me hizo partícipe de cuantas haya tenido. Entre otras cosas, porque fue la más importante. Me la contó una noche que yo volví a casa de madrugada después de una cena con compañeros de la facultad en la que había bebido más de la cuenta. Ella estaba tomándose un whisky, algo que solía hacer las noches de los viernes. Ése era el día en el que se tomaba una copa sola en el salón, la mayoría de veces acompañada de algún porro de marihuana y escuchando música. Esa noche me uní a ella con el whisky y con los porros y me contó su pasión por el torero y el dolor del desamor. Aquella noche quise mucho a mi madre. Descubrí que era una mujer apasionada, llena de vida, querida y herida por aquella historia de amor con Luis, el torero. Cómo me gusta recordar esto precisamente ahora.

Yo había ido varias veces a Estados Unidos, incluso estudié allí tercero de bachillerato. Viví en un pueblo de Nebraska donde casi nadie tenía una idea precisa de dónde estaba España y donde, aparte de aprender inglés, descubrí que yo no era rubia. En España siempre lo había sido, pero las rubias de Nebraska con esas pieles blancas como un folio y ese pelo casi amarillo hacían de mí, en el mejor de los casos, una chica castaña. También había viajado a Los Ángeles, Chicago y Boston en distintas vacaciones, pero curiosamente no había estado nunca en Nueva York hasta que tuve treinta años.

La primera vez que vine ya no estaban las Torres Gemelas, el atentado había sido justo el año anterior. Esa primera vez no me gustó demasiado la ciudad, puede que porque me lo pasé fatal. Los sitios, creo, te gustan en función de lo que te pasa en ellos. Fui con Óscar poco después de haber tenido a las niñas. Yo creo que no habían pasado ni tres meses.

El nacimiento de Carla y Julia me provocó un gran desconcierto, aunque la palabra que mejor le iría a lo que me pasaba es desconsuelo. Durante los días en los que permanecí en el hospital, a pesar de las molestias de la cesárea, estaba contenta porque las niñas pasaron los dos primeros en la incubadora y yo sentía esa especie de felicidad que te da poder decir que eres madre. Las niñas tenían poco peso, normal al ser mellizas, pero estaban estupendamente de salud. Lo malo fue al llegar a casa.

Al margen del agobio que suponía manejar a dos criaturas tan pequeñas sin estar muy segura de cómo se hacía y de la gente que no paraba de venir a casa de visita en aquellos primeros días, el caso es que Carla y Julia se pasaron las siete noches de la primera semana llorando sin parar. «Sin parar» no es una expresión coloquial para decir que lloraban mucho, «sin parar» es exactamente sin parar de llorar de doce a siete de la mañana. Ni un solo instante. Pronto contratamos a una cuidadora que estuviera con ellas por el día y a una salus por la noche. La salus nos permitió dormir, que ya era bastante, pero el agobio de tener a las dos niñas en casa nos seguía desbordando. Así que todo el mundo nos recomendó que nos hiciéramos un viajecito, aunque sólo fuera de cuatro o cinco días.

Y eso hicimos. Escogimos Nueva York como destino de un viaje que en realidad era una huida. Las niñas se quedaron con mi madre, la cuidadora por el día y la salus por la noche, así que tampoco iba a pasarles nada. Óscar y yo llevábamos muchos meses sin tener relaciones, sin acostarnos, sin hacer el amor… En fin, podríamos definirlo de varias maneras, pero entre mi gordura dos meses antes de dar a luz, los puntos de la cesárea, el llanto de las niñas, el agobio y el sueño, llevábamos más de cinco meses sin follar.

Cuando aterrizamos en Nueva York nos sentimos libres y ya cuando estábamos en la fila esperando un taxi empezamos a hablar de lo que haríamos cuando llegáramos al hotel. Tan excitados íbamos que ni siquiera abrimos las maletas al llegar a la habitación. Fuimos directos a la cama. Fue algo rápido, casi un desahogo. No hubo eso que la gente llama preliminares, muy a lo bruto todo, muy desordenado, sin ni siquiera desnudarnos del todo, sólo quitándonos lo imprescindible. Como era previsible, nuestro encuentro sexual no duró mucho, pero nos dejó muy a gusto. Además, era sólo el primero de los muchos que íbamos a tener esos cuatro días en Nueva York.

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